Nacido del matrimonio natural entre dos instancias en fase de
consolidación (una de orden social: el ascenso del crimen organizado dentro de
los Estados Unidos como consecuencia de los negocios con el alcohol
entronizados tras el Acta Volstead e inherentes efectos de la Ley Seca; otra de
carácter artístico: el avance del Cine en sus distintas etapas, del silente al
sonoro) surge una expresión hija inevitable de tal alianza como lo fue el
género gansgteril, que puso sonido e imagen nítidos al fenómeno de la mafia.
Representaba aquel caldo de cultivo de matones, clanes nacientes,
extorsiones, contrabando de licor y amasamiento de fortunas terreno sumamente
fértil para no ser aprovechado. De manera que, a partir de la fundacional La
ley del hampa (Joseph Von Sternberg, 1927), saldrían en flecha decenas de
películas: más de 200 antes de terminar el primer lustro de los ´30. Al estudio
Warner Bros le cupo el honor de pertenecerle los títulos más sobresalientes del
período, e incluso aquellos filmados durante la década posterior. Los para todo
cinéfilo de cepa inmortales rostros de Edward J. Robinson, James Cagney, Paul
Muni o Humphrey Bogart -mucho más tarde los de Brando, De Niro o Pacino- se
convertirían en emblemas de un género que germinó sus exponentes cimeros
iniciales bajo la regadera de directores como Melvin LeRoy (El pequeño César,
1930); Rouben Mamoulian (Las calles de la ciudad, 1931); William A. Wellman (El
enemigo público); Howard Hawks (Caracortada, 1932); William Keighley (Contra el
imperio del crimen, 1935); Michael Curtiz (Ángeles con caras sucias, 1938) y
Raoul Walsh (Los violentos años veinte, 1939.)
A la manera del western, desde sus mismos inicios tal pantalla se
alimentó de una historia cocinada al fuego de la mitología. Solo que en el caso
del séptimo arte primigenio inspirado en la mafia los argumentos no se remitían
al pasado de la nación, sino al tiempo presente, al suceso violento de ayer
conocido a la mañana siguiente por los lectores, desde Brooklyn hasta Chicago,
gracias a los diarios. Había más de realidad cotidiana que de mito. Por ende,
existía menos margen para edulcorar, reconfigurar. Así y todo, el celuloide no
se rige por los mismos códigos de la prensa. Trabaja con un elemento clave en
la estructura del guion llamado personaje, el cual en este género, no más
nacer, tiñeron mediante una aureola heroico-romántica que las más de las veces
propició la identificación del público (el estadounidense, harto proclive por
filosofía de vida e idiosincrasia a subyugarse con el self made man “ganador”
quien llega a la cima desde abajo) con personajes que en realidad son
antihéroes cuyo arrojo está empleado del modo más inicuo. Si bien no es fútil,
al aludir al hecho, recordar estas palabras consignadas por el crítico Rodolfo
Santovenia hace 33 años en su columna de Bohemia: “Claro, que se procura que
estos personajes sean siempre extranjeros. La nacionalidad del auténtico Al
Capone, por ejemplo, permite que el norteamericano pueda entusiasmarse ante el
heroísmo del gangster que solo pudo encontrar en esta nación el campo de
batalla propicio para sus audacias, aunque luego el espíritu puritano lo
rechace totalmente para salvar la honorabilidad de la misma nación”. Un disparo
mortal al cierre también resolvía con eficacia el problema de conciencia,
añadamos.
En contraposición a diferentes construcciones genéricas como el drama,
la comedia o la aventura, y análogamente a otras como el mencionado western,
una de las características del muy codificado gansteril estriba en la
limitación de su universo temático-espacial de sus relatos. Más lo primero, por
supuesto. Las películas sobre el hampa de forma general responden a invariable
canon argumental centrado en el encandilamiento, ascensión y caída de figuras
del mundo del crimen, los negocios sucios y el chantaje; asidas a un patrón de
reglas estricto de honra al clan o familia, disciplina, valor a prueba de
escrúpulos… Y, fatal, desmedida ambición. Ribeteadas con los hilos dorados de
la ficción, pero teniendo su sustento en la realidad (“La mafia es la metáfora
perfecta del capitalismo norteamericano”, asegura Francis Ford Coppola, autor
de la trilogía El Padrino, entre las cumbres contemporáneas del gangsteril y de
cuya primera parte se cumple el aniversario 40 en 2012), muchas de estas obras
recorren el singular lapso histórico de la Prohibición con las consabidas
luchas sangrientas por la expansión de territorios/negocios; cúmulo menor
expande el diámetro de su visor hasta fechas mucho más recientes.
