Pese a
partir en sus relatos de premisas temáticas tan antiguas como la humanidad
sapiente, cierta parte del cine contemporáneo halla virtudes en procurar al
construirlos nuevas formas, peculiares timbres expresivos, bizarras
modulaciones narrativas y soluciones dramáticas sino del todo novedosas al
menos disruptivas o revestidas de determinada autarquía tendente a conferirle
un halo de “redención libertaria”.
Lógicas
resultan variaciones tales para enfrentar desde la actualidad temas eternos
que, por supuesto, ya no pueden ser contados como en los tiempos de Griffith,
Pudovkin o McKendrick y cuyo éxito -oscilante- va en buena medida asociado a su
capacidad propositiva, calibre artístico y adecuación contextual de las
historias a ambientes o escenarios de fuerte magnetismo
El caso,
dual, de las estrenadas cintas El valle
oscuro (Das finstere tal, Andreas Prochaska, Austria, 2014) y Matar a un hombre (Alejandro Fernández
Almendras, Chile, 2014) permite el preámbulo anterior, toda vez que ambas
tramas abordan la genésica arcilla argumental de la venganza desde constructos
proclives a revestir de energía naciente a materia prima tan architratada.
La europea
lo hace asida a un modelo más ortodoxo, en línea más clásica que la
latinoamericana. Ahora bien, el hecho de configurar este western trágico
(emparentado en su factura con el análogo danés The Salvation) entre los picachos helados de Los Alpes y una aldea
austriaca del siglo XIX -que sin embargo no deja de poseer todas las señas
identitarias del viejo pueblo del oeste dominado por el matón de siempre-,
conduce por vía directa a perspectiva cinemática aupada por ese golpe mágico
propinado por el contacto con lo diferente. El realizador, de plus, tiene el
tino de apoyarse en sólidas composiciones visuales de Thomas W. Kiennast, conseguir modélica generación de
atmósferas y potenciar las capacidades del sonido con sabiduría. El manejo de
la angulación, el montaje de los planos y la tensión impresa a las escenas de
concreción de la venganza entre los paisajes nevados constituye uno de los
aciertos de este relato cuyo sedimento, a la larga y pese a todo, está irrigado
por imborrable esencia academicista con vasos comunicantes, incluso, hasta con
el melodrama más desfasado. El hecho de que haya sido la selección de Austria a
los Oscar 2015 marcha en consecuencia con la última apreciación.
Exagerado
Premio FIPRESCI (de la crítica) en el finalizado Festival de Cine
Latinoamericano y Gran Premio del Jurado Word Cinema de Sundance 2014, Matar a un hombre es superior al
largometraje de Prochaska, aunque tampoco se trata de una obra mayor. Sí
deviene pertinente, válido y bien insertado al magma de la obra el comentario
social propuesto por el cineasta y crítico Fernández Almendras, quien hace
hincapié aquí no solo en la inseguridad ciudadana respirable en las sociedades
latinoamericanas; sino también en la casi nula capacidad de respuesta, o
interés, de las autoridades para proteger al individuo contra la delincuencia.
Empero,
cuanto gana en subtextos lo lastima en el texto. El yerro fundamental de la
película consiste en que el director confunde contención emotiva con
inaccesibilidad caracterológica. No le estamos pidiendo al chileno que ponga a
chillar al protagonista acosado como en una telenovela, pero, por Dios, ni el
sacerdote de Calvario (John Michael McDonagh, Irlanda,
2014) responde de forma
así de impasible a estímulos tan marcados en el aspecto psíquico. Jorge no solo
es humillado física y psicológicamente por el Kalule, un delincuente de poca
monta del barrio pobre donde vive; además ve cómo este le dispara al hijo
-quien iba justo en defensa del irresoluto padre-, y violenta en el plano
sexual a la hija adolescente, sin que una chispa de ira enarque sus cejas. Sí,
de acuerdo, al final dicho personaje central liquida al abusador y más que la
muerte no hay nada peor, mas entre el calvario previo y la decisión postrera no
media la necesaria gradualidad conductual ni la plasmación externa, ni siquiera
interna, de la angustia del sujeto. Su mujer grita en la comisaría, la muchacha
llora cuando el asqueroso la manosea en la calle, pero el progenitor asemeja a
esos inalterables riscos al borde de la costa o a las plantas de los bosques
donde transcurren segmentos de la historia y que al parecer prendaron tanto a
ciertos colegas.
¿Qué
levanta, entonces, de verdad, a Matar a
un hombre¿ Tanto la precisión del realizador de Huacho y Sentados frente al
fuego para rentabilizar la tensión (llega a ser parte de la trama, cortante,
álgida, respirable: en lo fundamental durante la segunda parte), como su modo
de narrar la odisea vindicatoria de Jorge, nuestro guardabosques diabético
envuelto en algo que evidentemente lo supera. Si en la plasmación de la
carnadura volitiva del personaje renqueaba el tono de distancia/frialdad
adoptado, en esta área -en cambio- semejante determinación estética le otorga
subyugante ambigüedad al filme. La venganza acá poca relación guarda con la del
universo de, digamos por ejemplo, un Park Chang-wook y muchísimo menos con las
estrategias discursivas hollywoodenses. Más que una acción punitiva al calor
del odio o del socorrido ajuste de cuentas, cuanto vemos en los fotogramas del
realizador suramericano no es más que el desesperado esfuerzo final de un
infeliz por protegerse, sobre todo por prevenir el posible mal mayor a recibir
del delincuente. El proceso de dudas de alguien del todo inapropiado para
semejantes menesteres, el miedo casi infantil al encerrar al Kalule en su
camión, esa inseguridad al desenvolverse y la confusión posterior al hecho
integran la parte compensatoria de la entrega. Jorge puede ser cualquiera,
porque de verdad casi nadie está preparado para ser un asesino, si bien casi
todos pueden llegar a serlo por obligación, propondría la lectura polisémica de
un filme desigual, lastrado por la falta de equilibrio, aunque inusual, raro,
curioso desde su mismo harto dilatado ¿y gratuito? plano fijo de apertura.
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