Los tipos extraños,
perdedores, outsiders o freaks son los bichos raros predilectos
por Álex de la Iglesia,
desde que el cine le abrió espacio a este maldito gordo español en 1992 a través de Acción
mutante. De allá a acá han mediado muchas películas, casi todas osadísimas,
donde reina esta escoria parida menos por una combinación social de exclusión y
maltusianismo que por otra personal de desprecio e indiferencia ante el mundo
de tales seres. O sea, que no puede hablarse en ellos propiamente de rechazo
hacia sí, porque media el elemento de “no quiero integrarme a” que de su núcleo
parte. Son lo que son, a la larga, más a causa de su mala leche congénita que a
las razones de siempre cuando otros autores hablan de estos mismos tipos. Pero
a Álex no le va ni la sociología ni la psiquiatría, mucho menos los códigos de
lo políticamente correcto. Quizá sea lo que le tiente explorar el perfil
siniestro de la especie.
La comunidad (2000) es una película llena de
locos, despistados, oportunistas, onanistas…, todos potenciales asesinos. Este
thriller humorístico-terrorífico-vecinal que arrastra un poco del humor negro
de Ferreri, el esperpento valleinclano, el terror comunitario de Jeunet y Caro
en Delicatessen y las pulsaciones
barriales de La estrategia del caracol, del colombiano Sergio Cabrera, parte de
la siguiente instancia dramática de quiebre narrativo: el encuentro de 300
millones de pesetas dentro de un apartamento por una señora (Carmen Maura)
dedicada a correr pisos de alquiler. Toda la gente del edificio conoce de la
existencia del dinero y quieren tenderle un cerco para repartirse el botín. Lo
que empieza a partir de que semejante decisión cobra cuerpo de acción es la más
delirante -probablemente también la más divertida- cacería humana, permeada de
rasgos del absurdo, la parodia de casi todos los géneros, sangre y estridencia,
hasta llegar al puro paroxismo dramático a la hora del arrebatado cierre de
persecución, vuelos aéreos y combate sobre los techos madrileños.
En su obra más
compacta, menos irregular desde El día de
la bestia (1995), De la
Iglesia no tuvo conmiseración ni con el espíritu santo. Toda
la arrebatiña frenética en que convierte al filme a su vez convierte a éste en
la personal, acre y punzantísima parábola del realizador en torno a la miseria
y la ridiculez humanas, entrevistas aquí con el punto de focalización puesto en
este hipócritamente solidario comité vecinal, sólo interesado en lo puramente
material. Semejante radicalidad no sugiere siquiera la existencia de la posible
claraboya luminiscente por donde puedan filtrarse átomos redentorios para
dichos seres. La rispidez, la extrema dureza rayando casi en un pesimismo
lancinante en el tratamiento y conformación del patrón psicológico de sus
personajes es marca de fábrica del cine del creador de Perdita Durango (1997), razón la cual su trabajo eventualmente
espante a receptores de talante más optimista. Lo que no coarta, incluso ni
para ellos, el extraordinario poder de atracción de La comunidad.
Película de situaciones
y de personajes, su progresión dramática se asienta en la sucesión espiralada
de crescendos, tanto como en la metamorfosis del personaje central de la
Maura. La actriz -Goya a la Mejor Intérprete por su labor
aquí- compone con portento absoluto a la sinuosa, pícara y ambiciosa
protagonista. Lo hace con rigurosidad de hormiga, vastedad oceánica, exactitud
solar. Sobre el personaje que encarna, y de éste mismo, va a proyectarse y
emanar la gama de mezquindades que el realizador extrae con precisión
sexológica de la sangre de sus antihéroes. La comunidad es ácido puro, pero
vale la ingestión.
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