A propósito de la próxima Semana de Cine Iraní en Cuba, prevista del 25 de abril al 1 de Mayo en la sala 23 y 12, de la capital cubana, este blog se interesa por esa pantalla, específicamente en su ejecutoria relacionada con los niños, elemento identificador de varios de sus principales relatos.
A despecho de la famosa
reconvención de Hitchcock sobre la virtual imposibilidad del cine hecho con
niños, tal como en su día puntualmente la ignorasen Chaplin, Truffaut, Klímov,
Erice, Armendáriz, Tornatore, Yimou, Salles, Benigni, Cremata y tantos otros,
el cine iraní de los tres lustros que corrieron de 1985 a 2000, no en masa pero
sí en buen parte de su corpus, se valió de ellos para componer relatos fílmicos
perdurables al paso del tiempo.
Uno repasa estas películas,
años después de todo -o casi, porque continúan haciéndolas; si bien en niveles
bastante menos ostensibles- (1), cuando el aceite emotivo de los apuntes a pie
de filme ya tomó su lugar en la caja del sistema apreciativo, cuando la
moderación que otorga la perspectiva permite canalizar la razón de forma más
orgánica, para en tanto espectador corroborar la a la larga sospechada pero no
por ello menos grata realidad de que entonces -a desemejanza incluso de lo
creído tras algún encuentro cercano de fase indeterminada con la conciencia -
no cayó gratuitamente presa de aquella buena leche acunadora de las olas de una
marea crítica harto proclive a espumarajos ditirámbicos a la pantalla persa.
Por tanto, no me arrepiento ahora de aquellas mis reseñas de los años mozos
sobre Kiarostami y el resto de la tropa; claro, si echo a un lado algún exceso
de candor ocasional.
Es cierto que hubo o pudo
haber de todo en esta comunión espiritual entre buena parte de los críticos del
planeta y la filmografía nacional, en lo básico durante un largo segmento de la
década de los noventas, de manera que cualquier razonamiento posterior no se
libraría de las muletillas al uso para aclarar la cuestión: que si el exotismo
se premiaba en festivales interesados en demostrar por alguna vía a Hollywood
-en tiempos donde política e intelligentzia estaban asegurando que el modelo de
pensamiento vencedor de la
Guerra Fría era superior a cualquier antagonismo ideológico
posible- la existencia de válidas contrarrespuestas alternativas de narración
fílmica a nivel mundial y hasta en las mismísimas cinematografías emergentes;
que si por caso del todo contrario el oro negro de los mecanismos imperiales se
movía entre las sombras para “empinar” en círculos selectos de exhibición del
séptimo arte (esto es Cannes, Venecia, Berlín, San Sebastián y otros festivales
clase A) a nombres y obras de una pantalla que al menos en presunción se oponía
al credo político de un Teherán tan huraño como nada sensible a las tablas de
la ley santificadas por Occidente (2); que si el fenómeno Kiarostami
encandilaba las pupilas más difíciles de prendar, a la caza siempre del enfant
terrible de turno, de preferencia proveniente de oscuros rincones del planeta
(“el cine terminó con él”, sostuvo un venerado maestro, aunque raudo se
desdijo); que si aquello, lo otro, tal o más cual cosa.
