Lo de Álex de la Iglesia siempre fue eso: plantarle un trancazo en la mollera
a la convención. Tal ha sido su inveterada estrategia, desde los tiempos
nauseabundos de Perdita Durango, pasando por la gozable El día de la bestia,
esa rica gamberrada de La comunidad, el marmitako-western 800 balas y el
desmadre de Crimen ferpecto, siempre antes de llegar a su cerebral ejercicio de
género Los crímenes de Oxford (2008). En su inopinado
desplazamiento hacia comarcas del suspense clásico, el bilbaíno y su
coguionista eterno Jorge Guerricaechevarría parten de la novela del argentino
Guillermo Martínez para componer una pieza cuya solvencia narrativa, cuidado en
el cuerpo de diálogos y capacidad visual no la eximen de ser la mixtura en
versión cine globalizado (esto es, las coproducciones llenas de estrellas y
técnicos de aquí y allá) de un típico whodunit americano embadurnado con un
poco de la duda ancestral de Wittgenstein sobre la verdad (“?Podemos llegar a
conocerla realmente alguna vez¿”) y lucubraciones matemáticas (la tan famosa
como llevada y traída sucesión numérica de Fibonacci).
Sin convertirse del
todo en una desvaída formulación “matrixada” de filosofía de manual aplicada a
un relato fílmico de mistery murders, a uno lo embarga el agobio ante este
pitagórico vademécum y extraña a mares la marca autoral de De la Iglesia, la causticidad
sello de la casa, su imaginería gótica, su inconformidad con la academia, el
hálito berlanguiano del creador. Tanto como repudia esta densidad a ultranza,
la gelidez genésica del planteamiento dramático o el subempleo de Leonor Watling
en este huero personaje de ecuación sexual de alivio del par de matemáticos
sajones John Hurt y Elijah “Frodo” Wood. La misma seriedad con que Álex se toma
el encargo, unido a la meticulosidad de la trama en el detalle junto al regodeo
intelectual del relato hacen que Los crímenes de Oxford ponga el listón de los
thrillers criminales más alto que a la usanza del canon, quedando claro que el
rasero se marca por cosas como la indecente El Código Da Vinci, -es verdad-;
pero lo que se dice aportar poco aporta a campo tan auspiciosamente explorado
desde la era Hitchcock. No parecerá un terrícola verbenero en Plutón, pero De la Iglesia pisa aquí territorio
poco propicio para su temperamento, que no mucho le debe, ciertamente, a la
flema oxfordiana y sí bastante al esperpento, la maledicencia quevedesca y su
proverbial visión exegética del mundo y las cosas a trasluz de un visor de
reminiscencias tan naives como las que cabrían atisbarse en un cómic de
Mortadelo y Filemón.
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