Historia de fracturas y quiebres, de rencores postergados, mentiras, verdades particulares no compartidas en la ajenitud, contradicciones familiares, desencuentros y acoples, negociaciones inconclusas y desperfectos varios de esa máquina de errar que somos los humanos, La Anunciación (Enrique Pineda Barnet, 2009) continúa legitimando -y sustancia mediante su presencia- esa zona del espacio dramático que en la pantalla nacional ha atisbado la complejidad de nuestra naturaleza y la ilustrara a través de la expresión de diferencias, polaridades u otredades equis, desde los tiempos aúreos de Memorias del subdesarrollo, pasando por las no menos atendibles Reina y Rey, Suite Habana, Barrio Cuba, Viva Cuba o Video de familia, hasta La noche de los inocentes, Personal Belongings, Mañana, La guerra de las canicas, La pared, Madrigal, Los dioses rotos, The Ilussion, El grito o Brainstorm, significativas por una u otra razón.
Pineda Barnet, con un lugar en la historia del cine latinoamericano merced a su La bella del Alhambra (1989), de cierto no parte de una instancia de libreto en modo alguno original: el reencuentro familiar, territorio dilecto desde hace quince años en el cine independiente norteamericano, sin ir más lejos. Lo que sucede es que este sabio guionista y realizador rentabiliza a grado sumo ese tránsito más o menos sabido en lo que se sustantiva en sí misma como una prerrogativa argumental cubana: la separación de las familias a través de medio siglo en tanto consecuencia de la obtusa política estadounidense, con el grado de dolor mutuo por ello motivado; y lo hace el guionista/realizador sobre la implantación y maravilloso desarrollo en pantalla de personajes -seguramente ecuaciones derivantes de aquella compleja matemática de disparidades- de extraordinaria solidez dramática cuyas vacilaciones, dudas y conflictos emocionales me recuerdan a las mejores creaciones dostoievskianas, chejovianas; e incluso al Padres e hijos, de Turgueniev.
Son estos hermanos, el mayor Ricardo y el más
joven Mayito, los dos varones que permanecieron en Cuba, machihembrado uno a la
decalogía revolucionaria, aunque de antónimos nortes de conducción el otro, y
la hembra, Margarita (Broselianda Hernández, actriz mayúscula, proveniente de
un universo de gracia, inmensa aquí como antes lo fuera en Mata, que Dios perdona), quien emigró a los Estados Unidos en
tiempos del Mariel y a la cual no se le escapan de los oídos aquellos tronantes
“¡Que se vayan”¡, gente curtida en el dolor, sostenidas o rehechas como
personas en la creencia o el desdén por el axioma, el dogma o la carne de lo
establecido. Menos o más infelices e incompletos del todo los tres, junto a la
madre, Amalia, y la presencia semifantasmal del paterfamilias, el finado
Octavio -presente por la vía de hitchcockianos cameos del director-, sin
olvidar al niño Cristóbal, llenan las líneas en blanco de un hexágono de
humanidades reacias a comprender su fundamentación sobre la convergencia de
diversos ángulos. Aunque el libro cinematográfico tienda puentes varios para
salvarlos del choqueo total.
Filmada en digital tras un, como ya no
asombra, extenso preludio de años antes del rodaje, esta cinta ganadora del
Gran Premio a la Mejor
Maqueta de un Largometraje de Ficción en el Festival de Cine
Pobre de Gibara 2009, a la manera del
cuadro de Antonia Eiriz del cual toma el título y en cuyo tratamiento visual se
inspira la historia, sugiere, reclama o advierte en torno a los en ocasiones invisibles
cordones que conectan y echan piso al devenir. Observada dentro del campo
argumental del filme y sospechada ya fuera de este, como el buen arte así
permite, la figura de Cristóbal acaso
sea la mejor parábola para procurar esa convocatoria casi bíblica al
entendimiento mutuo, el amor y la comprensión/tolerancia desde la diferencia
que es la película toda; y en ello Pineda Barnet ha empleado al personaje de
este niño con la misma astucia del cine iraní en su función de surtidor
metafórico cuyas aguas riegan al futuro.
Es
obvio que la intención del autor de La Anunciación
no estriba en dirigirse a un consumo fácil y un fugaz olvido, sino motivar la
reflexión, el pensamiento; procurar un autocrítico ejercicio colectivo de
mirarnos por dentro, al cual seguramente contribuirá por la elocuente fuerza
propositiva del relato.
Esta pequeña gran película de cuatro pesos,
casi de cámara en su hechura minimal, podría haberse convertido en una obra
grande, sin fisuras, de no crujir en varios puntos: 1) la cuestión del
esoterismo, el “misterio”, las apariciones y los rayos de castillo del conde
Drácula sobre la vieja casa del Vedado donde transcurre la acción no tienen que
ver con esta cinta, perdieron su camino, pese a la “labor” de espiritista del
personaje de Amalia, defendida por
Verónica Lynn, e incluso el desenlace que en cierto modo pende de alguno de
estos elementos; 2) era preciso mayor peso en pantalla al desarrollo de la
relación entre los personajes centrales de Ricardo (Héctor Noas) y Margarita,
quienes debían configuran el vórtice del conflicto. Ricardo y Mayito están en
Cuba; o sea, no hay reencuentro ¿por qué concederle tanta relevancia a sus
desavenencias o querencias, solubles o no luego?; 3) el amago de incesto
sugerido entre la huésped y el primogénito, a través de la pulsión sexual del
beso refrenado, no tiene ni explicación ni derivación dramática, y hasta las
sugerencias llevan su tratamiento en el cine; 4) resulta lamentable la
dispersión provocada en la trama por el inserto de supuestas historias
paralelas al relato (esos fotógrafos y gráficas perdidas, el romance frustrado
del Malecón, la punto menos que pueril secuencia del adiós lacrimoso antes de
la partida en balsa). Este es uno de los subrayados innecesarios de la
película, resentida puntualmente en diálogos que en ocasiones pierden la
posibilidad de modelar mejor el barro del individuo ante la tentación de
machacar la idea con sentencias quizá correctas consignadas en el discurso
político del documento, pero algo desentonadas en el parlamento coloquial de
una narración fílmica que va hilando secuencias convincentes con algunos
fragmentos confusos.
Atractivamente imperfecta, magnética en su
acercamiento a la desolación de personajes que nunca son maquetas a escala de
arquetipos, adulta en planteos de la realidad social vodebilizados por no pocas
comedietas cubanas, sugestiva en la dirección de arte de la experimentada
Nieves Laferté, prolija en sus referencias artístico-literarias, la cinta -no
obstante sus imprecisiones-, supone otra estación de avance en la recta de superación
seguida en el decurso cercano de la pantalla nacional. Un aplauso para Pineda
Barnet.
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