Las horas (The Hours) arranca con la
crispante imagen del suicidio de la escritora Virginia Woolf en 1941. Tras
colocarse una piedra en el bolsillo, se hunde en la oscuridad del río Ouse,
cerca de la campiña inglesa; el sitio donde los médicos desde mucho antes le
habían prescrito acudir, para ver si aliviaba la enfermedad mental motivadora
de largos períodos depresivos e inestabilidad emocional. Le hastiaba la vida
suburbana, los doctores, el mundo y ella misma. Solo la existencia de sus
personajes permitíale afrontar su propia subsistencia. Hay una escena de la
película, ubicada en la década del 20, en el proceso de elaboración de su
novela Mrs. Dalloway, que registra este diálogo entre su esposo y ella:
“En tu libro escribes ¿Por qué alguien debe morir?. Es una buena pregunta”.
Virginia le responde en el filme a través de las mismas palabras de la obra
literaria: “Alguien debe morir para que otros aprecien más la vida. Morirá el
poeta, el visionario”. Consecuente consigo, se ofrece en holocausto.
Contribuyendo al hacerlo a desbrozar las yerbas que nublan las certezas y hasta salvar quizá a otros que, como ella
-quisiéranlo o no-, torcieran el sentido del tiempo, al convertir la vida a su
pesar en un desfile martillante, tormentoso e inaguantable de horas, minutos y
segundos.
Como el que pasa sin descanso ante los ojos de Laura
Brown (Julianne Moore) y Clarissa Vaughn (Meryl Streep), los otros dos
personajes femeninos centrales del filme, pertenecientes a épocas distintas
pero vinculados a la escritora (Nicole Kidman) en virtud del fabuloso juego de
entrecruces e interconexiones tejido por el guión de David Hare según la novela
homónima de Michael Cunningham en que fielmente se basa la cinta. Laura es una
ama de casa de los años 50, con esposo ejemplar, hijo y nuevamente embarazada,
pero, como Virginia, tiene tendencias homosexuales. Enamorada de su inasequible
vecina, es probable que ello la conduzca a tomar la decisión de quitarse la
vida; mas la lectura de Mrs. Dalloway se lo impide. Optará por abandonar
el hogar y dejarlo todo atrás, colegiblemente para no seguir autoengañándose.
Esta resulta una de las tres grandes áreas convergentes en el filme que
requería mayor incisividad y desarrollo: aunque te dan las pistas nunca se
comprenden del todo -o al menos no son satisfactorias dramáticamente- las
causas que impulsan las acciones de esta mujer. Pese a ello, Moore,
constructora gigante, echa el resto tratando de subsanar la ausencia de
definición.
Clarissa es una editora literaria neoyorkina del siglo
XXI, que tuvo una relación sentimental con Richard, el hijo de Laura (Ed
Harris), laureado escritor gay a punto de morir de SIDA que la apoda Señora
Dalloway y a quien ella, inútilmente, se empeña en suavizarle la desesperación. Tal como la heroína de la novela de Woolf,
Clarissa prepara una cena en honor de
este hombre, con un grupo de invitados. Dicha reunión no va a producirse,
porque Richard, que apenas un crío tuvo la percepción instintiva de los deseos
autoanulatorios de su madre, ahora consuma con su cuerpo la labor inacabada de
la autora de sus días. Clarisa comparte su vida con otra dama desde hace diez
años. No es feliz, a semejanza de Laura, de Virginia. A las tres mujeres las
unen angustia, inalcanzables sueños de felicidad, cierta atracción por la
muerte, necesidad de un espacio en el mundo, una soledad abismal en compañía...
La conformación
en pantalla del cordón umbilical de esa interrelación trilateral, sin
flash-backs, sin narrador en off ni ningún recurso manido, a pura imagen y
sutiles apelaciones narrativas (el filme está lleno de preciosos y sensibles detalles interconectivos),
constituye la conquista mayor de esta justamente multipremiada producción anglo-estadounidense
de Stephen Daldry (Billy Elliot). El otro no menos descollante logro es
la genial -y, créanme, no existe otra palabra apropiada en el inmenso idioma
español- composición de la infinita Kidman, Streep y Moore, en igual orden de
gradalidades. Las tres elevan a un rango de lujo el nivel interpretativo de
este drama de fuste, que pese a su roce
constante con la muerte, a la larga vota por una ferviente apuesta a la vida;
sea por la vía de la contraposición, sea incluso mediante efecto
de redargución: riposta a la muerte casi desde sus propios dominios y mediante
el estudio de su principal indicio expresivo en los individuos, la repulsión a
la vida. Ello demanda tacto y valentía extraordinarios, los mismos que posee
esta espléndida obra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario