Once upon a time bogaba mejor un género fílmico mediante el cual el firmante, como buena parte de todos quienes mostrarán interés por este artículo, comenzamos a acercarnos, y luego amar, al Cine: el de Aventuras. Cualquier similitud a lo ocurrido al trabar contacto con la Literatura…. No importa su condición de “menor”, olvidémonos de su invisibilidad para las antologías, de las ojerizas de tan encumbrados como -en sus gustos- monolíticos críticos. Entre arcos, flechas, capas, espadas, arcabuces, abordajes y cacerías aclararon al alba de nuestra memoria estético/sentimental historias pregnantes de emoción y carnadura humana, cuyo sentido inmanente de la acción no las eximían de plantear su estructura sobre una base lógica de coherencia narrativa o de incorporar a sus escenas y justificados encuadres más de dos planos largos que permitieran apreciar algo detrás de la nariz apolínea del héroe. Filmes poseedores de magma dramático, en los cuales en ciertos casos se suplía a través de chispa los altos al billete del productor. Donde todavía una batalla era una batalla, no billones de píxeles, y resultaba apreciable la labor física real del actor o el doble, pues predominaba el componente humano.
No representa semejante preámbulo la visión amnésica de quien no repara en las negativas connotaciones ideológicas tarzanescas de cierto segmento de dicha pantalla, ni un raptus de nostalgia desacompasado de la dialéctica de cualquier arte, género en este caso. Es cierto que durante lo corrido del cartón piedra al chip cayeron en desuso estilos o moldes artesanales (algún cine de aventuras del Hollywood de vieja escuela envejeció sin remedio); cambiaron -consustancial le es ello a la creación- corrientes expresivas, formas y fusiones del lenguaje cinematográfico, influencias intelectivas en el universo referencial de los realizadores emergentes, vectores de atracción del narratario, tecnologías. Pero, por arriba de todo ello, la magnitud fundamental de cuanto se modificó en la manera de asumir en el celuloide lo aventuresco u otras vertientes temáticas parientes (fantasía heroica, épica, mitológica, peplum, cavernícola…) guarda relación directa con conceptos ajenos al desarrollo del arte, descifrables más fácilmente en los diccionarios de las finanzas.
Como sabemos, atravesamos una era de precuelas, secuelas y postsecuelas mantenedoras en permanente Síndrome de Estocolmo al receptor mundial, gustoso cautivo condicionado por la obnubilante promoción/distribución de este tipo de productos. Dependientes tales piezas, en última instancia, de la fanfarria atonal, la fabricación en serie catalista y la grandilocuencia mastodóntica, cuyas premisas responden al imperio dentro de la industria del high concept, el cálculo frío, la superproducción hipertrofiada, la puesta en formol eterno de cualquier resorte de rentabilidad. La política pop corn de los estudios en Hollywood se decantó del todo a favor del armatoste hiperdigitalizado con empleo sobresaturador del efecto surgido de dicho soporte. Asidas tales producciones genéricas, extraídas del óvulo del CGI, a ukases inamovibles y a una lógica dramática de escalofriante simpleza que cada vez se acerca menos al planteo dramático del guión para el séptimo arte y canibaliza más los esquemas o las estrategias del videojuego, en el sentido del encadenamiento constante de la acción hacia niveles superiores: centro de gravedad donde cuanto único importa es justo eso, no el continuo narrativo. Esto, en claro desmedro tanto de los estilemas y mecanismos internos naturales al género, como del ritmo secuencial, el discurrir de la diégesis, el sentido de las gradaciones en la peripecia del héroe; o sea, su universo de representación, su alfabeto de discurso. Carcasa y almendra. La intención real de contar una historia, en fin. Esas son las que no abundan hoy día, ni material de base original, ni la tradicional traslación cinematográfica de (nuevas) obras literarias.
