“Vivo lo amé y muerto lo venero”, le dice Manuelita
Saénz a ese impostado Hermann Melville
en su destierro peruano, a la vera de la muerte. Habla de su tema-hombre-razón:
Bolívar. De entre aquel 1822 en que lo conoció al entrar, victorioso, a
Quito, y ahora, han pasado 34 años. De
los ocho que estuvo al lado suyo (hasta la muerte del héroe en 1830) de amante,
amiga, protectora, de “libertadora del Libertador”, se encarga el filme que
lleva el nombre de esta mujer en una de sus grandes alternancias de planos
temporales. Ello, dígase ya, más desde la pendiente creativa de un poema
dramático inspirado a la forja de las letras románticas y transmutado en cine,
que desde las topicales parámetros histórico-dramatúrgicos de la biopic o drama
biográfico.
El realizador Diego Rísquez y el guionista Leonardo
Padrón trabajaron el personaje de esta mujer, una de las más humanamente ricas
de la historia latinoamericana e ínsita legataria de precursores ideales de
emancipación, en dos etapas: la de su ancianidad en el puerto Pacífico de
Paita, punto de partida y desenlace de esta historia concéntrica que en su
desenlace se muerde la cola como todo buen relato circular, y la de su relación
con Bolívar durante la juventud en las principales ciudades del septentrión
andino. La cinta juega con los tiempos con equilibrio y solvencia dramática,
asegurando la presencia del segmento evocativo, principalmente, bajo la premisa
de un recurso narrativo no muy apelado en cine; sí en cambio en periodismo,
moldes elegíacos y otras expresiones: el hablante, en este caso el narrador -si
es que tal pudiera denominársele-, le dirige su mensaje a un receptor ya
fallecido.
Es así que Manuelita, en su delirio ocre de Paita,
halla vías de consuelo al desasosiego y la tristeza que desnutren cada segundo
de su paz, a través de este diálogo permanente con su amado. Configurando de
paso en la pantalla todas las señas de un acto insondable de comunión, en las
pistas de un relato fílmico que con toda licitud halla su sígnica comunicante
con bazas prestadas del mejor epistolario amoroso.
Manuela Sáenz establece una buena empatía en la
refracción del espíritu del filme en su propuesta expresiva. A lo largo de la
etapa de Manuelita en Paita, Rísquez y su fotógrafo Cesare Jawarsky, Rísquez y
sus sonidistas Stefano Gramitto y Josué
Saavedra, o bien desdeñan justificadamente el color, o bien apelan con tino a
la soledad displicente del sonido-ambiente para graficar los mustios momentos
que vive la excoronela del Ejército del Libertador. Luego, en la otra zona del
filme, la paleta se distiende con la febrilidad que embarga a los
protagonistas. La juventud, la apoteosis
del deseo, los arrestos de la edad encuentran
su correspondencia en la sucesión de aires marchosos y arrebatos clásicos.
Sin dejarse llevar por una insistencia innecesaria,
Rísquez no solo hace aflorar las corrientes que sacudieron las humanidades de
Bolívar y su amante, sobre todo la de ella, sino también parte de las miserias
humanas, disensiones internas, incomprensiones, pruritos y recelos que soportó
hasta la muerte ese gran hombre. El gran amor de la visionaria Manuelita, que
con dolor vio cómo moría sin haber
cumplido sus ideales de la Gran Colombia y la unidad latinoamericana.
Aunque, asegura el filme, y la historia
con él, que los sueños se heredan. La película es una producción políticamente
honesta que, entre otras cosas, remarca la esencia matriarcal del continente
(en el sentido ontológico y sentimental) y homenajea a una de sus figuras
femeninas señeras, adelantada de su época.
Artísticamente alcanza resultados parciales, pues su realizador todavía
está a años -luz de lo que debe ser una correcta conducción actoral, de la
articulación y concreción de los clímaxs, del desarrollo coherente de las
escenas, del encuentro con una estética más profundamente cinematográfica y
menos deudora sin razón de otros referentes artísticos (hay situaciones
resueltas bajo la observancia
abierta de preceptos de la composición
teatral, como la discusión de Manuelita, interpretada intermitentemente por la
cubana Beatriz Valdés, y su esposo, este comerciante inglés macabremente
encarnado). Fáltale al director de Bolívar, sinfonía tropical, un poco de
desempaque al contar, despeñar el erotismo por torrentes más intelectivos y...
también dinero. Su carencia se advierte a kilómetros, y mucho me temo que el
cercenamiento de todo amago épico tenga que ver más con esto que con alguna
intención elíptica. Hoy día, por desgracia, el dinero en cine ya casi ha dejado
de ser un elemento extraartístico. Y no otra resulta la pena compartida que
arrostra la pantalla de la región.
No hay comentarios:
Publicar un comentario