viernes, 12 de septiembre de 2014

Las horas, de Stephen Daldry: angustia anudada en lazo triangular


Las horas (The Hours) arranca con la crispante imagen del suicidio de la escritora Virginia Woolf en 1941. Tras colocarse una piedra en el bolsillo, se hunde en la oscuridad del río Ouse, cerca de la campiña inglesa; el sitio donde los médicos desde mucho antes le habían prescrito acudir, para ver si aliviaba la enfermedad mental motivadora de largos períodos depresivos e inestabilidad emocional. Le hastiaba la vida suburbana, los doctores, el mundo y ella misma. Solo la existencia de sus personajes permitíale afrontar su propia subsistencia. Hay una escena de la película, ubicada en la década del 20, en el proceso de elaboración de su novela Mrs. Dalloway, que registra este diálogo entre su esposo y ella: “En tu libro escribes ¿Por qué alguien debe morir?. Es una buena pregunta”. Virginia le responde en el filme a través de las mismas palabras de la obra literaria: “Alguien debe morir para que otros aprecien más la vida. Morirá el poeta, el visionario”. Consecuente consigo, se ofrece en holocausto. Contribuyendo al hacerlo a desbrozar las yerbas que nublan las certezas y  hasta salvar quizá a otros que, como ella -quisiéranlo o no-, torcieran el sentido del tiempo, al convertir la vida a su pesar en un desfile martillante, tormentoso e inaguantable de horas, minutos y segundos.

Como el que pasa sin descanso ante los ojos de Laura Brown (Julianne Moore) y Clarissa Vaughn (Meryl Streep), los otros dos personajes femeninos centrales del filme, pertenecientes a épocas distintas pero vinculados a la escritora (Nicole Kidman) en virtud del fabuloso juego de entrecruces e interconexiones tejido por el guión de David Hare según la novela homónima de Michael Cunningham en que fielmente se basa la cinta. Laura es una ama de casa de los años 50, con esposo ejemplar, hijo y nuevamente embarazada, pero, como Virginia, tiene tendencias homosexuales. Enamorada de su inasequible vecina, es probable que ello la conduzca a tomar la decisión de quitarse la vida; mas la lectura de Mrs. Dalloway se lo impide. Optará por abandonar el hogar y dejarlo todo atrás, colegiblemente para no seguir autoengañándose. Esta resulta una de las tres grandes áreas convergentes en el filme que requería mayor incisividad y desarrollo: aunque te dan las pistas nunca se comprenden del todo -o al menos no son satisfactorias dramáticamente- las causas que impulsan las acciones de esta mujer. Pese a ello, Moore, constructora gigante, echa el resto tratando de subsanar la ausencia de definición.
Clarissa es una editora literaria neoyorkina del siglo XXI, que tuvo una relación sentimental con Richard, el hijo de Laura (Ed Harris), laureado escritor gay a punto de morir de SIDA que la apoda Señora Dalloway y a quien ella, inútilmente, se empeña en suavizarle la desesperación.  Tal como la heroína de la novela de Woolf, Clarissa prepara una cena en  honor de este hombre, con un grupo de invitados. Dicha reunión no va a producirse, porque Richard, que apenas un crío tuvo la percepción instintiva de los deseos autoanulatorios de su madre, ahora consuma con su cuerpo la labor inacabada de la autora de sus días. Clarisa comparte su vida con otra dama desde hace diez años. No es feliz, a semejanza de Laura, de Virginia. A las tres mujeres las unen angustia, inalcanzables sueños de felicidad, cierta atracción por la muerte, necesidad de un espacio en el mundo, una soledad abismal en compañía...
 La conformación en pantalla del cordón umbilical de esa interrelación trilateral, sin flash-backs, sin narrador en off ni ningún recurso manido, a pura imagen y sutiles apelaciones narrativas (el filme está lleno de preciosos y  sensibles detalles interconectivos), constituye la conquista mayor de esta justamente  multipremiada producción anglo-estadounidense de Stephen Daldry (Billy Elliot). El otro no menos descollante logro es la genial -y, créanme, no existe otra palabra apropiada en el inmenso idioma español- composición de la infinita Kidman, Streep y Moore, en igual orden de gradalidades. Las tres elevan a un rango de lujo el nivel interpretativo de este drama de fuste, que pese a su  roce constante con la muerte, a la larga vota por una ferviente apuesta a la vida; sea por  la vía de la  contraposición, sea incluso mediante efecto de redargución: riposta a la muerte casi desde sus propios dominios y mediante el estudio de su principal indicio expresivo en los individuos, la repulsión a la vida. Ello demanda tacto y valentía extraordinarios, los mismos que posee esta espléndida obra.

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