Una cosa sí me queda clara
ahora. Por arriba de determinadas concesiones y estrategias for export de
aquella producción; olvidándome de películas lastradas por complementos
redundantes, subrayados innecesarios, morosidad groenlándica, poesía de cajón,
búsquedas a ultranza de un esteticismo impostado e inesperadas ralentizaciones,
que las hubo, sea justo decirlo; o más allá de cualquier indefinida dubitación
supratextual en torno al boom del Nuevo Cine Iraní o Cinema Motefäve -ese que
dio comienzo para 1985 mediante El corredor, de Amir Naderi, y se extendió por
más de quince años para tener como puntos de máxima iridiscencia Palmas de Oro
en Cannes (El sabor de las cerezas, Abbas Kiarostami, 1997) y Leones de Oro en
Venecia (El círculo, Jafar Panahi, 2001) sin soslayar los centenares de premios
de peso o medianos en el contexto artefestivalero mundial: representará obra ineficaz
por lo reductiva e ingrata por la constatación de su incompletitud apartarse de la ejecutoria fílmica de la
nación del Medio Oriente a la hora de pergeñar el mínimo amago de historia del
cine mundial contemporáneo en lo adelante. Imposible hacerlo con una pantalla
paradigmática en el sentido de construir desde la austeridad, a reserva total
de los efectos del discurso hegemónico de la superproducción, el abc de
laboratorio del guión comercial, en fin del avasallamiento del Modelo de
Representación Institucional en boga. No
habría razón para no concordar pues con el criterio de Alberto Elena, en su
libro Los cines periféricos al sostener que
(…) el cine iraní se revela verdaderamente apasionante y merece ser
tenido en cuenta por cuantos se interesen de una forma u otra por las
condiciones de posibilidad de un auténtico cine nacional en la era de Titanic”.
(3)
Compusieron allí melodías
cinematográficas de timbres y tonos inmarcesibles que legaron para la
posteridad historias e imágenes feraces en su fecundidad cinemática, las cuales
bendijeron la pregnancia de las segundas sin que la cualidad cuasi mínima de la
anécdota argumental menguase el rotundo alcance poético, semántico, ideológico
de las primeras. Y, de cierto, tales opus tuvieron en no pocos casos una
fecunda palanca de apoyo para mover sus tramas: personajes infantiles abocados
a peripecias dramáticas signadas en base común por la búsqueda, la añoranza, el
anhelo…
No existe resquicio para
perder en la desmemoria cinematográfica a estos infantes que procuran, casi
siempre, algo: ya sea el hogar de Nemadzaré por Ahmad, el compañerito de
clases, para devolverle el cuaderno escolar que confundieron (¿Dónde está la
casa de mi amigo?, Abbas Kiarostami, 1987); el pececito de colores de Razieh
(El globo blanco, Jafar Panahi, 1995);
la senda de vuelta a su domicilio de Mina (El espejo, Panahi, 1997)o el
afecto negado a Mohammad por el padre
(El color del paraíso, Majid Majidi, 1999)… Héroes imperdibles que a partir de
la, en ese sentido primigenia y antes mencionada El corredor hasta la muy
cercana Buda explotó por vergüenza (Hana Makhmalbaj, 2007), pasando por
disímiles títulos, se recortan sobre un entorno social donde deben
interaccionar (enfrentarlo sería un término más justo) a menudo desde las condiciones
menos favorables.
Fundan los pilares
ideoestéticos de esta parcela de cine con niños (en ningún momento digo
infantil, porque en verdad sería constreñirlo en demasía, habida cuenta de su
mucho más amplio marco de recepción y de su lejanía de las fórmulas melifluas tipo Dakota Fanning de este tipo de
piezas, o de su rechazo al melodrama o el happy end) la sedimentación de la
tradición narrativa literaria, oral del área en su textura parabólica lindante
entre lo lírico y lo mágico, pero en expresión mayor la capacidad para
configurar apuestas dramatúrgicas sustentadas en la apelación a la sencillez
(muy probablemente derivada de ese mismo precedente), los pequeños detalles,
como recurso más caro de explanación de un discurso delimitador frontal de certezas
telúricas, humanas, culturales, políticas…
Son relatos de connotaciones universales pese a su carácter local, de tal
que una de sus principales aportaciones es situar sus enfoques desde
perspectivas ecumenistas que atraviesan -a veces con la sutileza de la
filigrana-, cualquier frontera moral, social, religiosa, ideológica en cuanto a
evidenciar su posicionamiento en contra de la intolerancia, la mentira, el
dolor, la humillación, mal que varios críticos occidentales tendieron a
manifestar su desilusión por el “tímido” o “nulo” mensaje político de dichas
películas. No solo subyace tras sus líneas de diálogo o sus encuadres (esos
primeros planos bien locuaces al rostro de criaturas tan elocuentes ellas como
la cámara que los toma), sino aflora, y más, los determina, la baza de la
honestidad en tanto herramienta de legitimación de una voz crítica sustentada
en la presentación de la verdad, sin ambages, pese a la cuerda
simbólico-fabular en que a veces precisan sostenerse.
