domingo, 18 de mayo de 2014

Honrarás a tu clan: valoración crítica del género gangsteril


Nacido del matrimonio natural entre dos instancias en fase de consolidación (una de orden social: el ascenso del crimen organizado dentro de los Estados Unidos como consecuencia de los negocios con el alcohol entronizados tras el Acta Volstead e inherentes efectos de la Ley Seca; otra de carácter artístico: el avance del Cine en sus distintas etapas, del silente al sonoro) surge una expresión hija inevitable de tal alianza como lo fue el género gansgteril, que puso sonido e imagen nítidos al fenómeno de la mafia.

Representaba aquel caldo de cultivo de matones, clanes nacientes, extorsiones, contrabando de licor y amasamiento de fortunas terreno sumamente fértil para no ser aprovechado. De manera que, a partir de la fundacional La ley del hampa (Joseph Von Sternberg, 1927), saldrían en flecha decenas de películas: más de 200 antes de terminar el primer lustro de los ´30. Al estudio Warner Bros le cupo el honor de pertenecerle los títulos más sobresalientes del período, e incluso aquellos filmados durante la década posterior. Los para todo cinéfilo de cepa inmortales rostros de Edward J. Robinson, James Cagney, Paul Muni o Humphrey Bogart -mucho más tarde los de Brando, De Niro o Pacino- se convertirían en emblemas de un género que germinó sus exponentes cimeros iniciales bajo la regadera de directores como Melvin LeRoy (El pequeño César, 1930); Rouben Mamoulian (Las calles de la ciudad, 1931); William A. Wellman (El enemigo público); Howard Hawks (Caracortada, 1932); William Keighley (Contra el imperio del crimen, 1935); Michael Curtiz (Ángeles con caras sucias, 1938) y Raoul Walsh (Los violentos años veinte, 1939.)
A la manera del western, desde sus mismos inicios tal pantalla se alimentó de una historia cocinada al fuego de la mitología. Solo que en el caso del séptimo arte primigenio inspirado en la mafia los argumentos no se remitían al pasado de la nación, sino al tiempo presente, al suceso violento de ayer conocido a la mañana siguiente por los lectores, desde Brooklyn hasta Chicago, gracias a los diarios. Había más de realidad cotidiana que de mito. Por ende, existía menos margen para edulcorar, reconfigurar. Así y todo, el celuloide no se rige por los mismos códigos de la prensa. Trabaja con un elemento clave en la estructura del guion llamado personaje, el cual en este género, no más nacer, tiñeron mediante una aureola heroico-romántica que las más de las veces propició la identificación del público (el estadounidense, harto proclive por filosofía de vida e idiosincrasia a subyugarse con el self made man “ganador” quien llega a la cima desde abajo) con personajes que en realidad son antihéroes cuyo arrojo está empleado del modo más inicuo. Si bien no es fútil, al aludir al hecho, recordar estas palabras consignadas por el crítico Rodolfo Santovenia hace 33 años en su columna de Bohemia: “Claro, que se procura que estos personajes sean siempre extranjeros. La nacionalidad del auténtico Al Capone, por ejemplo, permite que el norteamericano pueda entusiasmarse ante el heroísmo del gangster que solo pudo encontrar en esta nación el campo de batalla propicio para sus audacias, aunque luego el espíritu puritano lo rechace totalmente para salvar la honorabilidad de la misma nación”. Un disparo mortal al cierre también resolvía con eficacia el problema de conciencia, añadamos.
En contraposición a diferentes construcciones genéricas como el drama, la comedia o la aventura, y análogamente a otras como el mencionado western, una de las características del muy codificado gansteril estriba en la limitación de su universo temático-espacial de sus relatos. Más lo primero, por supuesto. Las películas sobre el hampa de forma general responden a invariable canon argumental centrado en el encandilamiento, ascensión y caída de figuras del mundo del crimen, los negocios sucios y el chantaje; asidas a un patrón de reglas estricto de honra al clan o familia, disciplina, valor a prueba de escrúpulos… Y, fatal, desmedida ambición. Ribeteadas con los hilos dorados de la ficción, pero teniendo su sustento en la realidad (“La mafia es la metáfora perfecta del capitalismo norteamericano”, asegura Francis Ford Coppola, autor de la trilogía El Padrino, entre las cumbres contemporáneas del gangsteril y de cuya primera parte se cumple el aniversario 40 en 2012), muchas de estas obras recorren el singular lapso histórico de la Prohibición con las consabidas luchas sangrientas por la expansión de territorios/negocios; cúmulo menor expande el diámetro de su visor hasta fechas mucho más recientes.
