miércoles, 7 de mayo de 2014

De amores y libertadores


“Vivo lo amé y muerto lo venero”, le dice Manuelita Saénz a ese impostado  Hermann Melville en su destierro peruano, a la vera de la muerte. Habla de su tema-hombre-razón: Bolívar. De entre aquel 1822 en que lo conoció al entrar, victorioso, a Quito,  y ahora, han pasado 34 años. De los ocho que estuvo al lado suyo (hasta la muerte del héroe en 1830) de amante, amiga, protectora, de “libertadora del Libertador”, se encarga el filme que lleva el nombre de esta mujer en una de sus grandes alternancias de planos temporales. Ello, dígase ya, más desde la pendiente creativa de un poema dramático inspirado a la forja de las letras románticas y transmutado en cine, que desde las topicales parámetros histórico-dramatúrgicos de la biopic o drama biográfico.

El realizador Diego Rísquez y el guionista Leonardo Padrón trabajaron el personaje de esta mujer, una de las más humanamente ricas de la historia latinoamericana e ínsita legataria de precursores ideales de emancipación, en dos etapas: la de su ancianidad en el puerto Pacífico de Paita, punto de partida y desenlace de esta historia concéntrica que en su desenlace se muerde la cola como todo buen relato circular, y la de su relación con Bolívar durante la juventud en las principales ciudades del septentrión andino. La cinta juega con los tiempos con equilibrio y solvencia dramática, asegurando la presencia del segmento evocativo, principalmente, bajo la premisa de un recurso narrativo no muy apelado en cine; sí en cambio en periodismo, moldes elegíacos y otras expresiones: el hablante, en este caso el narrador -si es que tal pudiera denominársele-, le dirige su mensaje a un receptor ya fallecido.
Es así que Manuelita, en su delirio ocre de Paita, halla vías de consuelo al desasosiego y la tristeza que desnutren cada segundo de su paz, a través de este diálogo permanente con su amado. Configurando de paso en la pantalla todas las señas de un acto insondable de comunión, en las pistas de un relato fílmico que con toda licitud halla su sígnica comunicante con bazas prestadas del mejor epistolario amoroso.
Manuela Sáenz establece una buena empatía en la refracción del espíritu del filme en su propuesta expresiva. A lo largo de la etapa de Manuelita en Paita, Rísquez y su fotógrafo Cesare Jawarsky, Rísquez y sus sonidistas Stefano Gramitto  y Josué Saavedra, o bien desdeñan justificadamente el color, o bien apelan con tino a la soledad displicente del sonido-ambiente para graficar los mustios momentos que vive la excoronela del Ejército del Libertador. Luego, en la otra zona del filme, la paleta se distiende con la febrilidad que embarga a los protagonistas.  La juventud, la apoteosis del deseo, los arrestos de la edad  encuentran su correspondencia en la sucesión de aires marchosos y arrebatos clásicos.
Sin dejarse llevar por una insistencia innecesaria, Rísquez no solo hace aflorar las corrientes que sacudieron las humanidades de Bolívar y su amante, sobre todo la de ella, sino también parte de las miserias humanas, disensiones internas, incomprensiones, pruritos y recelos que soportó hasta la muerte ese gran hombre. El gran amor de la visionaria Manuelita, que con dolor vio cómo moría sin haber  cumplido sus ideales de la Gran Colombia y la unidad latinoamericana. Aunque, asegura el filme, y  la historia con él, que los sueños se heredan. La película es una producción políticamente honesta que, entre otras cosas, remarca la esencia matriarcal del continente (en el sentido ontológico y sentimental) y homenajea a una de sus figuras femeninas señeras, adelantada de su época.  Artísticamente alcanza resultados parciales, pues su realizador todavía está a años -luz de lo que debe ser una correcta conducción actoral, de la articulación y concreción de los clímaxs, del desarrollo coherente de las escenas, del encuentro con una estética más profundamente cinematográfica y menos deudora sin razón de otros referentes artísticos (hay situaciones resueltas  bajo la observancia abierta  de preceptos de la composición teatral, como la discusión de Manuelita, interpretada intermitentemente por la cubana Beatriz Valdés, y su esposo, este comerciante inglés macabremente encarnado). Fáltale al director de Bolívar, sinfonía tropical, un poco de desempaque al contar, despeñar el erotismo por torrentes más intelectivos y... también dinero. Su carencia se advierte a kilómetros, y mucho me temo que el cercenamiento de todo amago épico tenga que ver más con esto que con alguna intención elíptica. Hoy día, por desgracia, el dinero en cine ya casi ha dejado de ser un elemento extraartístico. Y no otra resulta la pena compartida que arrostra la pantalla de la región.

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