El
finado crítico español Ángel Fernández-Santos, desde su eterna lucidez,
consideró que constituyen “filmes
construidos con recursos de documento, mediante una escrupulosa selección de
intérpretes naturales, que en su mayor parte son espejos de sí mismos, lo que
da una fortísima verdad a la imagen”. (4) Otra característica coincidente
la advierte Jonathan Rosembaun, renombrado crítico del Chicago Reader,
autor de un libro sobre Kiarostami, conocedor y estudioso de la pantalla persa:
“Creo que la principal lección que le ha dado el cine iraní al mundo es ética.
Es el cine más ético y también nos enseña cómo hacer filmes a partir de una
simplicidad de medios. No son películas caras, muy pocas de ellas fueron hechas
en estudio, no usan actores profesionales, etc. Y hay algo más, algo que los
críticos no hablan mucho pero que creo muy importante: tenemos muy pocas
oportunidades de saber sobre Irán como país fuera del cine. Esto solo,
convierte al cine iraní en algo muy importante (…) Se puede ver un filme iraní
y aprender más cosas sobre la cultura y la gente que vive en ese país que lo
que se aprendería mirando noticieros, por lo tanto es un medio para acceder a
su gente y a su vida”. (5)
A
fuer de sinceros, tanto la propensión antropológica como el registro factual,
social, histórico de sus fotogramas marcan una seña identitaria tan fuerte o
igual a como lo pudiera ser su estilo formal, su arquitectura narrativa que
fabrica desde esos los mismos postulados -o por lo bajo con varias analogías-
del cine pobre cuya supervivencia igual defienden en lares bien distantes. La
metodología iraní erigida en cuño de fábrica de la casa acude de forma
recurrente a la transparencia en la puesta en escena, a escenarios reales y
abiertos donde la naturaleza eventualmente se enseñorea del cuadro con su gama
de sonidos -por lo general directo en pantalla- y luminiscencias, a imágenes
copiadas justo mediante el plano necesario sin más dado la economía con la cual
se trabaja, limitados parlamentos, guiones preoriginalmente concebidos pero en
la práctica sobrescritos sobre las urgencias anunciadas en el set, apreciable
sentido del ritmo, secuencias que destilan savia emocional e innegable
capacidad de sugerencia (“su imagen
podría dibujarse como la de uno de esos iceberg que apenas asoman un pico de su
everest de hielo) … (6) Poesía fílmica y literaria para nada se escabullen de
textos fílmicos definidos además por la convicción y la coherencia, con
independencia de su sesgo alegórico; obras que sacan trigo del color local sin
postalizar ni perder camino en afanes didácticos una vez prescinden, al revés,
de muchas explicaciones narrativas o de otra índole… Películas que suelen
bordear la línea que cruza entre la ficción narrativa y el texto etnográfico,
están armadas a partir de anécdotas mínimas, premisas argumentales de
apariencia simple pero que la larga portan, concentran, gravitan, fecundan e
implosionan o estallan a ojos del espectador.
Devinieron obras artísticas
en cuyas capas de sentido se reflejaron las expectativas, deseos, añoranzas,
miedos, angustias de esos los niños que representaron los antecedentes de las
generaciones de un futuro que ya pronto llega, activas ahora y en posición de
entregar a su sociedad la cosecha de sus nuevas vivencias, ángulos de
percepción… Fueron aquellos chiquillos -una relectura hoy de este cuerpo
fílmico lo indica en primer caso, a no dudarlo-, instancia de esperanza, motivo
generador de optimismo del mañana en ciernes.
LA TENDENCIA VISTA EN EL CONTEXTO
La explicación del auge
mayor del cine con niños a partir de la premiada El corredor tiene muchos
exégetas de diversa postura. Por ejemplo, Mamad Haghighat, crítico e
historiador iraní, razona que “Desde entonces se convirtieron en los actores
fetiches de este cine. El tema está de actualidad, pues en Irán se registra una
explosión demográfica espectacular. En veinte años, la población casi se ha
duplicado y cerca de la mitad de los iraníes tiene menos de 20 años. Los
realizadores parten del adagio que asegura que la verdad sale de boca de los
niños para abordar la realidad a través de sus ojos”. (7)
No pocas tesis suscriben la
idea de apreciar la tendencia cual mecanismo de escape a una censura que nada
quiere saber de cintas sobre violencia, sexo o política. Incluso, los propios
realizadores la confirman. En reciente entrevista con la revista chilena
Mabuse, Jafar Panahi, discípulo de Kiarostami -de quien sería asistente- y
autor de la excepcional El globo blanco, hombre de siempre obsesionado con la
espontaneidad e inocencia de los pequeños cual ha declarado más de una vez, reflexiona:
“Esta sociedad está compuesta de muchos niños que están en una especie de
enclaustramiento y quiero resaltar eso. También las mujeres están sufriendo y
trato de reflejar la energía que tienen para combatir ese estado de las cosas.
(8)Tenemos real esperanza que serán ellas quienes tomarán la antorcha de la
libertad. (…) Yo empecé haciendo cine con niños, luego con las mujeres y ahora
pienso en ocupar otros segmentos de la sociedad. Pero hace un tiempo estaba de
moda que los niños aparecieran en la mayoría de las películas por una razón
práctica: a los niños los cortan menos, los censuran menos que a los adultos. A
los niños no los toman en serio. Los niños traspasan los parlamentos que dirían
los adultos. Pero son testimonios espontáneos. Yo trato de no exteriorizar mis
pensamientos a través de lo que dicen ellos, sino a través del ambiente por el
que se desplazan". (9)
Kiarostami se vale de la más
nueva generación en la parcela inicial de su trabajo: “Me gusta trabajar con
niños. Me acerqué a ellos por casualidad, y luego aprecié su presencia. Están a
sus anchas frente a la cámara. No piensan ni en la gloria ni en el dinero.
Están disponibles” (10). Antes de ¿Dónde está la casa de mi amigo¿, atendió al
universo infantil en varios documentales. Él, como otros directores, estuvo
adscrito al Departamento Cinematográfico del Instituto para el Desarrollo
Intelectual de Niños y Jóvenes Adultos (Kanun), creado en1965, por iniciativa
de la esposa del shah Reza Pahlevi. Uno de los investigadores de creador/contexto
epocal observa que “(…) tras la
Revolución de 1979, y a pesar del correspondiente cambio de
régimen, continuó funcionando esta institución, síntoma inequívoco del interés propagandístico; por otro, el Kanun
logró mantenerse al margen de la censura, lo que dio cierta libertad a los
directores, aunque sin olvidar las evidentes limitaciones temáticas: la
intención era crear un cine de claro carácter pedagógico, pero sin la necesidad de imponer las directrices del
régimen. Pero sin duda, la importancia del Kanun se encuentra en su
indiscutible contribución al cine iraní: en primer lugar, fue clave en los
primeros pasos del Nuevo Cine iraní el embrión de la actual relevancia e
importancia de esta cinematografía en el cine contemporáneo; en segundo lugar,
Abbas Kiarostami, el mejor director iraní, y por extensión, uno de los mejores
de la historia del cine, empezó su carrera dentro de esta institución; por
último, y en tercer lugar, el Kanun
perfiló el tema fetiche de esta
cinematografía: el cine con niños”. (11)
“De ser un cine de ensueño
inspirado en parte en las series B egipcias o indias, el cine iraní se ha
lanzado por un camino que se halla entre el neorrealismo italiano y la nueva
ola francesa -señalaba el con anterioridad citado Haghighat, a inicios del
actual siglo. Hace tabla rasa de los tabúes y dice lo que no anda bien en Irán.
