jueves, 15 de mayo de 2014

Amenábar e Hipatia, en infértil enlace fílmico



Batida hasta el último minuto en los Goya de su año de estreno con Celda 211 -cinta contra la cual a la larga perdió con justeza en la entrega de los premios del cine español- Ágora (2009) es la superproducción de mayor presupuesto en la historia de la pantalla hispana, más de 60 millones de dólares de presupuesto, reparto y equipo técnico internacional, grandes aspiraciones artísticas y comerciales…
Para proyecto semejante, muchos podrían haber pensado que no encajaba en la Península otro nombre mejor que el de Alejandro Amenábar, el niño dorado de la pantalla nacional, atesorador de innumerables lauros a sus, entonces, 37 años. El realizador que a través de Los otros (2001) probó -con notable eficiencia en aquella ocasión- sus capacidades para estar al mando de empresa de características parecidas, manteniendo entonces a raya a Nicole Kidman y los muertos del extraordinario drama de terror con el cual catapultó su nombradía a rango planetario. Si bien era allí -como en Tesis, Abre los ojos o Mar adentro, sus otras obras-, otro el género, las atmósferas, el estilo a seguir: cuenta no sacada pero que dejó su saldo.
Constituye Ágora peculiar revisitación del peplum, ambientada en la Alejandría de inicios del cristianismo, cuando el imperio romano bamboleaba costumbres y evidenciaba signos de abierta decadencia, parabolanos probaban milagros caminando entre el fuego y no haberse convertido a la nueva fe podía costarle a cualquiera la lapidación pública. Incluso a alguien tan valioso como la filósofa, física, astrónoma y matemática Hipatia, reputada científica que trabajó en la célebre biblioteca de la urbe egipcia. Mujer, por añadidura, soltera, pensante por cabeza propia, con silla en la Academia de Atenas, antidogmática, defensora de la libertad de pensamiento/religión; en otros términos una malapalabra con vestido a los ojos de los actores decisivos del momento histórico.
Así, Hipatia (encarnada en la cinta por la tan bella como precisa actriz británica Rachel Weisz) pudieran haber nombrado al filme, por cuanto aquí queda recogido el proceso de búsqueda de verdad e inteligencia por esta adelantada del siglo IV de Nuestra Era, de siempre mucho más proclive ella a averiguar las razones de las estrellas o los cuadrantes, que de las religiones. Su inclinación a los teoremas y su desdén de los credos obligatorios le costaron caros, aunque la solución del filme bastardiza dicho final de su existencia mediante la apelación desvaída a un recurso de vieja escuela, consistente en vincular el hecho histórico a un percance romántico de obvio signo particular. Sin embargo, de forma paradójica pero nada extraña al cine, son esos instantes resolutivos en que su criado Davos -devoto amante nunca reciprocado de la sabia-, la asfixia para impedir que la masa iracunda la apedree, unos de los pocos en que el filme logra contagiar algo de entusiasmo, nervio, al espectador.
Más allá de la falsía de las imágenes, aclaro. La verdad fue otra y me permito consignar este párrafo del texto de Frei Betto, El difícil arte de ser mujer, para recordarla: “El año 415, instigados por Cirilo, obispo de Alejandría, algunos fanáticos arrestaron a Hipatia en una iglesia, la maltrataron con trozos de cerámica y conchas y, después de asesinarla, arrojaron el cuerpo a una hoguera. Su muerte paralizó durante mil años el avance de la matemática occidental. Cirilo fue canonizado por Roma”.
La Hipatia amenarabiana es demasiado idea, mucho numen cerebélico, aunque poco persona. Y el hecho de ubicar a una actriz tan terriblemente sexual como la Weisz en una maqueta tan asexuada como este personaje me parece contrasentido mayor. Si solo hubiese contado con par de momentos menos martirológicos, si se hubiese palpado bajo su túnica en algún momento de necesidad biológica, si hubiese dicho en determinado instante una estupidez. Pero nada, nuestra Hipatia es marmóreamente impoluta.
Frío, cerebral, Ágora resulta un drama histórico de qualité que en su intención de huirle cuanto sea posible a los resortes ancestrales del “cine de romanos” -desmarcárdose de aproximaciones recientes de la variante subgenérica ejecutadas por Wolfgang Petersen, Ridley Scott, Oliver Stone o Zack Znyder- busca estructurarse menos como épica de heroicidades equis que como visión hermeneútica de una época, e incluso transpolar su clima de intolerancia, fratricidio, fanatismo y eliminación de la diferencia (se piden cabezas en la trama las facciones paganas, judías y las cristianas: estas últimas en fase de dominación) a la escena contemporánea, en virtud de secuencias y diálogos harto ilustratorios en dicho sentido. A veces, en exceso subrayados en sus analogías antifundamentalistas.
Por eso, a la larga es que intitulan Ágora al filme, habida cuenta de su remisión a la plaza y la lucha de ideas, a la larga lo más potenciado por el relato. Amenábar ha llegado a expresar que “El ágora es el planeta, donde tenemos que convivir todos. Hemos intentado mostrar la realidad humana en contexto con todas las especies de la Tierra, y a la Tierra en el contexto del Universo”. Y la idea, políticamente correcta, se le agradece al cineasta, mas la dificultad del filme radica justamente en la dispersión, el lío que se hace este hombre para armonizar las partes derivantes de esa ecuación y establecer niveles de equilibrio entre el conflicto colectivo y el individual, la microhistoria de Hipatia y la macrohistoria tardoalejandrina, finiepocal, hacia la cual el imán del guión de Amenábar y Mateo Gil empuja al filme. Pero sin querer desprenderse de lo primero, de forma que el estira y encoge argumental es padre a la postre de una película sin mucha convicción y menos cohesión entre sus elementos nudales. Amenábar no es Kubrick ni Ágora Espartaco aunque algo de ello estuviera pensando su creador al componerla. Tampoco posee el ritmo del sello cincuentero del género cuño Anthony Mann. Rara hidra de varias cabezas, sobresale definitivamente en Ágora una propensión filointelectuizante-discursiva que le corta la testa a las otras.
Lo anterior no resta para sostener que los españoles se las gastaron todas en una película cuya ambientación de época rezuma exquisitez, y que las escenas callejeras, las rivalidades en plazas y templos, son filmadas con un dominio marcado de cada plano, encuadre (nada que ver en absoluto con la estilización entronizada de cierto cine de época, pensemos por ejemplo, en las epopeyas chinas de Yimou). Y, sobre todo, con notable personalidad al seguir y captar estas pugnas. La cámara de Xavi Giménez se coloca en las posiciones menos ortodoxas, en un alféizar, entre dos columnas, en un cruce de callejuelas, como si fuera un ciudadano más de esa Alejandría que participa como testigo de ese maremagno trepidante de contiendas religiosas e ideológicas. La idea del equipo radicaba justamente ahí. Lo consiguieron de manera eficaz. Lástima que tan solo represente baza colateral dentro de la gélida parrafada mayor de 140 minutos perpetrada por el niño Alejandro.

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