Los cuerpos de diálogos de varias cintas insertan lúcidos parlamentos que de alguna manera dan idea de la explicación del gangsterismo en un país que tiene en el propio oxígeno social su abono, y por otra parte aluden a la crueldad de un sistema que hace causa común con los poderosos pero pisa a los desposeídos. Por ejemplo, en Gotti (Robert Harmon, 1996), el personaje central homónimo, al salir impune del primer juicio legal en su contra y comprobar el respaldo popular, afirma: “¿Saben por qué me apoyan? Porque he vencido a un sistema que los aplasta día a día”. A todas luces, empero, tan solo representan ingredientes puntuales de crédito, mas no entraña escrutamientos a fondo del fenómeno, ni que se intente demasiado reeditar la vocación de documento social de los clásicos de Dassin o Huston, o mostrarse siquiera el vínculo entre mafia y política evidenciado por Coppola en El Padrino. Solo pocas abordan con notable capacidad de observación en sus tramas la relación entre la familia criminal/poder o alargan su mirada hacia la alta política o la Iglesia; mayor porción se decanta por atisbarla entre clan/comunidad. No en balde pueblan estos filmes, casi cual lugar común omnipresente, suertes de “Zorros” o pseudos “Robin Hood” italianos o irlandeses a quienes parte del pueblo, ciertos grupos étnicos e instituciones defienden en retribución a favores, protección u otros intereses.
Más allá de la abyección humana o los escenarios horrendos radiografiados por sus obras -y en parte justo a causa de ello-, el género continúa fascinando. A los siete años vi a James Cagney disparando su ametralladora desde un auto en movimiento, para jamás olvidar esa imagen. Lo verbaliza bien el crítico español Carlos Boyero en su ensayo ¿Qué sería del cine sin la mafia? (Babelia, 9 de julio de 2011): “Nadie que ame el cine puede olvidar los innumerables regalos que hemos recibido en todas las épocas gracias al protagonismo de ese tema inagotable. Dos de los directores clave en los últimos cuarenta años del cine norteamericano, como son Coppola y Scorsese, pasarán a la historia por razones variadas y poderosas, pero fundamentalmente por haber creado el primero la saga de El Padrino y el segundo Uno de los nuestros (1990) y Casino (1995). Los enfoques de ambos para retratar a los supuestos hombres de honor no tienen parentesco, pero les unen las toneladas de arte con las que están construidas sus historias. El tratamiento que hace Coppola del poder, la traición, la venganza, la desintegración de la familia, la lealtad, la corrupción como inevitable motor del negocio, podría haber recibido la firma de Shakespeare. La profundidad, el sentido trágico, la complejidad emocional, los lacerantes dilemas morales que chorrea esta saga (todo en la segunda parte mantiene el estado de gracia) hipnotizan, aterran y conmueven. El sueño de Vito Corleone y de su hijo Michael es la integración en el sistema, abandonar la metralleta y la clandestinidad para dirigir los hilos de la sociedad mediante la política, la ley, las grandes y legitimadas corporaciones, la oportunidad de seguir robando legalmente, de legitimarse en la sociedad. Sin embargo, los gangsteres de Scorsese están felices de su condición, cualquier institución que no sea la suya les provoca estupor o risa, ignoran el sentido de culpa, la solución a cualquier problema es una bala, un navajazo o una paliza, practican con sentimiento de clase el macarreo, la ostentación, la violencia, la chulería, el chantaje, la intimidación. Si en nombre de la supervivencia actúan como chotas, como testigos protegidos del Estado pasarán el resto de sus días añorando su antigua forma de vida. ¿Qué sería de nosotros, los convencidos de que Arcadia está en los cines, los que no mataríamos ni a una mosca, si no existieran los malditos gangsteres, ese material fascinante y siempre renovable?”


