Allende Hollywood, se cuentan con una mano e incluso sobra el pulgar las
cinematografías que, a la fecha, logran mantener un mercado interno de
distribución, con un receptor nativo que aprecie en pantalla producción de
factura nacional a través de buena parte del año. De exceptuarse la, a juicio
personal del redactor, hórrida por extremadamente
folclorista/local/apastelada/melófila experiencia hindú -descontando por
supuesto a los dos o tres realizadores de relieve mundial existentes hoy allí-,
con sus casi 900 títulos anuales consumidos con fruición por los paladares sin
par del Indostán; el ahora retraído en tal cuerda Japón, no obstante así y todo
rondar los 300 títulos al finalizar cada diciembre; o Francia, la única de
todas las industrias europeas navegante en estos mares, es por mucho Corea del
Sur la expresión particular de mayor connotación en dicho sentido.
Entre 1995 y 2005 el espectador de cine nacional experimentó un
crecimiento exponencial allí, al trepar de 21 a 59 por ciento la venta de entradas para
obras de sello propio. Gráficamente lo anterior se ilustra así: 9 millones y
medios de los 45 millones de boletos expendidos en el primer caso; 84 de 143,
en el segundo. El siguiente 2006 sería fecundo, al producirse 110 largometrajes
e incrementarse en 200 las salas en el país, justo cuando muchas eran cerradas
o transformadas en el resto del planeta. De 2007 y 2011, la media anual se
situaría ya en alrededor de 80 filmes. Sin vista inmediata a ascender.
Pensadores e historiadores del cine surcoreano han apuntado en libros o
ensayos que varios elementos -no pocos de ellos extraartísticos, mas
indisolublemente ligados a su concreción-, determinaron en la buena salud
industrial del celuloide de marras. A saber, la solvencia económica de uno de
los, en su momento, denominados “tigres asiáticos”, que por razones de
pragmatismo político ha recibido -tal cual hizo la
Casa Blanca con Chile en su día- el
espaldarazo norteamericano; la pujanza de la compañía productora CJ Enternaiment;
el apoyo financiero de grandes firmas empresariales de las industrias
electrónica o automovilística locales con Samsung e Hyundai a la cabeza; la
inyección de las netizen funds o donaciones privadas efectuadas a través de
Internet u otras vías menos virtuales y el mantenimiento de un auténtico
“sistema de estrellas” a la californiana cortejado por un notable público
adolescente/juvenil.
Si se compara con lo manejado por las majors yankis, el presupuesto
promedio de 2, 7 millones de dólares de los largometrajes surcoreanos (el 25
por ciento de ellos, con mucho menos de un millón y el 5 cercano a los diez e
incluso más en determinados blockbusters) podría parecer de escaso monto; sin
embargo está por encima de la media en el contexto asiático: incluidas las no
despreciables industrias de China, Hong-Kong, Taiwán y Tailandia.
Hizo cuanto pudo también en impulsar el celuloide local ese notable
realizador llamado Lee Chang-dong (Poesía, drama de 2010), quien dirigió el
Ministerio de Cultura y Turismo durante una etapa. De valiosa incidencia
devendría, en igual proyección, el surgimiento hacia 1996 del Festival
Internacional de Cine de Pusán. Dicha cita se convirtió en otra ventana
promocional al exterior para una filmografía que concitaría respeto en Cannes,
Berlín, Venecia o San Sebastián, los festivales cimeros de clase A, donde se
granjeara numerosos reconocimientos dentro de las categorías de mejor filme,
dirección y guion. A recordar, entre otros, la Palma de Oro de Cannes 2002 para el director Im
Kwon-taek por su Ebrio de mujeres y pintura, gran biopic del pintor Ohwon.