Los cuerpos de diálogos de varias cintas insertan lúcidos parlamentos
que de alguna manera dan idea de la explicación del gangsterismo en un país que
tiene en el propio oxígeno social su abono, y por otra parte aluden a la
crueldad de un sistema que hace causa común con los poderosos pero pisa a los
desposeídos. Por ejemplo, en Gotti (Robert Harmon, 1996), el personaje central
homónimo, al salir impune del primer juicio legal en su contra y comprobar el
respaldo popular, afirma: “¿Saben por qué me apoyan? Porque he vencido a un
sistema que los aplasta día a día”. A todas luces, empero, tan solo representan
ingredientes puntuales de crédito, mas no entraña escrutamientos a fondo del
fenómeno, ni que se intente demasiado reeditar la vocación de documento social
de los clásicos de Dassin o Huston, o mostrarse siquiera el vínculo entre mafia
y política evidenciado por Coppola en El Padrino. Solo pocas abordan con
notable capacidad de observación en sus tramas la relación entre la familia
criminal/poder o alargan su mirada hacia la alta política o la Iglesia; mayor porción
se decanta por atisbarla entre clan/comunidad. No en balde pueblan estos
filmes, casi cual lugar común omnipresente, suertes de “Zorros” o pseudos
“Robin Hood” italianos o irlandeses a quienes parte del pueblo, ciertos grupos
étnicos e instituciones defienden en retribución a favores, protección u otros
intereses.
Más allá de la abyección humana o los escenarios horrendos
radiografiados por sus obras -y en parte justo a causa de ello-, el género
continúa fascinando. A los siete años vi a James Cagney disparando su
ametralladora desde un auto en movimiento, para jamás olvidar esa imagen. Lo
verbaliza bien el crítico español Carlos Boyero en su ensayo ¿Qué sería del
cine sin la mafia? (Babelia, 9 de julio de 2011): “Nadie que ame el cine puede olvidar los innumerables
regalos que hemos recibido en todas las épocas gracias al protagonismo de ese
tema inagotable. Dos de los directores clave en los últimos cuarenta años del
cine norteamericano, como son Coppola y Scorsese, pasarán a la historia por
razones variadas y poderosas, pero fundamentalmente por haber creado el primero
la saga de El Padrino y el
segundo Uno de los nuestros (1990)
y Casino (1995). Los enfoques
de ambos para retratar a los supuestos hombres de honor no tienen parentesco,
pero les unen las toneladas de arte con las que están construidas sus
historias. El tratamiento que hace Coppola del poder, la traición, la venganza,
la desintegración de la familia, la lealtad, la corrupción como inevitable
motor del negocio, podría haber recibido la firma de Shakespeare. La
profundidad, el sentido trágico, la complejidad emocional, los lacerantes
dilemas morales que chorrea esta saga (todo en la segunda parte mantiene el
estado de gracia) hipnotizan, aterran y conmueven. El sueño de Vito Corleone y
de su hijo Michael es la integración en el sistema, abandonar la metralleta y
la clandestinidad para dirigir los hilos de la sociedad mediante la política,
la ley, las grandes y legitimadas corporaciones, la oportunidad de seguir
robando legalmente, de legitimarse en la sociedad. Sin embargo, los gangsteres
de Scorsese están felices de su condición, cualquier institución que no sea la
suya les provoca estupor o risa, ignoran el sentido de culpa, la solución a
cualquier problema es una bala, un navajazo o una paliza, practican con
sentimiento de clase el macarreo, la ostentación, la violencia, la chulería, el
chantaje, la intimidación. Si en nombre de la supervivencia actúan como chotas,
como testigos protegidos del Estado pasarán el resto de sus días añorando su
antigua forma de vida. ¿Qué sería de nosotros, los convencidos de que Arcadia
está en los cines, los que no mataríamos ni a una mosca, si no existieran los
malditos gangsteres, ese material fascinante y siempre renovable?”