Así,
ven la luz ornitorrincos hijos del actual delirio de lo difuso, la aparatosidad
caótica y el exhibicionismo -combinados con el reexprimido de lo exprimido, la
anemia discursiva, la disipación de la energía del relato y la ausencia en el
desarrollo de personajes: robóticos y desprovistos de mínima aura de
vulnerabilidad- a la manera de la aventura fantástica de raíz mito-helénica
Furia de titanes (Louis Leterrier, 2010) remake llevado a 3D de la cinta
estrenada en 1981. En su análisis para la revista Miradas de Cine, Abril de
2010, del reboot centrado en la actual corriente “nostálgica” proochentera hollywoodina,
el crítico español Óscar Brox fundamentó que “La adaptación del cine de
aventuras a nuestro presente ha sintetizado el aspecto viril, el esfuerzo de
los héroes por sobrevivir a empresas imposibles, dentro de un (…) mosaico de
representaciones visuales proporcionadas por la potente industria digital. Los
músculos en tensión ya no son el signo de poder de la masculinidad ni indican
el rol desempeñado por los personajes en el seno de la ficción. La simulación
de esa fuerza a partir de efectos generados por ordenador transmuta al héroe
actual en una figura más preocupada por discutir la realidad de sus
percepciones antes que la importancia de sus actos”.
Así,
igual, la industria hegemónica partea criaturillas con las malformaciones de la
aventura basada en el videojuego homónimo El príncipe de Persia (Mike Newell,
2010). El omnipotente productor Jerry Bruckheimer, goloso ante los pingües
dividendos aportados por la franquicia Piratas del Caribe de la cual lo que
mejor recuerdo es a su irónico, cínico y lúdrico pirata Jack Sparrow, de Johnny
Deep -2 700 millones de ganancias, ahí ahí con los 3 000 de la trilogía El
señor de los anillos-, retorna a uno de los diversos afluentes del género
madre, de nuevo al servicio del sello Disney. Del max mix tontitecnologizado de
El ladrón de Bagdad con Aladino y El rey Escorpión en clave info de destino
Comic-Con, variante relajante endorfínica ligera, de inicio no cabía esperarse
mucho. Y en efecto los resultados en pantalla de la arabian fantasy espantaron
a varios críticos que consideraron que “eso tan intangible como es el espíritu
de la aventura se diluye bajo toneladas de oropel digital y un encadenado de
situaciones que traducen a pompa blockbuster
la delgada lógica narrativa de un videojuego de primera generación”. (Jordi
Costa, El País, Mayo de 2010).
Y
si el británico Mike Newell es un señor muy irregular, cual sin falta de razón
señalara Manohla Dargiss en The New York Times al repasar su foja, del
coterráneo don Ridley Scott se aguardaba una versión -enésima, aunque- más
rotunda, de Robin Hood. No obstante, de buscarse un término idóneo para
calificar el filme de 2010, con premier
en Cannes y su fetiche gladiadoresco Russell Crowe al frente de la caballeriza,
no habría otro mejor que el de insulsamente distásica obra resultante del cruce
entre la Academia
en su acepción más ortodoxa y el “en realidad como aquí no hay nada para
contar, pues a correr metraje en dominios de la laxitud”. Según similares
proporciones a su anterior El reino de los cielos (2005), lo cual ya es mucho
decir. Del mismo modo que a tantos, le pareció al crítico Sergi Sánchez en La Razón, Mayo de 2010, “menos
profunda de lo que pretende, una precuela que quiere presentarse ante el
espectador como la última palabra (…) sobre un mito del imaginario que empezó
llevando los leotardos de Errol Flynn y acabó disparando flechas subjetivas con
el careto de Kevin Costner. A la autoconsciente importancia de la empresa se le
añade una severidad en el tono y timbre narrativo que a veces está a punto de caer
en el ridículo, sobre todo porque el Robin de Crowe es, por muy realista que
quiera ponerse Scott, un superhéroe que tira con arco a distancia olímpica (…).
La aventura risueña del Robin Hood clásico se ha convertido en una película
bélica que anhela la dureza neolítica de Corazón valiente (Mel Gibson) y se
queda a medio camino”.
