Cláudio
Assis parece asirse a la conclusión spinosiana de “No me río ni lloro ante las
acciones de los hombres, solo aspiro a interpretarlas” al trazar el mapa humano
de su ríspida, lancinante Amarillo mango (Amarelo manga).
Película amarga donde encontrarlas pese al humor que la equilibra, sobresale
ante todo por la configuración que Assis hace sobre la base del guión de Hilton
Lacerda de un entramado vivencial múltiple, en el cual opera a manera de
resorte emotivo individual la obsesión que cada quien abriga, como válvula de
escape al cerco de la letanía de jornadas con sudor a soledad, hastío, mugre e
infelicidad. Assis no juzga ni bendice, se limita a exponer; pero de su
planteamiento se desprende un afán exegético por traducir a partir de su eje de
personajes las lisuras y curvaturas de un modo de vida condicionado por la
miseria.
Este señor
pone a surcar la pantalla a veleros sin curso fijo, sometidos a la buena del
viento, sin rada en que albergar su carga de abandonos. No hay compasión con
ellos, no se las da la vida ni la película se toma la prerrogativa de concedérsela.
Si lo hiciera, no sería Amarillo mango esta crónica al detalle verista de los
días y las gentes menos favorecidas (no marginales precisamente, porque
representan la mayoría) de una de las ciudades más grandes y con más elevado
índice de pobreza del Brasil: Recife, la urbe del sempiterno nordeste
brasilero, escenario dilecto de los
cuadros más descarnados que desde los días del cinema novo viene gestando la
pantalla nacional. Ya desde antes la literatura, sabemos.
Al adoptar
como vía expresiva un modelo de representación que toma prestados elementos del
documental (el locuaz extenso paneo resolutorio sobre los rostros pesarosos de
las personas de la ciudad, un ejemplo) con la estética del neorrealismo
italiano y el cinema novo batidos con un poco de la del nuevo cine iraní, la
película estilísticamente no supone nada nuevo a estas santas alturas, pese a
sus premios de ópera prima en La
Habana, el de mejor filme en Toulousse y el reconocimiento de
la Federación
Internacional de Cines de Arte en Berlín.
En tal sentido la cinta no trasciende lo
funcional -lo más descollante en este departamento es la fotografía naturalista
de Walter Carvalho, aun con su abuso y todo de picados- y resulta menos osada
que un anterior filme local de temas coincidentes a la manera de la alborotada Domésticas
(2002). La valentía, el rango de Amarillo
mango hay que buscarlos en el abordaje de sus personajes, en la manera de
labrarlos (estupenda la concepción de Ligia, la mesera del bar Avenida,
asesinada por el cuchillo impiadoso de la rutina, como no menos formidable la
del homosexual Dunga y su obsesión por acostarse con el matarife Wellington; o
la del tipo que adquiere cadáveres para balearlos cual forma de placer; no
obstante algo forzada la súbita conversión de Kika, la hiperreligiosa mujer del
carnicero, intempestivamente transmutada en una fiera sexual tras la
infidelidad de su pareja); de orlarlos de detalles que los legitimicen, de
estampar con ellos un rastreo volitivo-sensorial que garantice la credibilidad
de sus pasos en el fragmento de sus vidas que el largometraje decidió seguir.
Vidas que representan el escaparate humano de un entorno social que hizo
metástasis vía indigencia, violencia
diaria y cerrazón cotidiana. Amarillo, dice Assis, es el color del nordeste;
sería casi pleonástico decir que por extensión también aquí el de la
desolación.
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