EL GÉNERO DURANTE EL NUEVO SIGLO
EN LA PANTALLA EUA
Los opus magnus del género se
filmaron en el pasado siglo, no quepan dudas. Y no fueron, no, los habitados
por aquellos parlanchines mafiosos tarantínicos, quienes infectarían de
verborrea tanto cine posterior. La excelsitud de las grandes poéticas de la
mafia (´30-40, en sentido general; y Coppola-Scorsese, en forma individual: Uno
de los nuestros, documento descarnado de la degradación delincuencial, a mi
criterio la obra maestra hasta hoy insuperable) no han encontrado parangón en
cuanto va de siglo dentro de la pantalla norteamericana. El cine estadounidense
del hampa producido ahora posee, salvo bien delimitadas excepciones, una
calidad media que en determinados casos estampa amagos evocativos de piezas
significativas de la anterior centuria a la manera de Caracortada (Brian de
Palma, 1983), Érase una vez en América (Sergio Leone, 1984), La encrucijada de
Miller (Hermanos Coen, 1990) o Estado de gracia (Phil Joanou, 1990), pero cuya
magnitud determinante se inscribe en la línea de empeños menores también
pretéritos, como Billy Baghgate, Atrapado por su pasado, Hoodlum, Donnie Brasco
o El imperio del mal. Ni siquiera los nada desestimables dramas
policíaco-gansteriles Infiltrados (Martin Scorsese, 2006) y American Gangster
(Ridley Scott, 2007), aportan demasiado, no sea reflejar la “actualización” del
radio abarcador del trabajo hamponil en
el tiempo, puesto que la metodología sigue siendo la misma. Lo más atendible de
la finalizada década resultó -la ya por este autor en otros textos comentada-
Camino a la perdición (Sam Mendes, 2002) y el trabajo desarrollado por David
Cronenberg mediante Una historia de violencia (2005) y Promesas del este (2007)
su “Padrino eslavo”, cual le ironizaran. La primera -cine que puntea aperturas a nuevos registros
genéricos en el expediente expresivo del director canadiense-, lleva el género
al espacio del hogar (como de algún modo lo hacía también Abel Ferrara en la
personalísima El Funeral, 1996) y es una cruza curiosa de cine
negro/western/gansteril dentro de un relato simbiótico jaezado en lo argumental
por la necesidad de respuesta de un hombre de pueblo de pasado turbio (Viggo
Mortensen) ante el arribo allí de mafiosos de oscuras metas. Los visitantes
fungen como el elemento catalizador de la salida a superficie de corrientes
subterráneas en el yo individual/escenario familiar y de la suerte de
“mutación” experimentada por el personaje central, a quien no le queda otra que
sumergirse hasta el fondo en una verdadera historia de violencia con el fin de
preservar la familia fundada: núcleo humano consolidado a despecho de su pasado
mob e incluso quizá de su propia naturaleza. Cual bien anota el crítico
argentino Horacio Bernades en La mafia de David Cronenberg (Página 12, 14 de
febrero de 2008), en Promesas del este toma una historia de mafiosos que pudo
haber sido otra más y la torna irrenunciablemente propia, con una cualidad
inconfundible, que lleva a pensarla como segunda parte de un díptico iniciado
con Una historia de violencia. “Son los temas que ambas despliegan, el modo en
que lo hacen, lo que las marca como tales: la identidad como pozo sin fondo, la
normalidad como fachada, la rareza de lo real, la preeminencia de la pesadilla
(…) El guion escrito por Steve
Knight hace proliferar deseos culpables, intrigas y traiciones, no sólo entre
refugiados rusos, turcos y chechenos, sino también entre gangsteres jóvenes y
veteranos, entre padres e hijos y entre hijos naturales y adoptivos (…) La
escena más memorable de Promesas… tiene lugar en un baño turco, con Viggo
Mortensen librando un feroz combate a mano limpia, y a pelo, contra dos
cuchilleros. La desnudez refuerza la sensación de absoluta indefensión.