1990 marcó una nueva etapa. Occidente descubrió con sorpresa, en los
festivales, otra imagen de Irán. Su cine habla de cosas sencillas: la amistad,
la tolerancia, la solidaridad. Y así se inició el periodo de las distinciones y
los honores. Antes Irán explotaba petróleo, alfombras y pistachos. Ahora hay
que añadir películas. Irán exporta su cultura, y eso es bueno, declaró
Kiarostami. En Irán existe hoy una auténtica cantera. Unos veinte cineastas de
talento, como Kiarostami, Makjmalbaj, Jalili, Mehrjui, Beyzai, Forozesh,
Naderi, Panahi..., realizan 15 por ciento de las sesenta películas que produce
anualmente el país y aprovechan las divergencias entre los distintos organismos
estatales para ganarse un espacio de libertad. Con dificultades, las
realizadoras han conquistado también su lugar detrás de la cámara para tratar
de la condición femenina: así, Rajshan Banni-Etemad, Tahminé Milani y otras
diez más se afirman en esta sociedad macho-islamista. Irán ha adoptado esta
imagen contemporánea que es la imagen cinematográfica. Documental o de ficción,
la imagen se ha liberado y forma parte de la vida cotidiana de la población.
Todo iraní siente el hechizo de la imagen”, complementa. (12).
VINDICACIÓN DEL INCLUSIVISMO
En la zona introductoria de
El espejo, la pequeña Mina se angustia porque su madre no ha ido a recogerla al
colegio, e intenta hallar el camino de vuelta a casa. Durante el segundo tiempo
del filme la niña-personaje se desdobla en niña-real y les espeta a los
realizadores de la película que está rodándose y de la cual ella forma parte
que la dejen en paz, y abandona el plató, cansada de filmar. De aquí en más, la
cámara rastreará cada paso de la enojadita actriz, abandonando el artilugio
dramático para trasfundirse en el magma de la narración documental, muy en el
carril de interconexiones realidad-ficción de largometrajes al corte de A
través de los olivos. Reparemos en la lectura, nada prescindible, de su director:
“El Espejo es una película que quiere decir a las nuevas generaciones que
seguían actuando con una máscara puesta que se quitaran la máscara y cambiaran
la sociedad. Ella ha escuchado una y
otra vez no es bueno para las niñas observar a los encantadores de serpientes,
a lo cual ella responde que sólo quería ver qué es aquello que es bueno que
vea. Mina lo hace porque tiene la valentía de hacerlo”. (13)
En El color del paraíso,
Mohammad, un niño ciego -discapacitados también eran Jordish, protagonista de
El silencio (Mohsen Makhmalbaj, 1998) y Madi, uno de los cinco hijos del padre
viudo de El tiempo de los caballos ebrios (Bahman Ghobadi, 2000) dotado de
inusual inteligencia y sensibilidad para
sus años, constata la hermosura, la perfección natural de un mundo acaso
inadvertido en su real dimensión por los que ojean sin ver pese a no tener la
pupila perdida en lo oscuro. Es una criatura que consigue la increíble, dicótoma, binariamente
legitimable virtud de arredrarte el espíritu de momento para luego proveerlo de
una santísima potestad de inmunización contra lo sórdido e injusto. Él espera
en una escuela especial de la capital la llegada del padre, quien lo deja allí
por meses, tras prácticamente renegar de sí por su condición de invidente y la vergüenza, el dolor que ello
le causa a su campesina dignidad maltrecha a causa de los prejuicios y los
díctums “morales” sentados a través de generaciones. Una vez más en el cine
iraní la figura del padre entrevista desde atalayas donde se interponen el temor,
el respeto, la distancia, la incomprensión, motivo recurrente en esta pantalla.
El progenitor viene a erigirse aquí como la figura argumental idónea a efectos
de representar el viejo orden, su cerrero rechazo a cuanto no entra dentro de
los moldes preestablecidos. El muchacho forma parte de las semas que apuntan
hacia la atestiguación de la diferencia, ese Otro cuya vindicación viene
emergiendo en tanto cine de todos lados. La confrontación queda más que
demarcada, potenciada, justo a partir de la fractura que en el terreno de las
ideas le supone a este hombre sinonimia de un status quo exclusivista aceptar
la idea de la existencia del chiquillo, cuya imagen traduce en pantalla el voto
por el inclusivismo que es esta parábola fílmica toda.
Razieh,
la niña personaje central de El globo blanco, hace caso omiso de las
prohibiciones de la madre; con su carácter fuerte, resuelto, cuestionador está
diciendo a las claras que ni entiende ni comparte sus temores, engendrados no
más nacer en un sistema patriarcal que todavía la sigue identificando
únicamente con el rol hogareño, reproductor: de burka adentro todo, sin ningún
asomo de desvelación, exteriorización de cualquier género. Esta niña, tenaz,
arrojada es una sutil representación de la nueva mujer que en algún momento
terminará por, si no imponerse ojalá aceptarse, en la sociedad islámica de esa nación, lo cual
sería un grandísimo paso allí.
En ¿Dónde está la casa de mi
amigo?, la cinta de Kiarostami que abre su famosa Trilogía de Koker (14), un
niño busca afanosamente la casa de su compañero de aula para darle el libro
escolar que se llevó por equivocación, desoye a su madre y va al pueblo del
chiquillo, tránsito de Koker a Pohsteh, sitio donde vuelve a la mañana
siguiente una vez más tras resultar infructuosa la búsqueda de la víspera. La
convicción en conseguir su deseo -a tono con sus principios, no por el hecho
caprichoso de sucumbir ante sí-, la certeza de que sí resulta posible lo que a
los mayores pudiera parecerle soberana locura, tamaña audacia o injustificado
trabajo, trazan el cuadro taxonómico del muchacho: por inteligible extensión
prototipo de un retoño esquivo a respaldar la convención, generoso por
naturaleza hacia la irrupción de nuevas formas de apreciar fenómenos y
esencias. De caminos a casa y equivocaciones también versa la reflexiva,
contestataria, ríspida, impactante La manzana (Samira Makhmalbaj, 1998), mirada
nada tímida al tratamiento de los adultos para con los infantes, a las rígidas
normativas de la organización familiar, como igual son otras piezas de la
década. (15)
Antes de la corriente iraní,
no existió en la historia del séptimo arte una tendencia tan marcada dentro de
ninguna cinematografía en trabajar de forma sistemática con niños en tanto
leit-motiv de los planteos dramáticos de los filmes, como tampoco en visionar
el presente y barruntar el futuro desde los prismas de estas criaturas. Ellos,
los pequeños personajes estelares de semejantes filmes, establecen un puente
comunicacional con el narratario, no solo con el objetivo de trasladarle sus
cuitas o anhelos, sino a fin de dialogar en torno al ser humano, a nuestra
especie, con el propósito de hablarles sobre características vitales que nos
podrían hacer permanecer en tanto raza superviviente de cara al futuro. Y
varias de ellas, explícitamente aupadas en tal cuerpo fílmico, serían las que
con tanto fervor defienden sus imágenes: la ternura, el amor, la comprensión
cual trinidad curativa contra desdenes, dogmas, desclasificaciones o arrebatos
de lesa estulticia. Retrógradas posturas que no deberían seguir viendo ni los
ojos de estos niños, ni los de nadie en parte alguna por nunca jamás.