Mas el peso mayúsculo del auge es atribuible, por arriba de todo lo
anterior, a la subvención estatal de proyectos fílmicos y a la articulación de
programas de formación profesional destinados a beneficiar a esa hornada de
jóvenes creadores en acción hoy día (algunos de los cuales estudiaron en la
escuela de cine concebida durante el gobierno de Kim Young-sam): nada de lo
cual hubiese sido posible sin la implantación de la ley de cuota de proyección
de 146 días. Concebida en tanto resorte esencial de la política cinematográfica
proteccionista, estuvo vigente a través de extensa franja temporal con esa
auspiciosa presencia -inconcebible para el 95 por ciento de las naciones-,
aunque quedó reducida a 73 jornadas para 2007, merced a las imposiciones de ese
“amigo americano”, el cual pese al empujoncito monetario no duda en volar naves
a conveniencia política o en mantener 30 000 soldados allí.
De entonces a acá el “fenómeno coreano” vio bajar el listón el listón en
las grandes citas fílmicas del planeta, de equiparse con la etapa comprendida
entre 2000-2006, cuando fue omnipresente en dichos circuitos; al tiempo que
descendió la producción, cual se apuntase en párrafos anteriores. Ahora
Hollywood tiene casi el mismo poder en el territorio que en cualquier sitio.
Pese a producir 800 películas al año menos que la India, la a todas luces más
ecumenista pantalla de Chungmuro (área de Seúl, o “Pequeña Meca”, donde
filmaron metraje de buena parte de las cintas nacionales; por ende apelativo de
dicha filmografía) resulta, en cambio, asimilable en cualquier parte del mundo,
salvando las grandes distancias culturales entre las distintas regiones. Tal
aseveración no encandila el farol crítico capaz de reconocer sus también
innegables dosis de cocimientos puramente criollos, inextricables “coreanadas”
surgidas al calor del proverbial cruce genérico sello de la casa del cual en
múltiples ocasiones extraen beneficios artísticos pero que en otras aniquila la
dramaturgia de sus propuestas; o la sobreabundancia de filmes de acción,
melodramas for import, comedias románticas y cintas bélicas de acerba retórica
anticomunista e incontenibles chorros de nacionalismo.
La pantalla perteneciente a la parte baja de esta península de milenaria
cultura común dividida en dos sistemas políticos en perenne tensión, afincados
tras el histórico e inevitable armisticio que puso el cese al fuego a una
cruenta intervención estadounidense que dejó un saldo de 4 millones de muertos,
ha transitado diversos momentos históricos de eclosión o retracción, en épocas
de dictadura o democracia. Remembramos con aprecio en el primer caso la “ola”
de los ´60, con la espléndida La sirvienta (Kim Ki-young, 1960) al primer tramo
evocativo. Empero, no son los pretéritos el objeto de interés de este artículo,
sino los presentes, cuyos hitos primigenios comenzaron a manifestarse durante
los ´90 (Sopyonje, del veteranísimo director de 101 filmes Im Kwon-taek, 1993:
exponente medular del boom de dicha década), para luego proseguir a lo largo
del primer decenio del siglo en curso a través de las filmografías de cineastas
más jóvenes. Algunos nacidos en los ´60, entre quienes este autor privilegia en
sus preferencias a Kim Ki-duk, Park Chan-wook, el ya aludido Lee Chang-dong y
Bong Joon-ho, en igual orden, varios de cuyos filmes u obras reseñara de forma
puntual a través de los años.
Las poéticas autorales suyas, conjuntamente con las de otros
significativos realizadores a la manera de Jang Sun-woo (Mentiras, drama
erótico de 1999) Kim Sung-su (El guerrero, filme épico de 2001), Hong Sang-soo
(Mujer en la playa, drama intimista de 2006) o Im Sang-soo (La esposa del buen
abogado, drama de 2003 y el remake de La sirvienta, 2010), por citar solo
cuatro más a considerar entre varios otros, realzan desde el plano estético el
corpus de una pantalla cuya identificación mayor con su público depende menos
del respeto que tales nombres inspiran en Occidente -mas no tanto determinados
casos en la mayoría de los 48 millones de surcoreanos, la verdad sea dicha-,
que de la incursión de la vastedad de directores locales en todos los géneros.
Ellos extendieron su diapasón genérico/subgenérico a todos los rumbos posibles,
desde el gangsteril, las artes marciales, la aventura épica, el terror en la
mayoría de sus variantes, el cine de superhéroes, el policial y el
tecnothriller hasta el drama histórico, la ciencia-ficción, el bélico y el
catastrofismo. Como es sabido, varios de estos infranqueables para gran número
de cinematografías, por sus requerimientos técnicos, costo. O deseos de
acometerlos.