Titánica danza macabra contra una muerte terrible, la escena -que ya pasa a
formar parte de la más alta antología de la violencia en el cine- se cierra con
una brutal agresión al ojo humano. Lo cual confirma a Cronenberg como el más
genuino continuador contemporáneo de don Luis Buñuel”, aprecia el citado
especialista.
Mediante un dispositivo
abrevador del summun del género gangsteril -del Scarface original a Uno de los
nuestros-, cuya legendaria estela honra a través de un abordaje proclive no ya
a reciclarlo o remedarlo, sino a reiventarlo sobre la rueda de la reescritura
de mitología y señas identitarias, Michael Mann supera en Enemigos públicos
(Public Enemies, 2009) a la adaptación de Max Nosseck (1945) e incluso a la más
conocida elaborada por John Millius (1973) acerca de la vida del gangster John
Dillinger. Inspirado de forma parcial en el libro del periodista de Vanity
Fair, Brian Burrough, Public Enemies: America´s Greatest Crime Wave and the
Birth of The FBI, 1933-1934, el largometraje reobserva el mito del singular
personaje del Chicago de los años ´30, al desmontaje de una visión convergentemente
clásica y muy actual, lejana de la típica idealización del mafioso para
aproximarse más a la épica de un operístico western urbano crepuscular sobre la
sobrevida de un outsider, del outlaw sabedor de su destino trágico y devorado por el mismo sistema que lo genera,
alimenta y romantiza solo hasta el grado de comenzar a reconocerlo como la
antinomia modélica de su hipócrita tabla de valores. La cual, por otro lado, no
prescinde de asociaciones e interrelaciones entre la Crisis del ´29 y la
debacle bancaria actual (cuanto fue del Martes al Viernes Negro, de la Gran
Depresión a los tiempos de Madoff), amén de subtextos a apreciar tanto en torno
a la consolidación histórica de los aparatos de represión interna y vigilancia
ciudadana como a la relación hecho criminal/medios/espectáculo dentro de los
Estados Unidos. Mann traduce el perfil telúrico e ideico, gravitacional, de una
formación económico social transitante del esplendor a la decadencia, al
generar fortísimas secuencias de violencia definidoras de su entraña
autodestructora, a la manera de Scorsese en la -también como ésta- por algunas
ópticas subvalorada Pandillas de Nueva York. Lo anterior, el director de Heat
lo reviste de calibre mayor; son secas, recias, fulminantes, de una
planificación milimétrica que sin embargo no coarta su libertad de formas, sin
gratuidad ni estilización glamorosa. Algo habitual en su obra pero llevado
ahora a un punto de avance difícil ya de mejorar, apoyado en un impactante
registro fotográfico de Dante Spinotti conseguido a partir de la apelación a la
imagen de video en alta resolución que transmuta las texturas de sus
arriesgados planos e introduce el timbre hiperrealista, documental procurado
por un filme con urgencias testimoniales, no postaleras. Las escenas del tiroteo en la cabaña y la
muerte de Dillinger a la salida del cine Biograph dan cuenta de la vehemencia
expresivo-semántica del dispositivo.
Y
el hampón de Johnny Deep -quien lo creyera entre tanto personaje rarito o
extravagancias equis-, no desmerece, en composición de libreto e
interpretación, de las perlas criminales trentipiqueras de Robinson, Cagney, o
George Raft. Decir todo esto es fácil, posibilitarlo demanda la conjugación de
talento, interés investigativo, amor a la pantalla, respeto a su historia y una
tremenda valentía por parte de Mann, suya, como del equipo completo, si se
tiene en cuenta que aquellos hitos (y sus mentores) construyeron instantes
maravillosos de gran cine hace ya más de ochenta años. Michael continúa
reeditándolos aquí transfundiendo energía nueva al hecho clásico, para sembrar
al aire del siglo en curso un vehículo metagenérico dialogador con el pasado
desde una contemporaneidad incapaz de desdeñarlo, so pena de sucumbir plano a
plano. Con independencia de cuanto quede por explorar, y loable siempre sea
hacerlo, abrevar en la placenta de un arte nunca deviene ejercicio fútil ni
capítulo de retroceso. Piedra a piedra se hizo el edificio.
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