martes, 28 de abril de 2015

La emboscada: crítica del filme cubano de estreno



Pese a la discreta visualidad cinematográfica, tendente a acomodar la pieza dentro de un formato telefílmico -en tanto resultado de las opciones de rodaje impuestas, el escaso presupuesto manejado para el diseño de producción y el impróvido registro naciente del empalme entre modelos de fotografía y montaje sujetos a la plena ortodoxia, más allá del oficio del primer departamento- La Emboscada (Alejandro Gil, 2014) plantea dispositivo narrativo con ciertas cuotas de atracción e interés.

El relato del director de La pared -le entregó el argumento a Ernesto Daranas, quien coejecutó el guion junto a Ania Molina-, coloca a un grupo de combatientes cubanos en esta guerra sin nombre, aunque sepamos todos se trata de la de Angola, durante la cual son presas de la emboscada del titulo, para erigirse luego en blancos de aniquilación progresiva y de sigiloso cerco a los cuatro supervivientes por parte de incorpóreo enemigo -siempre en subjetiva-, que los rastrea con la visión nocturna del monstruo de Depredador. 
El efecto de extrañamiento fraguado de cara a lo anterior contribuye de alguna manera a personalizar el suspenso manejado en un filme que, a la larga, empero, va mucho menos de conflagraciones bélicas que de guerras internas, de combates filiales y puntos de vista antitéticos: prestos no obstante a converger en determinado momento, más allá de las diferencias y hasta de las conveniencias de la propia trama.
Los combatientes Rigoberto y Calixto, encarnados por Tomás Cao y Patricio Wood (ambos actores lucen bien en su composiciones), rememoran, en el parapeto donde resisten, las no-relaciones respectivas con sus hijos, como parte de los continuos flash backs remisores a la existencia pretérita de seres humanos tan complejos como lo somos todos y sometidos a helénicas pruebas paternales. El clima ultraedípico asumido para ilustrar el antagonismo no resiste su propio peso -ante su “lectura” el Turgueniev de Padres e hijos hubiese recabado algo de contención-,  de forma que las declaraciones de principios (envueltas en pugnas verbales) de los personajes advierten signos de hacer agua al apostar a la peligrosa carta del subrayado de intenciones. Así, el subtexto llega a contaminar el texto de manera no muy recomendable.
La mejor vía encontrada en procura de “equilibrar” la guerra de baja-alta intensidad producida en el plano psicológico entre progenitores y prole pasa entonces por una poco natural “unidad de contrarios” postrera, donde se advierten frases tan poco elaboradas como esa “ahora sé de la madera que se hacen los héroes” pronunciada por el hijo emigrado de Rigoberto tras volver de una guerra en Asia con el ejército norteamericano, en cuyas filas se enroló tras desplazarse hacia la nación del norte. Nada que ver, en lo absoluto, en cuanto a intenciones, el conflicto cubano y el yanki, pero en fin, las reflexiones aquí, para bien o para mal, forman parte de las dinámicas conflictuales/psicológicas de los personajes y no mucho habría de objetarse en tal sentido, si se repara en todo el contenido de dicho crucial diálogo que intenta climatizar en tesis filosofal la divergencia generacional de puntos de vistas latiente en la nervadura de una película que si tiene un objetivo harto declarado es precisamente ese: los distintos modos de entender la realidad social según los raseros decodificadores/exégesis morales de las diferentes edades.
Con la otra dupla, la de Calixto e hijo, sucede algo también hasta cierto punto cuestionable. A propósito, valga la digresión aquí: debe tener algo de cuidado ya el cine cubano con la insistencia cansina en el dibujo de ese tipo de personaje, como el defendido por Patricio, del revolucionario robótico, desentendido de su familia en función de una causa que no le permite saber nada más allá del fragor de su lucha: arquetipo empleado por diversos realizadores y llevado a su máxima expresión de desgaste en ese burlón aquelarre catártico de Juan Carlos Cremata titulado Crematorio. Justo con el vástago del combatiente incorporado por Wood, y para seguir el hilo de la idea,  acontece otro de los momentos de menos sostenibilidad dramática en la resolución del embate sanguíneo constante del filme. Hablamos de esa carta redentora de “papi, yo al final te quiero mucho” remitida por el hijo que antes le declamó en sus narices lo mal papá que era. Entendido desde la rivalidad/unión ínsitas de las descendencias y sus gestores, allende y aquende, antaño y hogaño, se comprende ese amor (yo al menos me lo creo); ahora bien, su verbalización intempestiva -ubicada de forma oportunista, dado el momento de la trama- raya lo molesto, al forzar la coexistencia, en presunta virtud de la sangre y la situación límite atravesada en el punto del metraje, de universos morales regidos por diferencias irreconciliables. Cuando se enuncia un postulado se defiende en todas sus consecuencias; dorar la píldora lo deslegitima de cuajo.

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