Los surcoreanos van por lo suyo sin miedo, mediante un rico descaro al
asumir el riesgo, hasta el borde mismo del peligro. Resultado: un péndulo
oscilante del cine mayor al ridículo. Gana el primero en buen trozo de las
ocasiones, eso sí. Tanto la disimilitud e hibridación/subversión constante de
géneros como la diversidad de estilos, iconoclastia, metatextualidad,
creatividad, presencia de complejas tipologías, crudeza y empleo naturalista de
la violencia/sexo en el tratamiento de muchos temas e incesante búsqueda de
nuevas coordenadas argumentales en filmes de impecable puesta en escena rodados
con profesional pericia técnica, potencia visual, belleza estilística,
arrojados encadenamientos dramáticos, frescura, dominio y osadía narrativas
evidencian la admiración y la autocapacidad de asombro de sus gestores ante el
potencial -todavía infinito- de los mecanismos expresivos del séptimo arte.
He ahí arriba el ABC primario de comprensión del magnetismo desprendido
por parte de este cine. Paradigma que podrían seguir algunas cinematografías
latinoamericanas, de poseer no solo el debido respaldo oficial sino además la
voluntad de algunos creadores para soslayar prejuicios y no temer abrir la doxa
a la heterodoxia. Mas el embrujo del cine surcoreano, el cual prenda aun más en
su vertiente autoral, solo puede explicarse viéndolo. Lamentablemente ni el
redactor ni otros colegas aficionados de la escuela asiática existentes en el
país han podido apreciarlo en su completa dimensión, si bien segmento
importante de lo tampoco escaso visionado gracias a gestiones compartidas da la
medida para sostener que lo hecho allí durante los tres lustros recientes no
supone otra de las modas pasajeras de los curadores de Cannes. Pese a que
2007-2011 no fuesen sus primaveras más floridas, acótese.
Hasta alguien como Kim Ki-duk ha flaqueado durante recientes propuestas,
quizá el ejemplo más palpable sea su fallida Arirang (2010). No obstante, la obra de este director, uno de los más conspicuos
y legítimos representante del llamado “nuevo cine coreano” -mal que le pese a
quienes ya abjuraron de sí, incluso tras la maravillosa pero subvalorada
Aliento (2007), o nunca les interesó-, abre brechas de insospechadas cuan luminosas
aperturas hacia un universo de significados que apunta, en primer caso, a la
extraordinaria complejidad de las relaciones humanas en la frialdad del mundo
moderno. Sus filmes angustian y apasionan, abruman de incógnitas y desbaratan
falsas intuiciones, a través de relatos generadores a dos manos del estupor y
la desazón que se agazapan en las capas de sentido de una poética salvajemente
lírica y signada por la desconcertante ambigüedad que supone el establecimiento
de una portentosa potencialidad dialogística por intermedio de historias donde
prima el laconismo casi extremo de sus personajes. Los personajes de La isla
(2000), Hierro 3 (la mejor película del planeta según los críticos de la FIPRESCI en 2004) o El
arco (2005) no son reacios a la palabra por mera gratuidad del autor. Semejante
rechazo por darle trabajo a la lengua tiene una exégesis bisémica: el
realizador está certificando su convicción de fe en torno a la maculación
verborreica del sujeto contemporáneo a la belleza y las posibilidades del
léxico; pero a la vez está potencializando como probablemente ningún otro
creador de la actualidad la capacidad de la imagen cinematográfica per se. Al
tiempo que por la vía de un -al día de
hoy- extraño mecanismo de asociación con antiquísimas certezas de distintas
cosmogonías filosóficas y religiosas, se rinde a la majestuosa eficacia
comunicacional del silencio en la transmisión de sentimientos e ideas.
