A pocas yardas de
pisar los setenta al finalizar Celebrity,
de 1998,Woody Allen mantenía la lozanía de un cineasta joven. Aun lo hace en
pleno 2014. Esto, aunque no pase de un lugar común, hay que señalarlo porque
resulta maravillosa la vitalidad que, a la sazón, fluía y refluía, sin
atascarse en canales estancos, en la creación de este sabrosísimo, refocilante
y ponzoñoso realizador neoyorkino (con posterioridad, ya entrado este siglo,
Allen sí caería en una retracción mediante parte de su lamentable “periplo
europeo”). La mayoría de las constantes de su obra están nuevamente en Celebrity, aunque la película, siendo una suma de
pastiches, conceptos inveterados de su filosofía de la vida y subrayados de
obsesiones que lo han marcado desde que le salió el vello público, es
rabiosamente nueva, salidita del celofán porque la historia, más allá de sus
obvios puntos de contactos con anteriores cintas, está provista de la enjundia
y la substancia de un proteico acto de entrega al cine.
Y cada entrega, si es
verdadera, siempre será nueva. Mucho
más, de emprenderse con la pasión de Allen por contar con esa energía a la que
tanto ayuda su precisa caligrafía narrativa y el sentido irónico, lúdrico y, sobre
todo, mofesco que singulariza su discurso.
Me divertí a mares en su
momento con Celebrity, donde Allen
desde su bastión underground con
elenco de élite, pone a sus personajes de toda la vida (con desajustes
emocionales, problemas matrimoniales, irresoluciones sexuales, intempestivas decisiones
existenciales...) en los ambientes intelectuales e intelectualoides de la
creación literaria, la crítica, los medios, el cine y la farándula, para fundir
con su película un hierro candente con que marcar los tips, clisés y modus
vivendis y operandis de semejantes ámbitos.
El muy maldito quiso un
poco con nosotros, y mete en la piel de su sempiterno personaje al británico
Kenneth Branagh, quien se convierte en su sosías. Divierte observar al europeo como alter ego
del inquieto personaje típico compuesto por Allen, tanto como las sabrosas
elaboraciones de sus personajes acometidas por
Leonardo DiCaprio, Melanie Griffith
y Charlize Theron, todos en la carne de superestrellas de Hollywood y la
pasarela. La habitual cuota sarcástica
del realizador viene en el filme, fundamentalmente, de la mirada a los tres
seres asumidos por estos intérpretes: la ligereza, la liviandad de la star de la Griffith; el abuso de las
drogas y las orgías sexuales del joven galán de Leo; las electrizantes
aficiones de la modelo de la suraficana Theron.
A través de ellos, Allen fustiga a muchos famosos de características
análogas. Como que este hombrecito no
cree en nadie, no le importa que varios se cuenten, sino entre sus amigos, sí
al menos en la lista potencial de sus
próximos casts.
Con todos estos personajes y muchísimos más se
codea el periodista Lee Simon (Branagh), eje central del filme y motivo de
interconexión de un sinnúmero de subrelatos que un estirado y rechoncho guión
incorpora. El tipo es tan neurótico como su creador y, cuarentón, no logra lo
que quiere, que es ver filmado el guión cinematográfico que ha escrito y
publicar novelas a las cuales se le dispense una acogida favorable, pues a la
primera la despachurró tanto la crítica que lo hizo desmayar.
Simon se divorcia de su
apocada esposa. Mientras ésta, de la
mano de un productor televisivo, de manera inesperada alcanza la fama como
conductora de ese medio, su ex va de mal en peor, y en su búsqueda de amor y
futuro entre fiestas de actores, productores y ricachones de aquí y de allá,
tópase no precisamente con la dichosa y la dicha que lo hagan dichoso. Del
bojeo de Simon por tales contextos se sirve Allen para estampar una fruitiva
descripción caracterológica de la fauna de dichos hábitats, y de la adopción de
la vacuidad y la frivolidad como tarjetas de presentación de entrada a un
universo donde actuar de otra forma no sería procedente ni admisible. Esa fue,
en resumen, la caza perseguida por Allen en esta ocasión, y en pos de la cual se
gastó en buena ley sus municiones a través de dos horas fabricadas con el mayor
color en el blanco y negro que el estupendo operador sueco Sven Nykvist empleara
por obra y gracia suya.
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