Notas:
1) Las tortugas también
vuelan, coproducida con Iraq, (Bahman
Ghobadi, 2004); El caballo de dos
piernas (Samira Makhmalbaj, 2007) y Buda explotó por
vergüenza (Hana Mkhmalbaj, 2007), estas últimas las jóvenes hijas del
importante Mohsen Makhmalbaj, director de la escuela de cine de Teherán, son
tres de las películas con niños más recientes de la pantalla iraní.
2) “En ningún festival actual que pretenda ser
calificado de importante y trascendente puede faltar una película iraní”,
escribía el por lo usual sardónico crítico español Carlos Boyero pero también
rendido al influjo persa, el 19 de septiembre de 1998 en El Mundo, Madrid, al
comentar desde San Sebastián la premiere de Don (Abolfazi Jalili, 1998), otra de infantes en la cual de paso elogió al “maravilloso
niño que protagoniza la terrible historia de una familia rota por la adicción a
la heroína del sufriente padre. Soy simplista describiendo su argumento. Es la
historia de montones de niños perdidos que ni siquiera pueden acceder a que les
exploten en un trabajo que les permita comer mal o ayudar a su familia. La
burocracia les niega el obligatorio carné de identidad para legitimar esos
infames curres. Joder, cómo me impresionan los ojos de ese machacado niño, sus
esfuerzos, su llanto, su esperanza, su tenacidad, su amor a la desgraciada
familia que le engendró. El ritmo es más fluido de lo habitual, entiendo lo que
me están contando, pero sobre todo están los ojos de ese niño. “Protege a los
niños, Señor” suplicaba mirando al cielo la anciana Lillian Gish, la vieja de
los gansos, en aquella espantosa pesadilla real, alucinante cuento de terror,
poema sobre las flores del bien y del mal, titulada La noche del cazador. Que
Dios o el Diablo, la suerte o la buena estrella, nos protejan del horror a
todos aquellos que nos lo merecemos”.
3)
Elena, Alberto:
Los nuevos cines iraníes, en Los cines periféricos. África, Oriente Medio,
India. Barcelona, Ed. Paidós, Barcelona, 1999, p 59.
4)
Fernández-Santos,
Ángel: Poema de un éxodo, El País, Edición Impresa, Madrid, España, 5 de enero
de 2001.
5)
Rosenbaum,
Jonathan, en Entrevista a Jonathan Rosembaun, por Lorena Cancela,
Otrocampo.com, revista de crítica e investigación cinematográficas (fue
retirada hace par de años de la red), Buenos Aires, Argentina, 2001.
6)
E. Rodríguez
Marchante: Buda explotó por vergüenza, HoyCinema.com (suplemento de cine del
diario ABC), Madrid, España, 29 de febrero de 2008.
7)
Haghighat, Mamad, autor de
Historia del cine iraní, en colaboración con Frédéric Sabouraud, para la
editorial del Centro Georges Pompidou, París, en Irán exporta cine, Correo de la UNESCO, versión digital,
3-4, 2000.
