Orlando
Rojas, el progenitor de Papeles secundarios, una de las criaturas fílmicas más visualmente
rotundas y artísticamente atrevidas (también de las más gélidas) de la historia
del cine cubano, se sacó de la manga una comedia gótica, rebelde,
vitriólica, transustanciada, dicótoma y tan andrógina como varios de sus
personajes en Las noches de Constantinopla (Cuba-España, 2001, asida esta a una
inmoldeable argamasa dramática sustantivada en vibrante y posmoderno tejido
intertextual, en concreta conciliación de comedia y melodrama, academia y
novedad dentro de un filme que si bien no deja de moverse en un patrón
estructural clásico, no resultaría fácil de etiquetar en el panorama insular.
A partir de una idea de base ingeniosa y no
exenta de originalidaden el patio –pese a la sombra genealógica de Los
sobrevivientes detrás suya-, la película aporta una aquí no muy frecuente
mirada sobre el embrión de la familia en el proceso (de)formativo de la persona
y el contraste entre el poder de ésta y el grupo social en dicho y otros
sentidos, amén de disquisiciones anexas en torno al abrazo de la mentira como
mecanismo de solución de los problemas y el uso y abuso de los poderes en las
diversas células sociales, a partir de la primigenia del entorno filial.
Injertado todo a perspectivas individuales marcadas por sujetos en cuasi
perenne enfrentamiento a un elemento dual (interno-externo) de presión,
asfixia. Con mucho, interés este último recurrente en Rojas desde Una novia
para David, e incluso ya en sus colaboraciones de guión y asistencia de
dirección para Solás y, principalmente, Gutiérrez Alea.
Ejercicio adscrito a un constante riesgo en
la asunción de tonos, matices y gradalidades, Las noches de Constantinopla (la cual es exhibida este jueves en la televisión cubana) en
no pocos tramos inspira la sensación de que transita por una cuerda floja que
inevitablemente la conducirá al piso en la próxima escena, mas milagrosamente
se levanta a centímetros del estrépito en toda la zona introductoria-media,
merced al oficio en el concatenado secuencial de Rojas y la seminvisible lógica
interna que lo preside. Buen montaje se llama eso, dirá alguien, pero hay algo
más detrás.
Cineasta culto, gozador del cine, mascarón de
proa -entre los directores botados a nuestra poco surcada mar durante los
ochenta- en la investigación, el estudio y el constante visionaje de lo que
aportó y aporta este arte allende y aquende, Rojas busca y halla planos de
legitimidad en un discurso estético bien alante, en cuya integración ningún
trauma causa que el hombre se autocite, el tiempo que su obra sea anfitriona,
en perfecta flluencia de bienvenida y agasajo, de muy vivos fantasmas
buñuelianos y titonianos (El ángel exterminador y Los sobrevivientes, Las doce
sillas), o de referencias a su casi contemporánea Coronación, de Caiozzi. En este proceso de intervención las cosas sí
empiezan a pintar mal cuando se recurre a esa criminal por malquerida
apropiación drag de Some like it hot, de Billy Wilder, o al metalenguaje de
signos camp y kitchs de la cháchara almodovariana. Todo un desastre en su
inviabilidad dramatúrgica.
Esto viene a advertirse a una altura en la
cual el filme ya ha traicionado sus promesas iniciales y se convierte en un
manjar para amantes de las más inauditas extragancias. Cuando se pierde la
posibilidad de que cuaje la solvente comedia pretendida y tiende a desdibujarse
el tono de lo ligero añorado –ser ligero es un arte, una cualidad magistral
difícil de dominar; Wilder podía serlo si era el caso, también Allen, Benigni-
entre un humillo queer y una filosofía palurda de isla –aquí, aunque oblicua,
hay una nada subrepticia mirada a la nación- en perenne francachela como
antídoto contra el sino agriado de los tiempos. Paraíso alternativo de jodedera
sin reloj (Oh, Mañach, cuánto mejor que no hayas visto esta parte del filme
antes de tu Indagación al choteo), bajo el norte anárquico y la causa sin bandera de travestizadas
girovagancias. Un oceáno de inopia diluido en este largo, insulso, farragoso
segmento final que viene a caer en los canales emotivo-racionales del
espectador como la respuesta sin solución al embrollo en que la película se
metió de porque sí. Quizá por creerse demasiado su compromiso posmoderno de
legitimación de la diferencia, quizá por írsele de las manos los mecanismos
contendores del paroxismo lúdico al lomo del cual hace por levantarse este
supuesto espacio de transgresión fílmica. Un buen mago de película trastocado a
la larga en ambigua chifladura.
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