lunes, 9 de junio de 2014

Caos calmo: relato original y lleno de humanidad


Botón  de muestra del buen momento que corrió el cine italiano durante la más reciente década -paradojas de la pantalla, en tiempos tan tiñosos como los de Berlusconi-, Caos calmo (2008) súmase a los exponentes de dicha nacionalidad de mayor impacto durante fecha reciente. Lista donde nada desdora (e incluso a mi juicio, en al menos tres o cuatro casos, las supera con tranquilidad) a las galardonadas, harto bien recibidas por la crítica local e internacional El Divo, La mejor juventud, Romanza criminal, Las consecuencias del amor, Sonrisas y lágrimas, Mi hermano es hijo único, Vincere o la sobrevalorada Gomorra.
Si bien estampa en sus créditos la firma directiva de Antonello Grimaldi, la obra es un Moretti a pulso, pues porta todas sus fobias, neurosis, iteraciones, agudeza y sentido ético: el mapa en tercera dimensión de su personalidad, punteado paso a paso desde Bianca, Palombella o Rossa, hasta Caro diario y Abril. El gran Nanni, figura de peso de la cultura italiana contemporánea, a los 54 a la sazón, coescribió el guión y estelariza el filme, en su regreso artístico luego de aquella ácida farsa satírico-política de 2006 titulada El caimán; y lo hace mediante lo que constituye elongación -humana, vívida, sincera, aunque en tono más amable-, de su anterior drama de 2001, La habitación del hijo, montado ahora sobre otra variante del allí también tocado asunto de una pérdida familiar.

Pietro Paladini (Moretti) es un ejecutivo de televisión, representante de la clase media alta del país transalpino, cuya esposa muere en accidente doméstico. El hombre entra entonces justo en eso mismo que describe el título de la cinta, en esta suerte de desespero tranquilo, desasosiego enervante pero reposado que no se expresa en acciones físicas o raptos notables de dolor, ira o pesadumbre. Paladini se dedicará de ahora en más a esperar, cada día, el instante de la salida de la escuela de su hija Claudia, su único interés vital de momento. Aguarda frente al colegio, en un parque donde esboza amistades con aquel niño Down que ríe ante la alarma de su auto, el dueño de la cafetería colindante, esa rubia con pinta de velina que al pasear a su perro se intriga con las visitas por él recibidas allí: su neurótica cuñada; el hermano; la ricachona que salvó de ahogarse en la playa; y la curia en pleno de la empresa mediática donde trabaja (ba), a punto de fusionarse a manera de pórtico precrisis…
El personaje convierte dicho entorno, de bancos y árboles, en su isla desierta de recapitulación; hace listas, piensa, ata cabos, se abstrae, abjura, renuncia, disiente, comprende, admira, afirma y logra abrirse a una verdad moral relajante y necesaria dentro de los límites de este singular paraíso de plaza individual cuyos trazos enmarcan dentro de melancólico pero a la vez gratificante fondo. La fractura existencial del protagonista opera, mediante la sucesión de días y las nuevas señales a decodificar, como palanca de cambio hacia una nueva velocidad personal, a la cual irá aclimatándose a la larga, ya durante la desembocadura de su curso, desde ángulos de visión que para sí supondrán revolucionadora visión a muchas cosas antaño sentadas.
La adaptación fílmica de la novela homónima de Sandro Veronesi, de fortísimo agarre emotivo y dramático -nunca asfixiante merced a sus gotas de negro pero funcional humor-, sobresale por su puesta en pantalla, que casi oculta su mismo concepto gracias a la natural parsimoniosa discursiva y la soberana lección actoral de un contenido, preciso Moretti que no parece hacerlo sino estar clavado en el hígado de su Paladini. No solo me ha prendado la nobleza del filme, su aura agridulce y sus brotes de fe, como igual el sentido metafórico de ese parque-refugio versus hostilidad capitalismo de opereta berlusconiano, o esa banda que descuelga acompasados temas para puntuales rachas narrativas, sino fundamentalmente la originalidad e impresivilidad del argumento. (Esto de Moretti sembrado frente a la escuela entrará al imaginario fílmico-literario como los cautivos de Buñuel en El ángel exterminador o el naúfrago de Defoe en Robinson Crusoe, no creo exagerar). Y todos quienes estén atentos a los signos de movimiento del cine actual, saben que no resulta baladí este último detalle, cuando la idea del argumento languidece por segundo en la era de las clonaciones automáticas.
A Caos calmo solo la lastiman dos errores de libreto, de orden mayor y menor, respectivamente. El primero, a Grimaldi, Moretti y sus colaboradores del guión se les olvidó definir la personalidad de Lara, la esposa de Paladini, atisbada solo por el espectador al conjuro de muy imaginativas volutas fantasmáticas de acercamiento virtual al personaje. Y si se supone que a este hombre le ocurre lo que le ocurre en razón de la instancia dramática del deceso y la misma fungiría cual vector sobre el que se edifica la dramaturgia, el desencadenamiento del conflicto debía tener, por naturaleza, mayores vasos comunicantes de todo género con dicho punto de la narración. Y el otro, ese impostado, abrupto, generador de dispersión dentro del relato, y fuera de tono extenso tórrido encuentro amatorio sostenido casi a fin de metraje entre Paladini y la burguesa que salvó en la playa. Moretti nunca había filmado escena de sexo alguna durante su filmografía. Y esperó tanto tiempo para soltar la más improbable, la narrativamente menos veraz de cuantas pudo imaginársele. ¿Acaso alguna coña de su vasto repertorio?¿, quizá, mas no lo parece. La secuencia, por extensión y como sucede en el cine, da pie, luego, a otra (la del coche y Steiner, el megapropietario televisivo, en cameo de Roman Polanski con el poco sentido que tienen todos los cameos) ante la cual queda el sabor de asumirla como aporte de cajón al cierre nudal o de reírse de ella por su franca ridiculez.

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