8)
En mi libro
Haikus de mi emoción fílmica (Editorial Mecenas, 2009, p 52) dedico un apartado
a El círculo, la obra mayor de Panahi sobre el tema de la mujer, anterior al
fiasco de Fuera de juego: “Constituye un impresionante documento sobre la
ferocidad de las convenciones de la tradición musulmana hecho a partir de una
historia pequeña y real que se mueve entre lo documental y lo fictivo, cual ya
resulta común en la Nueva Ola Iraní, desde Kiarostami a Makhmalbaj, desde
Ghobadi hasta Majidi. Justamente del estilo de su maestro Kiarostami se
impregna aquí el más que avezado pupilo Panahi, sobre todo en la dosificación
informativa, en la solemnidad dramática, en la composición de personajes (…),
en el concepto sobrio y reposado de la puesta en pantalla, en la transparencia
y la sencillez argumental. Pero no es
obligadamente El círculo una lectura exclusiva de los patrones de
comportamiento social de un país determinado; se trata de una obra mayor que
habla en sentido general de las miserias que aun lleva de fardo inquitable la
especie a cuestas de su lomo, de las contradicciones, el abuso y la
incomprensión humanas. Fue, en cierto modo, una película premonitoria para
Panahi, quien comprendió, en carne propia, que en todas partes cuecen habas
cuando, poco después de granjearse honores en el planeta mediante este filme,
fuera detenido y humillado, por su condición de árabe, en el aeropuerto de
Nueva York. Panahi difundió entonces, en abril de 2001, una carta a toda la
comunidad cinematográfica mundial donde afirmaba: “Los policías me pusieron
cadenas en mis pies y me engancharon a otros encadenados, todos a la vez, a un
banco muy sucio. Por diez horas, sin preguntas ni respuestas, fui forzado a
sentarme en ese banco a presión junto a los otros. No me podía mover, estaba
sufriendo de una vieja enfermedad que sin embargo nadie observó. No había
dormido por dieciséis horas y tuve que pasar quince más en camino de viaje a
Hong Kong. Era una tortura, más entre todos esos ojos mirones. En el avión
intenté dormir, pero fue imposible. Sólo podía ver las imágenes de esos hombres
y mujeres sin dormir que aún estaban encadenados”. Al parecer no solo a las
mujeres islámicas les resulta difícil escapar del círculo vicioso de la
intolerancia”.
9)
Panahi, Jafar: Lucho por mostrar la realidad lo mejor posible,
entrevista de Lucía Carvajal, Mabuse, revista digital de cine, Santiago de
Chile, noviembre de 2006.
10) Kiarostami, Abbas:
Entrevista (sin nombre de autor), Correo de la UNESCO, 7-8, 1995, Edición
Impresa, p 38.
11) Pomares, Gaspar, El cine
iraní, blog del investigador.
12) Haghighat, Mamad: Op.cit.
13) Panahi, Jafar: en el
documental Mirada de Cine, Irán: Érase
una vez el cine, Canal +, 2000.
14) En Y la vida
continúa (1991), segundo peldaño de la trilogía de clara vocación
metacinematográfica, un personaje que representa a Kiarostami en tanto director
del anterior filme, viaja con su hijo a Koker a indagar por la suerte del
chiquillo, tras sufrir la zona los efectos de un terremoto. En A través de los
olivos (1994) se plasma en pantalla la relación amorosa entre par de actores
durante la filmación de Y la vida continúa.
15) El acto de
escapar a baldíos esfuerzos catonianos germinó piezas de trascendencia en la
historia del cine doquiera, no solo en este país. Ni La manzana ni otras tantas
películas iraníes, de niños o no, tampoco andan en desavenencia con los
precedentes de “un cine cuya tradición indica su carácter contestatario,
denunciatorio, cuando menos testimoniante del carácter anómalo de ciertas
directivas políticas, desde la protohistoria de la ficción, mediante Hadji
Agha, actor de cine (Ovanes Ohanian, 1932), la cual (…) denuncia de forma
paródica e inconscientemente premonitoria la hostilidad que encontraría el cine
en el país”, al decir del texto de Javier Martín y Nader Takmil Homayoun
Paradojas del cine iraní, publicado en Le Monde Diplomatique, no. 95,
septiembre 2003, reproducido en Miradas, revista electrónica de la Escuela de Cine y
Televisión de San Antonio de los Baños.
De verdad??
ResponderEliminarComo se decia antes: "el papel lo aguanta todo"
ResponderEliminar