Botón de muestra del buen momento que corrió el
cine italiano durante la más reciente década -paradojas de la pantalla, en
tiempos tan tiñosos como los de Berlusconi-, Caos calmo (2008) súmase a los
exponentes de dicha nacionalidad de mayor impacto durante fecha reciente. Lista
donde nada desdora (e incluso a mi juicio, en al menos tres o cuatro casos, las
supera con tranquilidad) a las galardonadas, harto bien recibidas por la
crítica local e internacional El Divo, La mejor juventud, Romanza criminal, Las
consecuencias del amor, Sonrisas y lágrimas, Mi hermano es hijo único, Vincere
o la sobrevalorada Gomorra.
Si bien estampa en sus
créditos la firma directiva de Antonello Grimaldi, la obra es un Moretti a
pulso, pues porta todas sus fobias, neurosis, iteraciones, agudeza y sentido
ético: el mapa en tercera dimensión de su personalidad, punteado paso a paso
desde Bianca, Palombella o Rossa, hasta Caro diario y Abril. El gran Nanni,
figura de peso de la cultura italiana contemporánea, a los 54 a la sazón, coescribió el
guión y estelariza el filme, en su regreso artístico luego de aquella ácida farsa
satírico-política de 2006 titulada El caimán; y lo hace mediante lo que
constituye elongación -humana, vívida, sincera, aunque en tono más amable-, de
su anterior drama de 2001, La habitación del hijo, montado ahora sobre otra
variante del allí también tocado asunto de una pérdida familiar.
Pietro Paladini (Moretti) es
un ejecutivo de televisión, representante de la clase media alta del país
transalpino, cuya esposa muere en accidente doméstico. El hombre entra entonces
justo en eso mismo que describe el título de la cinta, en esta suerte de
desespero tranquilo, desasosiego enervante pero reposado que no se expresa en
acciones físicas o raptos notables de dolor, ira o pesadumbre. Paladini se
dedicará de ahora en más a esperar, cada día, el instante de la salida de la
escuela de su hija Claudia, su único interés vital de momento. Aguarda frente
al colegio, en un parque donde esboza amistades con aquel niño Down que ríe
ante la alarma de su auto, el dueño de la cafetería colindante, esa rubia con
pinta de velina que al pasear a su perro se intriga con las visitas por él
recibidas allí: su neurótica cuñada; el hermano; la ricachona que salvó de
ahogarse en la playa; y la curia en pleno de la empresa mediática donde trabaja
(ba), a punto de fusionarse a manera de pórtico precrisis…
El personaje convierte dicho
entorno, de bancos y árboles, en su isla desierta de recapitulación; hace
listas, piensa, ata cabos, se abstrae, abjura, renuncia, disiente, comprende,
admira, afirma y logra abrirse a una verdad moral relajante y necesaria dentro
de los límites de este singular paraíso de plaza individual cuyos trazos
enmarcan dentro de melancólico pero a la vez gratificante fondo. La fractura
existencial del protagonista opera, mediante la sucesión de días y las nuevas señales
a decodificar, como palanca de cambio hacia una nueva velocidad personal, a la
cual irá aclimatándose a la larga, ya durante la desembocadura de su curso,
desde ángulos de visión que para sí supondrán revolucionadora visión a muchas
cosas antaño sentadas.
La adaptación fílmica de la
novela homónima de Sandro Veronesi, de fortísimo agarre emotivo y dramático
-nunca asfixiante merced a sus gotas de negro pero funcional humor-, sobresale
por su puesta en pantalla, que casi oculta su mismo concepto gracias a la
natural parsimoniosa discursiva y la soberana lección actoral de un contenido,
preciso Moretti que no parece hacerlo sino estar clavado en el hígado de su
Paladini. No solo me ha prendado la nobleza del filme, su aura agridulce y sus
brotes de fe, como igual el sentido metafórico de ese parque-refugio versus
hostilidad capitalismo de opereta berlusconiano, o esa banda que descuelga
acompasados temas para puntuales rachas narrativas, sino fundamentalmente la
originalidad e impresivilidad del argumento. (Esto de Moretti sembrado frente a
la escuela entrará al imaginario fílmico-literario como los cautivos de Buñuel
en El ángel exterminador o el naúfrago de Defoe en Robinson Crusoe, no creo
exagerar). Y todos quienes estén atentos a los signos de movimiento del cine
actual, saben que no resulta baladí este último detalle, cuando la idea del
argumento languidece por segundo en la era de las clonaciones automáticas.
A Caos calmo solo la
lastiman dos errores de libreto, de orden mayor y menor, respectivamente. El
primero, a Grimaldi, Moretti y sus colaboradores del guión se les olvidó
definir la personalidad de Lara, la esposa de Paladini, atisbada solo por el
espectador al conjuro de muy imaginativas volutas fantasmáticas de acercamiento
virtual al personaje. Y si se supone que a este hombre le ocurre lo que le
ocurre en razón de la instancia dramática del deceso y la misma fungiría cual
vector sobre el que se edifica la dramaturgia, el desencadenamiento del
conflicto debía tener, por naturaleza, mayores vasos comunicantes de todo
género con dicho punto de la narración. Y el otro, ese impostado, abrupto,
generador de dispersión dentro del relato, y fuera de tono extenso tórrido
encuentro amatorio sostenido casi a fin de metraje entre Paladini y la burguesa
que salvó en la playa. Moretti nunca había filmado escena de sexo alguna
durante su filmografía. Y esperó tanto tiempo para soltar la más improbable, la
narrativamente menos veraz de cuantas pudo imaginársele. ¿Acaso alguna coña de
su vasto repertorio?¿, quizá, mas no lo parece. La secuencia, por extensión y
como sucede en el cine, da pie, luego, a otra (la del coche y Steiner, el
megapropietario televisivo, en cameo de Roman Polanski con el poco sentido que
tienen todos los cameos) ante la cual queda el sabor de asumirla como aporte de
cajón al cierre nudal o de reírse de ella por su franca ridiculez.
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