“Aquí todo está destruido, no solo las casas. Los buenos
saludan a los malos, los santos creen al diablo…”. Así dice Malika, la anciana chechena
vendedora del mercado local, al conversar con Alexandra, su coetánea rusa y
personaje central del filme homónimo del maestro Alexander Sokurov. El diálogo
entre el par de viejecitas, quienes trabarán amistad, tiene lugar cuando la segunda
se toma un aire durante su visita al campamento militar del nieto -capitán
destacado en la región por orden de Moscú-, y pasea por los tenderetes de venta
de un poblado semiderruído, y luego por el hogar de la recién conocida. Escenas
registradas todas en tonalidades sepias/ocres, pues no hay precisamente
policromía, ni exceso de luces o alegrías para retratar aquí.
No todos en el sitio tienen las mismas intenciones camaraderiles
de Malika. Miradas esquivas, desde los toldos o los puestos, se proyectan
contra la recién llegada. Los locales odian a los rusos, a quienes ven como
invasores. Un joven lo hace saber a la claras a la visitante. El director lo
muestra a la menor brevedad en un filme pletórico de cargas semánticas, pese a
ver sido apreciado en su andadura internacional como más “sencillo, expedito”
que anteriores del realizador. Quizá sí en la puesta en escena y en la densidad
de la narración, aunque para nada en sus ideologemas. Ni en su postura en
contra de la irracionalidad, insensatez ¿e inextricabilidad? de la guerra.
Alexandra (superlativa en su asunción Galina Vishnévskaya)
observa, asiente, disiente, comprende, malentiende, musita, chista, desbarra a
través de su estancia en el campamento. Entre lo poco que habla, suelta
preguntas sobre la identidad, el hogar y la muerte que mucho más que delinearla
en tanto personaje, a lo cual a todas luces también propenden, sirven a Sokurov
para prefijar por arriba de cualquier condicionante puntual, más allá de su
dureza extrema, los nudos básicos de la existencia. En abierto desamarre
algunos, no obstante, de personas que en virtud de las circunstancias formaron
parte de este paisaje de alto en medio de la batalla permanente, de este
universo desangelado en fase de captura por la cámara.
No devendría interpretación disparatada adivinar en el
personaje de la anciana la alegoría de una gran nación curtida en un sinnúmero
de avatares, un símbolo viviente de esa madrecita Rusia lastimada en su alma de
sucesivos imperios querellantes y maltratadas formaciones económico sociales de
signo diverso, pero abierta a un futuro de integración, de fe. No en balde el
filme se despide con la invitación de Alexandra a su amiga chechena a visitarla
en su ciudad. La solidaridad, el entendimiento, la redención mutua por arriba
del resquemor y el odio. Aunque quizá no, con Sokurov todo resulta posible, y
por el contrario haya un insondable pesimismo aquí. El pequeño viaje de la
abuela al campamento es asumido en cierta forma también como un trayecto a
ninguna parte, sin resultados. Su nieto Denis casi la conmina a marcharse, pues
estará cinco días fuera y ella no debe permanecer allí. La babushka, al menos
en cuanto a lo tocante al futuro del descendiente ¿símil del país, del
diferendo?, se va como llega. La cámara la toma en contraplanos cortos; no hay
certidumbre de hacia donde avanza.
En los ojos, en la mirada perdida o cercana y el rostro
total de Alexandra Nikolaevna está condensada toda la sabiduría ancestral de
una raza, incapaz sin embargo pese a tal de decodificar siglos y siglos de
conflagraciones, contiendas constantes. Tras dialogar con los jóvenes soldados,
verlos desarmar un fusil Kalashnikov, mediante unos cuantos planos cargados de
naturalismo y fuerza evocadora mayúscula, la abuela del capitán se conduele de
los acuartelados en el bastión castrense ruso en Chechenia. Apenas chiquillos
ellos, sin saber aun desmenuzar conceptos, significados ni razones -mucho menos
en torno a la esencia de las contiendas: “Todo es muy complicado”, cada quien
cuenta con sus cejudas razones, si lo sabrá la visitante. La abuela momentánea
de todo el campamento les trae cigarros, galletitas de su periplo pueblerino,
para así acceder al reclamo de unos mocosos que, no obstante, pueden hacer su
tarea, y de hecho la ejecutarán, a la primera encomienda. “Uds. saben destruir,
¿pero cuándo aprenderán a construir?" resulta una frase de la anciana arriba
de la cual huelgan remaches exegéticos.
Ahí, en el asentamiento militar, rellena sus días Denis, 27
años, soltero, no sabe de libros -a diferencia de ella, su predecesor ni idea
guarda sobre Dostoiesky o cualquier padre tutelar ruso- ni afectos. Tampoco
guarda en su memoria lo que se dice buenos recuerdos de la vida marital entre
los abuelos. “Él era cruel”, reconoce Alexandra, hastiada de autoritarismos y
deseosa que su descendiente encuentre esposa, familia, humanidad.
En esta película de
2007, llena de momentos de gran intensidad dramática y espiritual, de instantes
de rotunda expresividad, existe una equilibrada condensación de las constantes
temáticas, obsesiones y preocupaciones de su creador. Sobre todo, tres líneas
de atención medular de buena parte de un corpus conformado por más de 40
documentales y piezas de ficción: el poder, las relaciones filiales y el hecho
bélico.
Lo primero es visto aquí desde lo general a lo particular,
desde la nación a la abuela. Ambos lo ejercen y se han visto sometido a éste.
Los chechenos tampoco son santos, amigo Sokurov, leemos la prensa mundial. Como
en Madre e hijo o Padre e hijo, el encuentro de dos figuras de consanguineidad
de primer grado, marcará, sin tremebundismos ni agitaciones, con la mayor
parsimonia y quietud del universo al menos en el plano emergente aunque no en
el magma de lo subyacente o el subsuelo emotivo (bien podría estudiarse la
aplicación de la teoría del iceberg hemingwayana a los
personajes/situaciones/conflictos de los filmes del autor), el soporte
dramático para configurar peculiares curvas evolutivas. Curiosamente, merced a
unos cuantos diálogos, par de fotogramas montados con la elocuencia necesaria
en el cuarto de edición. ¡Pero qué imágenes y parlamentos tan hondos, sutiles,
dolorosos, bellos, profundos y definidores¡. Este hombre es uno de los líricos
de la pantalla hoy día, sin discusión.
Si bien, el tercer elemento, la guerra, gana en preeminencia
dentro del cuadro fijado por el guión y la mano directriz de Sokurov. Mas, no
la epopeya de morteros o brazos desmembrados (nada de eso aparece, ni siquiera
disparos) sino el equivalente de su saldo macabro en desilusión, desavenencias,
podredumbre física o moral, destrucción, desesperanza. El director de Voces
espirituales nos está hablando otra vez de los malos dividendos provocados a propios
y extraños por la condena perenne al forcejeo. Alexandra, el personaje, deviene
puente de comprensión desde la óptica clarividente generada a través de la
experiencia. Sokurov, ecumenistamente, intercede en tanto pleito asolador
mundial, sembrando en la pantalla este personaje. Sospecho que su película
jamás será proyectada en una base militar.
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