EL GÉNERO DURANTE EL NUEVO SIGLO EN LA PANTALLA EUA

Los opus magnus del género se filmaron en el pasado siglo, no quepan dudas. Y no fueron, no, los habitados por aquellos parlanchines mafiosos tarantínicos, quienes infectarían de verborrea tanto cine posterior. La excelsitud de las grandes poéticas de la mafia (´30-40, en sentido general; y Coppola-Scorsese, en forma individual: Uno de los nuestros, documento descarnado de la degradación delincuencial, a mi criterio la obra maestra hasta hoy insuperable) no han encontrado parangón en cuanto va de siglo dentro de la pantalla norteamericana. El cine estadounidense del hampa producido ahora posee, salvo bien delimitadas excepciones, una calidad media que en determinados casos estampa amagos evocativos de piezas significativas de la anterior centuria a la manera de Caracortada (Brian de Palma, 1983), Érase una vez en América (Sergio Leone, 1984), La encrucijada de Miller (Hermanos Coen, 1990) o Estado de gracia (Phil Joanou, 1990), pero cuya magnitud determinante se inscribe en la línea de empeños menores también pretéritos, como Billy Baghgate, Atrapado por su pasado, Hoodlum, Donnie Brasco o El imperio del mal. Ni siquiera los nada desestimables dramas policíaco-gansteriles Infiltrados (Martin Scorsese, 2006) y American Gangster (Ridley Scott, 2007), aportan demasiado, no sea reflejar la “actualización” del radio abarcador del trabajo  hamponil en el tiempo, puesto que la metodología sigue siendo la misma. Lo más atendible de la finalizada década resultó -la ya por este autor en otros textos comentada- Camino a la perdición (Sam Mendes, 2002) y el trabajo desarrollado por David Cronenberg mediante Una historia de violencia (2005) y Promesas del este (2007) su “Padrino eslavo”, cual le ironizaran. La primera -cine que puntea aperturas a nuevos registros genéricos en el expediente expresivo del director canadiense-, lleva el género al espacio del hogar (como de algún modo lo hacía también Abel Ferrara en la personalísima El Funeral, 1996) y es una cruza curiosa de cine negro/western/gansteril dentro de un relato simbiótico jaezado en lo argumental por la necesidad de respuesta de un hombre de pueblo de pasado turbio (Viggo Mortensen) ante el arribo allí de mafiosos de oscuras metas. Los visitantes fungen como el elemento catalizador de la salida a superficie de corrientes subterráneas en el yo individual/escenario familiar y de la suerte de “mutación” experimentada por el personaje central, a quien no le queda otra que sumergirse hasta el fondo en una verdadera historia de violencia con el fin de preservar la familia fundada: núcleo humano consolidado a despecho de su pasado mob e incluso quizá de su propia naturaleza. Cual bien anota el crítico argentino Horacio Bernades en La mafia de David Cronenberg (Página 12, 14 de febrero de 2008), en Promesas del este toma una historia de mafiosos que pudo haber sido otra más y la torna irrenunciablemente propia, con una cualidad inconfundible, que lleva a pensarla como segunda parte de un díptico iniciado con Una historia de violencia. “Son los temas que ambas despliegan, el modo en que lo hacen, lo que las marca como tales: la identidad como pozo sin fondo, la normalidad como fachada, la rareza de lo real, la preeminencia de la pesadilla (…) El guion escrito por Steve Knight hace proliferar deseos culpables, intrigas y traiciones, no sólo entre refugiados rusos, turcos y chechenos, sino también entre gangsteres jóvenes y veteranos, entre padres e hijos y entre hijos naturales y adoptivos (…) La escena más memorable de Promesas… tiene lugar en un baño turco, con Viggo Mortensen librando un feroz combate a mano limpia, y a pelo, contra dos cuchilleros. La desnudez refuerza la sensación de absoluta indefensión. Titánica danza macabra contra una muerte terrible, la escena -que ya pasa a formar parte de la más alta antología de la violencia en el cine- se cierra con una brutal agresión al ojo humano. Lo cual confirma a Cronenberg como el más genuino continuador contemporáneo de don Luis Buñuel”, aprecia el citado especialista.
