Para proyecto semejante,
muchos podrían haber pensado que no encajaba en la Península otro nombre
mejor que el de Alejandro Amenábar, el niño dorado de la pantalla nacional,
atesorador de innumerables lauros a sus, entonces, 37 años. El realizador que a
través de Los otros (2001) probó -con notable eficiencia en aquella ocasión-
sus capacidades para estar al mando de empresa de características parecidas,
manteniendo entonces a raya a Nicole Kidman y los muertos del extraordinario
drama de terror con el cual catapultó su nombradía a rango planetario. Si bien
era allí -como en Tesis, Abre los ojos o Mar adentro, sus otras obras-, otro el
género, las atmósferas, el estilo a seguir: cuenta no sacada pero que dejó su
saldo.
Constituye Ágora peculiar
revisitación del peplum, ambientada en la Alejandría de inicios del cristianismo, cuando el
imperio romano bamboleaba costumbres y evidenciaba signos de abierta
decadencia, parabolanos probaban milagros caminando entre el fuego y no haberse
convertido a la nueva fe podía costarle a cualquiera la lapidación pública.
Incluso a alguien tan valioso como la filósofa, física, astrónoma y matemática
Hipatia, reputada científica que trabajó en la célebre biblioteca de la urbe
egipcia. Mujer, por añadidura, soltera, pensante por cabeza propia, con silla
en la Academia
de Atenas, antidogmática, defensora de la libertad de pensamiento/religión; en
otros términos una malapalabra con vestido a los ojos de los actores decisivos
del momento histórico.
Así, Hipatia (encarnada en
la cinta por la tan bella como precisa actriz británica Rachel Weisz) pudieran
haber nombrado al filme, por cuanto aquí queda recogido el proceso de búsqueda
de verdad e inteligencia por esta adelantada del siglo IV de Nuestra Era, de
siempre mucho más proclive ella a averiguar las razones de las estrellas o los
cuadrantes, que de las religiones. Su inclinación a los teoremas y su desdén de
los credos obligatorios le costaron caros, aunque la solución del filme
bastardiza dicho final de su existencia mediante la apelación desvaída a un
recurso de vieja escuela, consistente en vincular el hecho histórico a un
percance romántico de obvio signo particular. Sin embargo, de forma paradójica
pero nada extraña al cine, son esos instantes resolutivos en que su criado
Davos -devoto amante nunca reciprocado de la sabia-, la asfixia para impedir
que la masa iracunda la apedree, unos de los pocos en que el filme logra
contagiar algo de entusiasmo, nervio, al espectador.
Más allá de la falsía de las
imágenes, aclaro. La verdad fue otra y me permito consignar este párrafo del
texto de Frei Betto, El difícil arte de ser mujer, para recordarla: “El año
415, instigados por Cirilo, obispo de Alejandría, algunos fanáticos arrestaron
a Hipatia en una iglesia, la maltrataron con trozos de cerámica y conchas y,
después de asesinarla, arrojaron el cuerpo a una hoguera. Su muerte paralizó
durante mil años el avance de la matemática occidental. Cirilo fue canonizado
por Roma”.
La Hipatia amenarabiana es demasiado idea, mucho numen
cerebélico, aunque poco persona. Y el hecho de ubicar a una actriz tan
terriblemente sexual como la
Weisz en una maqueta tan asexuada como este personaje me
parece contrasentido mayor. Si solo hubiese contado con par de momentos menos
martirológicos, si se hubiese palpado bajo su túnica en algún momento de
necesidad biológica, si hubiese dicho en determinado instante una estupidez.
Pero nada, nuestra Hipatia es marmóreamente impoluta.
Frío, cerebral, Ágora
resulta un drama histórico de qualité que en su intención de huirle cuanto sea
posible a los resortes ancestrales del “cine de romanos” -desmarcárdose de
aproximaciones recientes de la variante subgenérica ejecutadas por Wolfgang
Petersen, Ridley Scott, Oliver Stone o Zack Znyder- busca estructurarse menos
como épica de heroicidades equis que como visión hermeneútica de una época, e
incluso transpolar su clima de intolerancia, fratricidio, fanatismo y
eliminación de la diferencia (se piden cabezas en la trama las facciones
paganas, judías y las cristianas: estas últimas en fase de dominación) a la
escena contemporánea, en virtud de secuencias y diálogos harto ilustratorios en
dicho sentido. A veces, en exceso subrayados en sus analogías
antifundamentalistas.
Por eso, a la larga es que
intitulan Ágora al filme, habida cuenta de su remisión a la plaza y la lucha de
ideas, a la larga lo más potenciado por el relato. Amenábar ha llegado a
expresar que “El ágora es el planeta, donde tenemos que convivir todos. Hemos
intentado mostrar la realidad humana en contexto con todas las especies de la Tierra, y a la Tierra en el contexto del
Universo”. Y la idea, políticamente correcta, se le agradece al cineasta, mas
la dificultad del filme radica justamente en la dispersión, el lío que se hace
este hombre para armonizar las partes derivantes de esa ecuación y establecer
niveles de equilibrio entre el conflicto colectivo y el individual, la
microhistoria de Hipatia y la macrohistoria tardoalejandrina, finiepocal, hacia
la cual el imán del guión de Amenábar y Mateo Gil empuja al filme. Pero sin
querer desprenderse de lo primero, de forma que el estira y encoge argumental
es padre a la postre de una película sin mucha convicción y menos cohesión
entre sus elementos nudales. Amenábar no es Kubrick ni Ágora Espartaco aunque
algo de ello estuviera pensando su creador al componerla. Tampoco posee el
ritmo del sello cincuentero del género cuño Anthony Mann. Rara hidra de varias
cabezas, sobresale definitivamente en Ágora una propensión
filointelectuizante-discursiva que le corta la testa a las otras.
Lo anterior no resta para
sostener que los españoles se las gastaron todas en una película cuya
ambientación de época rezuma exquisitez, y que las escenas callejeras, las
rivalidades en plazas y templos, son filmadas con un dominio marcado de cada
plano, encuadre (nada que ver en absoluto con la estilización entronizada de
cierto cine de época, pensemos por ejemplo, en las epopeyas chinas de Yimou).
Y, sobre todo, con notable personalidad al seguir y captar estas pugnas. La
cámara de Xavi Giménez se coloca en las posiciones menos ortodoxas, en un
alféizar, entre dos columnas, en un cruce de callejuelas, como si fuera un
ciudadano más de esa Alejandría que participa como testigo de ese maremagno
trepidante de contiendas religiosas e ideológicas. La idea del equipo radicaba
justamente ahí. Lo consiguieron de manera eficaz. Lástima que tan solo
represente baza colateral dentro de la gélida parrafada mayor de 140 minutos
perpetrada por el niño Alejandro.
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