Maher Arar fue un canadiense
secuestrado por la Agencia Central
de Inteligencia de los Estados Unidos hace seis años, a quien solo liberaron
cuando ya no les quedaba más remedio, un año después, sin haber conseguido
extraerle información fidedigna alguna que pudiera servir a la “batalla” de
Washington contra el terrorismo, habida cuenta la inocencia del hombre acusado
injustamente de pertenecer a Al Qaeda. Al salir del entuerto, ya nuevamente en Canadá,
el primer ministro le pidió perdón, lo indemnizaron con 10 mil dólares y asunto
resuelto. Es el modo de obrar entronizado.
De la historia de este señor
de origen árabe, sospechoso infundado de terrorista -una de las tantas, la
mayoría oculta, de esos infelices que meten encapuchados dentro de un avión o
un buque y los llevan por todo el mundo aplicándole los mil y un tipo de
torturas físicas y psicológicas-, parte de manera tangencial el guión de Kelley
Shane para componer Expediente Anwar
(Rendition, 2007), superproducción
con la cual las mentes más liberales de Hollywood intentan trasladar a los
millones de personas que ni leen periódicos, ni consultan fuentes alternativas,
ni mucho menos aprecian documentales de denuncia, lo que está sucediendo con
este horrible asunto que viola los conceptos del derecho individual y de las
naciones, así como todo principio de dignidad humana.
Como en otras películas de
lo que ya constituye un subgénero dentro del cine norteamericano más reciente
explorado por nombres del calibre de Michael Mann, Steven Soderbergh, George
Clooney y hasta un ocasional Spielberg, actores de sólido historial y otros de
reciente prestigio, a la manera de Meryl Streep y Alan Arkin en el primer caso;
y Jake Gyllenhaal, Peter Saarsgaard y Reese Whiterspoon, en el segundo, son
convocados al plató para la puesta en pantalla del realizador surafricano Gavin
Hood.
El creador de Tsotsi, la oscareada cinta de 2006
producida en esa nación, salta a Norteamérica en virtud de dicho precedente,
para ponerse al frente de este thriller político de presuntas nobles
intenciones, pero cuya inicial carga denunciatoria queda totalmente
neutralizada por un increíblemente falaz, ingenuo, torpe y enclenque happy-end, el cual difumina casi todo
cuanto de verdad pudo haber en su discurso.
Rendition es el término ¿jurídico¿
aplicable a los secuestros de sospechosos de terrorismo, léase árabes, porque
difícilmente habrá un blanco sajón sobrevolando el Atlántico en un avión-centro
de torturas -de esos de los que el mundo se enteró por el informe de The Washington Post en 2005-, o menos en
Guantánamo.
Pues bien, ateniéndose a la inconstitucional
letra del rendition, en la trama Anwar El-Ibrahimi (Omar
Metwally), ingeniero químico de origen egipcio y residente hace 20 años en
Estados Unidos, es detenido en el aeropuerto antes de pisar suelo
estadounidense, por ligeras sospechas de que puede formar parte de una red que
perpetró un atentado en Egipto, tras detectar en su celular el número
telefónico de uno de los supuestos autores.
Su caso será seguido por el
novato agente CIA Freeman (Gyllenhaal), quien deberá tomarlo luego de la muerte
de su superior en el atentado.
A Anwar, que vive harto bien
en los EE. UU, con un sueldo de 200 mil dólares al año, buena casa, una esposa
(rubia anglosajona, interpretada por la Whiterspoon), un niño y otro por venir, viajes,
comodidades…, lo meten en una mazmorra de un sitio innombrado, donde bajo las
órdenes de un oficial egipcio y la mirada silenciosa de Freeman recibe la mar
de torturas, vejaciones y humillaciones.
Desde Washington, una vieja
leona de la directiva de la CIA
(Meryl Streep) no entiende razones cuando Freeman le comunica que, a todas
luces, el detenido no sabe nada. “Sin piedad, hasta lograr información”, clama
ella.
Pero su subordinado, de a
poco, va solidarizándose con Anwar. Tanto que, a la larga, como sus superiores
no comprenden y en él debe triunfar la ética, el decoro, la dignidad…, libera
al sospechoso, da la nota a la prensa que publican en primera plana los
periódicos norteamericanos -esos mismos que tanto ayudaron a la administración
a su “cruzada” contra el terrorismo- y lo manda de vuelta a casa, donde vivirá
por siempre feliz.
O sea: que sí, se expone al
gran público casi didácticamente (pero aun así y todo debe agradecerse) el
ignominioso método de secuestro sin causa, las detenciones injustificadas, la
tortura…, mas lo que la cinta hace con sus manos lo destruye con los pies al
ubicar esta emprendedora oveja blanca del noble agente dentro del mecanismo de
poder -y esto es una regla tan invariable en el género como que en la comedia
romántica la pareja central se pelee diez veces antes de reconciliarse-, quien
se opone a la injusticia y hace que prevalezcan por arriba de todo y de todos
los acendrados valores morales que hicieron grande a la nación. Pamplina
barata.
Pero Expediente Anwar no sólo está lastrada por esta resolución
mongoloide, sino además porque su relato pierde coherencia al dispersarse en
innumerables subtramas que nada le aportan a su tejido central (el romance de
la hija del oficial egipcio con el combatiente de la resistencia, el ejemplo
mayor); de manera que cuando Hood va a
atar todos los cabos para arribar al desenlace es lastimoso el “picotillo” de
la edición para que todo quede como Dios manda, lo que al final no sucede.
Todo un fracaso en la
taquilla norteamericana, donde no sobrepasó los diez millones de recaudación,
en lo que supuso grandes pérdidas a su estudio, los creadores del filme -sabedores
que al norteamericano promedio, embebido en su mundo onírico de televisión
basura, cerveza y basket, ha sido condicionado psicológicamente para que le
importe un pepino asuntos tales como los aquí ventilados-, introducen la carta
de la esposa embarazada de Anwar, quien, sufridoramente, lucha con sus menudos
brazos contra los inmensos tentáculos del kraken de la CIA para que liberen a su
amado y le garanticen el derecho a habeas corpus.
Eso le añade al largometraje
un componente emotivo necesario -y además, resulta elemento irrecusable a la
hora de agitar la fórmula narrativa de este tipo de proyectos-; al tiempo que
le permite a Hood darle aire al personaje de la Streep, por cuyos tan bien
pronunciados y actuados diálogos de cinismo de antología de estos momentos de
la historia ya puede verse bien un filme igualmente meritorio en alguno de sus
apartados técnicos. Parcela en la cual sobresale, a no dudarlo, el trabajo del
fotógrafo australiano Dion Beebe (Colateral,
Chicago), quien consigue captar magistralmente
con su lente no solamente el calor y el color del espacio geográfico y el medio
descritos.
Otra lamentablemente perdida
posibilidad de los grandes estudios para concebir una película sobre el tema
que logre trascender.
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