Mediante un dispositivo abrevador del summun del género gangsteril -del Scarface original a Uno de los nuestros-, cuya legendaria estela honra a través de un abordaje proclive no ya a reciclarlo o remedarlo, sino a reiventarlo sobre la rueda de la reescritura de mitología y señas identitarias, Michael Mann supera en Enemigos públicos (Public Enemies, 2009) a la adaptación de Max Nosseck (1945) e incluso a la más conocida elaborada por John Millius (1973) acerca de la vida del gangster John Dillinger. Inspirado de forma parcial en el libro del periodista de Vanity Fair, Brian Burrough, Public Enemies: America´s Greatest Crime Wave and the Birth of The FBI, 1933-1934, el largometraje reobserva el mito del singular personaje del Chicago de los años ´30, al desmontaje de una visión convergentemente clásica y muy actual, lejana de la típica idealización del mafioso para aproximarse más a la épica de un operístico western urbano crepuscular sobre la sobrevida de un outsider, del outlaw sabedor de su destino trágico y  devorado por el mismo sistema que lo genera, alimenta y romantiza solo hasta el grado de comenzar a reconocerlo como la antinomia modélica de su hipócrita tabla de valores. La cual, por otro lado, no prescinde de asociaciones e interrelaciones entre la Crisis del ´29 y la debacle bancaria actual (cuanto fue del Martes al Viernes Negro, de la Gran Depresión a los tiempos de Madoff), amén de subtextos a apreciar tanto en torno a la consolidación histórica de los aparatos de represión interna y vigilancia ciudadana como a la relación hecho criminal/medios/espectáculo dentro de los Estados Unidos. Mann traduce el perfil telúrico e ideico, gravitacional, de una formación económico social transitante del esplendor a la decadencia, al generar fortísimas secuencias de violencia definidoras de su entraña autodestructora, a la manera de Scorsese en la -también como ésta- por algunas ópticas subvalorada Pandillas de Nueva York. Lo anterior, el director de Heat lo reviste de calibre mayor; son secas, recias, fulminantes, de una planificación milimétrica que sin embargo no coarta su libertad de formas, sin gratuidad ni estilización glamorosa. Algo habitual en su obra pero llevado ahora a un punto de avance difícil ya de mejorar, apoyado en un impactante registro fotográfico de Dante Spinotti conseguido a partir de la apelación a la imagen de video en alta resolución que transmuta las texturas de sus arriesgados planos e introduce el timbre hiperrealista, documental procurado por un filme con urgencias testimoniales, no postaleras.  Las escenas del tiroteo en la cabaña y la muerte de Dillinger a la salida del cine Biograph dan cuenta de la vehemencia expresivo-semántica del dispositivo.
Y el hampón de Johnny Deep -quien lo creyera entre tanto personaje rarito o extravagancias equis-, no desmerece, en composición de libreto e interpretación, de las perlas criminales trentipiqueras de Robinson, Cagney, o George Raft. Decir todo esto es fácil, posibilitarlo demanda la conjugación de talento, interés investigativo, amor a la pantalla, respeto a su historia y una tremenda valentía por parte de Mann, suya, como del equipo completo, si se tiene en cuenta que aquellos hitos (y sus mentores) construyeron instantes maravillosos de gran cine hace ya más de ochenta años. Michael continúa reeditándolos aquí transfundiendo energía nueva al hecho clásico, para sembrar al aire del siglo en curso un vehículo metagenérico dialogador con el pasado desde una contemporaneidad incapaz de desdeñarlo, so pena de sucumbir plano a plano. Con independencia de cuanto quede por explorar, y loable siempre sea hacerlo, abrevar en la placenta de un arte nunca deviene ejercicio fútil ni capítulo de retroceso. Piedra a piedra se hizo el edificio.

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