Con Park Chan-wook suele
suceder algo semejante que con Kim en la admiración, polémica o desdén que
suscita. Hacia quien en Old Boy (Premio Especial del Jurado en Cannes 2004 y
vencedora del Festival de Sitges), proponía un cine desenfrenado y a veces
preso de la total desmesura, tamizado por singulares arranques de bizarra
imaginación, no todos desgranan simpatía. Impenetrable para algunos, incluso al
ver dicho filme -integrante de su Trilogía de la Venganza junto a la
anterior Simpathy for Mr. Vengeance y la posterior Simpathy for Lady Vengeance-
un conocido crítico de la prensa norteamericana parafraseó a Samuel Goldwyn al
exclamar: “Inclúyanme fuera”. No pienso igual. Más allá del impacto de las
imágenes (destaca el genial trabajo con los encuadres), el virtuosismo estético
y formal, o la personalidad visual de Old boy apreciada en sentido general, lo
que más me prenda de la labor de Park, aquí como en la Trilogía de la Venganza completa, es su
imperturbable decisión de desvirgar a cada tramo del metraje la imaginación del
receptor. Muy poco se adivina en la trama, y cuando se hace es para darnos de bruces
luego con el surgimiento de una nueva lógica conflictual que pondrá en solfa
antes barruntado. Si acaso algún giro o destello nos recuerda a Miike, Nakata o
hasta el mismo Tarantino, será cosa de mero reflejo.
Park jaranea con los géneros con el mayor
aplomo, renueva la tradición oriental del cine de acción a través de la
potencialización del elemento trágico, solivianta el concepto de estereotipo al
grado de redefinirlo en belleza formal y reencarna en pobres diablos del agobio
contemporáneo a las almas de los personajes trágicos helénicos. Dinamita sus
relatos con cargas de ironía y un humor, que por muy coreano que sea se
comprende. Hace retroceder los ojos de la pantalla cuando alguien se traga un
pulpo vivo o se arrancan lenguas y dentaduras, sin mostrar compasión ni simpatía por sus
personajes -incluido los flagelados antihéroes protagónicos. Pero quizá su
acierto mayor estribe en traducir las neurosis sociológicas de un país que
accedió al desarrollo en pocos años, en las conductas de sus personajes, de
quienes atisba su realidad desde los ribetes deformados de una suerte de cómic
de la sobrevida.
Aunque no con la fama de lo
anteriores u otros, no es tampoco Bong Joon-ho ningún desconocido, pues el
creador de Los perros que ladran nunca muerden obtuvo la Concha de Plata y el Premio
de la Crítica
en San Sebastián 2003 gracias a su aclamada Memorias de un asesino. Más que por
haberse convertido en fenómeno taquillero del cine local, con cerca de quince
millones de entradas vendidas; por arrasar en la entrega de los Premios al Cine
de Corea de Sur durante 2006; o haber sido considerada según Variety como “la
mejor película de monstruos de la historia” -aseveración pantagruélica que no
tiene caso discutir por su absolutismo-, El huésped deviene ingente esfuerzo
del realizador Bong por recuperar el hálito de la serie B del cine de terror y
ciencia ficción de los años 50 y su poderosa carga de alegorías políticas. Si
hace más de medio siglo los lagartos gigantes como Godzilla o las tarántulas
asesinas o todo tipo de bichos extraordinarios generados por radiaciones
nucleares u otras causa análogas representaban un grito de alerta en la
pantalla sobre los peligros de la Guerra
Fría y el posible resultado del encono entre las
superpotencias norteamericana-soviética, el filme está hablando en signos
fílmicos contemporáneos de la intromisión EUA en la península coreana y los
daños al medio ambiente que allí, como en cualquier sitio del planeta, la
política de las administraciones yankis y su sistema corporativo acarrea.
El huésped baraja esto sin
cargar las tintas; sin olvidar por un instante -pese a toda su carga añadida de
valores- su claro propósito de convertirse en un producto de entretenimiento,
el cual fue capaz incluso de competir de igual a igual en la taquilla con los
tanques norteños. Al igual que las precedentes e irregulares Shiri, Ataque en
la estación de gas, Silmido o Taegugki, las cuales en su día se pasaron por la
golilla en la boletería a las Titanic, Matrix o similares. Como lo hizo para 2009
la superproducción Haendaue. De entonces a acá no ha vuelto a ocurrir. Ojalá la
estrella surcoreana no eclipse de a poco.
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