Quizá quince años atrás una película como Abraham Lincoln, cazador de
vampiros (en exhibición en la nueva sala 3D Patria, del Cerro) hubiese sonado hiper
extravagante y hasta herética, pero ya en un Hollywood donde antes dieron
pabilo a esos colosales mejunjes fílmicos que operaron de manera increíble con
la fórmula del aceite y el agua como fueron Wild Wild West y Cowboys contra
Aliens, en verdad ya ni epata ni mucho menos intranquiliza.
En todo caso, se visiona esta nueva rebatiña de incongruencias con la
mirada sardónica de quien atestigua cómo bajo el sombrero de la postmodernidad
cinematográfica salen conejos con el genoma modificado, cuya carne apócrifa
nada le aporta a la magia del séptimo arte.
El director del filme es el kazajo
nacionalizado ruso Timur Bekmambetov,
quien tras probar que en Moscú una película nacional podía funcionar mejor en
taquilla que un tanque estadounidense mediante la también vampírica Guardianes
de la noche, raudo sería reclutado para dirigir en Norteamérica. Se estrenó
allí con un largometraje de acción titulado Se busca, el que no por ser un
vehículo para el lucimiento de Angelina Jolie dejaría de representar vitaminado
exponente del género más movido, en virtud de su tratamiento de la violencia,
visualidad y movilidad narrativa.
Y mucho, en realidad
demasiado movimiento trae también Timur a la superproducción sobre Lincoln
cazando vampiros del Sur esclavista en plena Guerra de Secesión. Así, la
ucronía de parvulario del kazajo apuesta toda su suerte al paroxismo de la
coreografía, el funambulismo circense o la tremolina vertiginosa de mamporrazos
y millones de hectolitros de sangre artificial dentro de un montaje vertiginoso
configurado para que la película fluya y se diluya a la manera de esa gran
megapelea con un ring abierto carente de esquinas y el gong en la cual se
convierte por voluntad confesa de sus ejecutores.
En esta loa a la
incontinencia hemoglobínica, valga aclararlo, poco hay que no sea la
apropiación condensada de todo cuanto dio resultado en taquilla en los últimos
años. Por chupar, le chupa a Van Helsing, a las películas de Michael Bay, al
Kill Bill de Tarantino, a la estilización de John Woo, a 300, pero de una forma
tan descaradamente libérrima que más que plagio de cuanto solo puede hablarse
con más legitimidad aquí es el del Síndrome del Tutti Fruti Cinematográfico.
En el orden de lecturas
ideológico, el filme basado en la novela de Seth Grahame-Smith -quien además
firma el guion-, está repleto de bastardas apologías políticas, que van del
coqueteo a la pleitesía abierta hacia la era Obama y sus nuevas tablas de la
ley. Según el cierre de la pieza, el nuevo emperador encarna el bien; mientras
que su predecesor, Bush, lo opuesto. Trasnochada reflexión desbaratada por las
estadísticas en un universo político tan surrealista como el de la película,
donde buenos buenos no hay desde Lincoln, justamente. O ni quizá…
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