En La
filosofía en la época trágica de los griegos, Fiedrich Nietzsche alumbra
una verdad, refrendable incluso como axiomática por el mundo del arte, al
apuntar que “quien se complace en los grandes hombres ama sus sistemas
filosóficos, aunque sean absolutamente equivocados, porque estos tienen un
punto irrefutable, una entonación personal, un color personal…” El nipón Takeshi Kitano, para algunos críticos uno
de los mayores talentos aparecidos en el planeta durante los ´90 (si bien este
cronista prefiere resguardarse de absolutizaciones parecidas, aun cuando lo
considerara y todo un realizador extractase en su momento) entrega en su obra
como comprobante de recibo un sistema filosófico -en cuanto a la puesta en
pantalla del cine de acción- dotado de punto, entonación y color totalmente
personales por varios elementos verificables, sobre todo, en su parcela fílmica
dedicada a la yakuza o mafia japonesa, donde halla su espacio Sonatine. El primero de ellos, la
utilización de la violencia, harto bien graficable en el filme. Kitano es solo
Kitano; por ende los códigos que maneja no son articulados sobre la base de
influencias, y su violencia nada tiene que ver con la del universo Tarantino
(el planeta y sus múltiples satélites) o John Woo, como tampoco con la de Tsui
Hark, Ronnie Yu o Park Chan-wook, ni incluso con la del también nipón Kinji
Fukasaku (director del filme Simpatía por
los perdedores, del cual por cierto recibe algunos ecos en lo argumental Sonatine
en su recreación de esta historia sobre mafiosos venidos a menos en Okinawa),
en tanto prescinde de efectismos y sugiere una línea visual muy austera, de
economía de encuadres, de planos fijos hasta en instantes de acción pura.
Kitano desdeña el frenesí a cambio de un sesgo de
impasibilidad -tanto en la imagen como en el dibujo del universo emotivo de los
personajes-, que ocasionalmente puede tornarse seco, áspero, donde no habrá
lugar para los chorros de sangre (si nos olvidamos de su bastante posterior
aventura por encargo Zatoichi), el
deleite en la descripción visual hiperbolizada de la muerte, las consabidas
rutinas acrobáticas y encajaduras faciales desorbitadas por efectos
adrenalínicos. Se trata de una violencia tamizada o filtrada que incluso en Sonatine no se cohíbe de colindar en su mismo teatro de operaciones con lo
lúdico y lo intimista.
Los hombres rudos de Sonatine y el propio Kitano que encarna al jefe de pandilla
Murakawa eliminan a seres humanos con la pasmosa quietud de quien se cepilla
los dientes al despertarse, sin que a sus rostros emerja la mínima compasión o
les impacte emocionalmente lo que están haciendo. En las matanzas de Sonatine nadie salta, ejecuta un gesto
facial o mira hacia el lado. Solo se observan los ojos del adversario, de
frente, hasta que muere.
Es la rudeza en estado natural de personajes que la
contemplan como la herramienta de trabajo imprescindible dictada por el
decálogo de su cultura del clan. Sin embargo esos mismos tipos, al vararlos el
guión en medio de una casa en la playa a la espera de la resolución de un
conflicto cuya naturaleza nunca se entiende
bien por los protagonistas, asumen perfiles anteriormente ni siquiera sugeridos
por el relato o imaginados por el espectador.
Toda esta zona de la película parodia incluso el
propio género a partir de una asunción lúdica, propicia para diálogos y situaciones
delatorios del doble cariz de los personajes, de sus reminiscencias infantiles
en entender al juego como forma idónea de cubrir el tiempo libre. Y da pie
además a la salida a flote de los sentimientos de gente que mata con
displicencia robótica, aunque lo haga más por temor que por valentía. Prueba de
ello es el siguiente diálogo entre Murakawa y una joven a la cual ayuda en la
playa: “Me gustan los tipos duros”, dice ella. “Si fuera duro no usaría armas”,
él le replica. “Pero disparas rápido”; insiste la muchacha. “Porque me asusto
rápido. A veces tienes tanto miedo, que te asusta la muerte”, termina él.
No obstante, este diálogo solo se entiende en dicho
contexto y con este personaje femenino, suerte de ave de paso en la vida sin
destino de Murakawa. Jamás diría algo semejante a un yakuza u otra persona,
porque iría más que contra los preceptos contra los basamentos mismos de una
cosmovisión particular que tiene en la muerte su propia esencia.
De ahí que en buena parte de la obra de Kitano (y
es el segundo elemento singularizador de su narrativa), la muerte violenta
represente la culminación lógica de la existencia de los personajes, a veces
hasta el fin buscado por ellos -algo común desde Violent cop (1989). En torno a ese anhelo latente de desaparición
física de sus personajes, y fundamentalmente del que por lo general el Kitano
actor compone, el director de El capo
le recordó a los críticos de Cahiers du
Cinema que “en el espíritu japonés esta tentativa suicida, tal vez cercana
a la droga, siga existiendo”. Quien esté atento a estadísticas sabrá que no
desmienten a Kitano, en tanto en el país del harakiri se registra en la
actualidad el mayor número de suicidios del planeta.
En este gran momento de celuloide llamado Sonatine confluyen otros de los
atributos formales del estilo e intenciones narrativas del autor asiático, como
la relevancia dramática que le confiere a los tiempos muertos y la utilización
de los espacios, los cambios de tono parteros de la coalternancia de lo grave
con lo menos solemne del ser humano, el apego a la composición de relatos en
apariencia serenos pero de gran intensidad interna y rigurosamente
equilibrados, su metáfora constante sobre la agresividad en estado latente del
hombre.
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