Y a
Gibson llegamos. ¡Cuidado!. A la manera de los spoilers adelanto que en lo que
viene ahora no muchos asentirán, sobre todo al recordar el rechazo expresado en
algunos medios cubanos, e internacionales, ante su Apocalypto (2006). De
acuerdo en que el white buddy de Arma Letal es un tipo fundamentalista,
conservador, misógino, dipsómano; todo un demonio, qué decir. Hemos visto el
área casposa de su filmografía en calidad de actor o director, conocemos su
historia y su tendencia a llevar a rango del martirio absoluto la
trinidad/obsesión del sufrimiento-flagelación-redención, tras ver a Jim
Caviezel despellejado hacia el calvario en La pasión de Cristo. Empero, a
través de su tan violenta en imágenes o discutible en lo histórico como
espléndidamente relatada epopeya maya, el hombre se descolgó con el exponente
del género de fuste mayor filmado durante el último lustro. Director cuyo firme
pulso y notable sentido del ritmo, de la planificación, de los movimientos de
grandes masas de extras y del curso de una narración asomaran en Corazón…, ya
en su cuarto trabajo directivo, Apocalyto, mostraría capacidad total para el
manejo del cliffhanger o la fluencia establecida entre la inserción y
resolución en pantalla de las situaciones de peligro. Para suministrar y
administrar tensión e incertidumbre a secuencias y zonas de relato antológicas
(la persecución de Garra de Jaguar, el personaje protagónico, alcanza la
intensidad, el frenesí -fidenignos, creíbles, respirables, gozables- que
perdiera el género), desde una puesta en escena ágil y vigorosa con un toque
enfermizo aldrichiano y una concepción visual exquisita (contentiva de
singulares planos-secuencias del fotógrafo Dean Semler, con panorámicas pero
sin la proclividad clónica filoaérea post-El señor de los anillos), nervio fijo
y voluntad estética en cada fotograma. Amén de un muy digno de alabanza
concepto de recreación ambiental de este universo histórico-geográfico
precolombino. Le perdono sin vacilar la tendencia sádica a Gibson, ante la
imantación hipnótica de su trama. Apocalypto -gore, exageraciones históricas e
indignación maya aparte-, rescata el espíritu heroico, la línea de sangre, el
donaire del mejor cine de aventuras y reinvindica al género.
También
viajamos hacia siglos pretéritos en esa peculiar suerte de drama histórico
onto-romántico de innegable trasfondo aventuresco intitulado El Nuevo Mundo
(Terrence Malick, 2005). Luego que La delgada línea roja, el lírico alegato
antibelicista del creador, saliera como manzana de un calabazar en el cine
norteamericano finisecular, la crítica le hacía carantoñas al próximo y
aguardadísimo estreno del mítico realizador. Se habló muchísimo de su
recreación fílmica en acción real de la historia de la india Pocahontas y su
romance con el colonizador inglés John Smith después de uno de los arribos
británicos a las costas de Virginia, más de cuatrocientos años atrás. Sin
ambargo, decepcionó por su frialdad y una mirada harto contemplativa que
propendió de forma irremisible a socavar una narración cuyo signo onírico y su
tempo moroso cabalgaron a contramarcha de su su rara majestuosidad visual. El
problema fundamental del filme estriba en su acercamiento a la historia
colonizadora del norcontinente, y la citada leyenda romántica, desde un punto
de visto extremadamente sensorial, que dificulta la expresión externa del
componente volitivo de los personajes. Por momentos pareciera estar
observándose un cuadro paisajístico donde se le confiere por lógica mayores
grados de preeminencia a los elementos del complejo natural que a resaltar
humanidades y conflictos. Tan consecuente como siempre con los preceptos
formales que marcaran su filmografía, el director se arroba en prolongadas
secuencias, dilatados hermosos planos y recurrentes tomas del bosque, las
aguas, el follaje, la fauna; en divagaciones reflexivas sobre lo que fue un
universo que ya los pobladores de hoy no veremos jamás… Pero, a diferencia de
películas suyas como Malas tierras o Días de cielo, Malick no tiene ahora un
sustrato dramático con que compensar el preciosismo de las imágenes de Enmanuel
Lubezki ni el ritmo particularmente cansino de la cinta. El pretendido poema
visual y alegórico de Malick sobre el enfrentamiento entre dos culturas, cuyo
guión cocinara a lo largo de cuarenta años, creámoslo o no, quédase en un
lánguido y desvaído intento por establecer una aproximación al encuentro entre
los indígenas americanos y los invasores europeos (y a la mutua fascinación de
la princesa indígena y el capitán inglés, la cual forma parte del
anecdotario/folclor de la nación y fuese llevada por Disney a animados en
meliflua versión). Signado, sí, por su anticonvencionalismo, pero sin mayores
consecuencias. El Nuevo Mundo se traga en su garganta suntuosa a como haya de
serlo a un contenido sin posibilidades de hallar su sol ante la sombra de la
exuberante vegetación de esta puesta en escena.
Apuntaría
con mi respaldo el crítico argentino Diego
Batlle en La Nación,
Marzo de 2008, que “la dificultad básica
de 10 000 (Roland Emmerich,
2008) no es su absurdo planteo (pre)histórico (está lleno de errores y
desatinos, de "licencias" y simplificaciones), sino su incapacidad
para atrapar al espectador en sus algo menos de dos horas: la mezcla de géneros
(con eje en la épica de aventuras y el melodrama romántico) nunca funciona; las
pocas escenas con algo de espectacularidad (la caza de un mamut o la rebelión
de unos esclavos) se ubican al comienzo y al final de la película, mientras que
en el largo trayecto intermedio hay que padecer múltiples subtramas tan
mediocres como obvias; los personajes centrales son arquetipos muy poco
interesantes y la labor de los actores encargados de interpretarlos resulta
todavía peor”.
Nunca
fui digamos que muy amante de Indy y su látigo colonial. Lesa herejía,
contemplé la diz que saga por antonomasia de la aventura contemporánea por la
tangente, sin especial devoción. Si bien, a diferencia de las posturas
exegéticas de algunos colegas, no me pareció descartable la cuarta entrega de
la tetralogía: la metatextual Indiana
Jones y el reino de la calavera
de cristal (Steven Spielberg, 2008), en el sentido de su disposición a
respetar-preservar las esencias del género, aclaro. Por eso, he de coincidir
con el crítico Santiago García, cuando en la revista Leer Cine, Argentina,
2008 destaca “la
perfección narrativa que el film posee. Cada toma, cada escena, cada encuadre
están realizados con un afán narrativo clásico tan puro, efectivo y exacto, que
le quitan a uno la paciencia cuando debe enfrentarse a la mediocridad narrativa
de la mayoría de los films industriales actuales (…) Hoy, cuando contar una
buena historia no alcanza para obtener premios ni éxito, Indiana Jones y el reino de la calavera de
cristal se vuelve más anacrónica que nunca. (…) hay que decir que no es
necesario conocer ni interpretar las mil citas que la película posee, basta
para disfrutarla con entregarse al placer de seguir los hilos de una historia
bien contada, y recordar que lo que en verdad habita en cada buen film de
aventuras es una metáfora de lo que todos vivimos a diario, aunque a primera
vista no lo parezca. ¿Cuántas veces nos hundimos en la ferocidad de unas arenas
movedizas? ¿Cuántas veces nos sentimos al borde de un precipicio o creemos
estar en una cueva sin salida y finalmente la encontramos y salimos para volver
a enfrentar nuevos desafíos? (…)”
Ricardo Aldarondo, autor del libro Películas claves
del cine de aventuras, prologado por Fernando Savater, reflexiona que el género “cae ahora en el peligro de la
sobreabundancia de elementos. Algunas películas mezclan cosas de los
videojuegos -van pasando de un escenario a otro- con el lenguaje del bombardeo
visual continuo, que casi es contraproducente porque no te deja disfrutar de la
aventura en su totalidad. Por eso, algunas cintas pueden tener mejores efectos
especiales pero no logran suscitar la emoción de las obras que consideramos
clásicas. De todos modos, hoy siguen rodándose estupendas películas que
reavivan el interés del público por el cine de aventuras”. Bien visto el mapamundi, en verdad tales
piezas “estupendas” resultan contadas. No obstante, el germen de este género
permanecerá latente, las esperanzas de su supervivencia postrera continúan
vivas. Fagocitando códigos, mutando, cada día con tendencia mayor al maridaje
con el fantástico, la consola y la acción dura, pero en pie al fin. Siempre
tendremos a nuestro Robin, a pesar de Ridley.
(Este artículo fue publicado originalmente en El Caimán Barbudo).
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