martes, 4 de noviembre de 2014

Alexandra


“Aquí todo está destruido, no solo las casas. Los buenos saludan a los malos, los santos creen al diablo…”.  Así dice Malika, la anciana chechena vendedora del mercado local, al conversar con Alexandra, su coetánea rusa y personaje central del filme homónimo del maestro Alexander Sokurov. El diálogo entre el par de viejecitas, quienes trabarán amistad, tiene lugar cuando la segunda se toma un aire durante su visita al campamento militar del nieto -capitán destacado en la región por orden de Moscú-, y pasea por los tenderetes de venta de un poblado semiderruído, y luego por el hogar de la recién conocida. Escenas registradas todas en tonalidades sepias/ocres, pues no hay precisamente policromía, ni exceso de luces o alegrías para retratar aquí.
No todos en el sitio tienen las mismas intenciones camaraderiles de Malika. Miradas esquivas, desde los toldos o los puestos, se proyectan contra la recién llegada. Los locales odian a los rusos, a quienes ven como invasores. Un joven lo hace saber a la claras a la visitante. El director lo muestra a la menor brevedad en un filme pletórico de cargas semánticas, pese a ver sido apreciado en su andadura internacional como más “sencillo, expedito” que anteriores del realizador. Quizá sí en la puesta en escena y en la densidad de la narración, aunque para nada en sus ideologemas. Ni en su postura en contra de la irracionalidad, insensatez ¿e inextricabilidad? de la guerra.
Alexandra (superlativa en su asunción Galina Vishnévskaya) observa, asiente, disiente, comprende, malentiende, musita, chista, desbarra a través de su estancia en el campamento. Entre lo poco que habla, suelta preguntas sobre la identidad, el hogar y la muerte que mucho más que delinearla en tanto personaje, a lo cual a todas luces también propenden, sirven a Sokurov para prefijar por arriba de cualquier condicionante puntual, más allá de su dureza extrema, los nudos básicos de la existencia. En abierto desamarre algunos, no obstante, de personas que en virtud de las circunstancias formaron parte de este paisaje de alto en medio de la batalla permanente, de este universo desangelado en fase de captura por la cámara.
No devendría interpretación disparatada adivinar en el personaje de la anciana la alegoría de una gran nación curtida en un sinnúmero de avatares, un símbolo viviente de esa madrecita Rusia lastimada en su alma de sucesivos imperios querellantes y maltratadas formaciones económico sociales de signo diverso, pero abierta a un futuro de integración, de fe. No en balde el filme se despide con la invitación de Alexandra a su amiga chechena a visitarla en su ciudad. La solidaridad, el entendimiento, la redención mutua por arriba del resquemor y el odio. Aunque quizá no, con Sokurov todo resulta posible, y por el contrario haya un insondable pesimismo aquí. El pequeño viaje de la abuela al campamento es asumido en cierta forma también como un trayecto a ninguna parte, sin resultados. Su nieto Denis casi la conmina a marcharse, pues estará cinco días fuera y ella no debe permanecer allí. La babushka, al menos en cuanto a lo tocante al futuro del descendiente ¿símil del país, del diferendo?, se va como llega. La cámara la toma en contraplanos cortos; no hay certidumbre de hacia donde avanza.
En los ojos, en la mirada perdida o cercana y el rostro total de Alexandra Nikolaevna está condensada toda la sabiduría ancestral de una raza, incapaz sin embargo pese a tal de decodificar siglos y siglos de conflagraciones, contiendas constantes. Tras dialogar con los jóvenes soldados, verlos desarmar un fusil Kalashnikov, mediante unos cuantos planos cargados de naturalismo y fuerza evocadora mayúscula, la abuela del capitán se conduele de los acuartelados en el bastión castrense ruso en Chechenia. Apenas chiquillos ellos, sin saber aun desmenuzar conceptos, significados ni razones -mucho menos en torno a la esencia de las contiendas: “Todo es muy complicado”, cada quien cuenta con sus cejudas razones, si lo sabrá la visitante. La abuela momentánea de todo el campamento les trae cigarros, galletitas de su periplo pueblerino, para así acceder al reclamo de unos mocosos que, no obstante, pueden hacer su tarea, y de hecho la ejecutarán, a la primera encomienda. “Uds. saben destruir, ¿pero cuándo aprenderán a construir?" resulta una frase de la anciana arriba de la cual huelgan remaches exegéticos. 
Ahí, en el asentamiento militar, rellena sus días Denis, 27 años, soltero, no sabe de libros -a diferencia de ella, su predecesor ni idea guarda sobre Dostoiesky o cualquier padre tutelar ruso- ni afectos. Tampoco guarda en su memoria lo que se dice buenos recuerdos de la vida marital entre los abuelos. “Él era cruel”, reconoce Alexandra, hastiada de autoritarismos y deseosa que su descendiente encuentre esposa, familia, humanidad.
 En esta película de 2007, llena de momentos de gran intensidad dramática y espiritual, de instantes de rotunda expresividad, existe una equilibrada condensación de las constantes temáticas, obsesiones y preocupaciones de su creador. Sobre todo, tres líneas de atención medular de buena parte de un corpus conformado por más de 40 documentales y piezas de ficción: el poder, las relaciones filiales y el hecho bélico.
Lo primero es visto aquí desde lo general a lo particular, desde la nación a la abuela. Ambos lo ejercen y se han visto sometido a éste. Los chechenos tampoco son santos, amigo Sokurov, leemos la prensa mundial. Como en Madre e hijo o Padre e hijo, el encuentro de dos figuras de consanguineidad de primer grado, marcará, sin tremebundismos ni agitaciones, con la mayor parsimonia y quietud del universo al menos en el plano emergente aunque no en el magma de lo subyacente o el subsuelo emotivo (bien podría estudiarse la aplicación de la teoría del iceberg hemingwayana a los personajes/situaciones/conflictos de los filmes del autor), el soporte dramático para configurar peculiares curvas evolutivas. Curiosamente, merced a unos cuantos diálogos, par de fotogramas montados con la elocuencia necesaria en el cuarto de edición. ¡Pero qué imágenes y parlamentos tan hondos, sutiles, dolorosos, bellos, profundos y definidores¡. Este hombre es uno de los líricos de la pantalla hoy día, sin discusión.
Si bien, el tercer elemento, la guerra, gana en preeminencia dentro del cuadro fijado por el guión y la mano directriz de Sokurov. Mas, no la epopeya de morteros o brazos desmembrados (nada de eso aparece, ni siquiera disparos) sino el equivalente de su saldo macabro en desilusión, desavenencias, podredumbre física o moral, destrucción, desesperanza. El director de Voces espirituales nos está hablando otra vez de los malos dividendos provocados a propios y extraños por la condena perenne al forcejeo. Alexandra, el personaje, deviene puente de comprensión desde la óptica clarividente generada a través de la experiencia. Sokurov, ecumenistamente, intercede en tanto pleito asolador mundial, sembrando en la pantalla este personaje. Sospecho que su película jamás será proyectada en una base militar.

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