Aunque en
la obra del -en materia de fe- poco acomodable George R.R. Martin exista poco
de la dicotomía Bien-Mal ultrareferida por el católico narrador británico de El señor de los anillos, el
estadounidense ha sido calificado por la revista Time, de igual modo a otros muchos buscadores apurados de parecidos,
como “el Tolkien americano”. Reacio a
las equiparaciones, reales o traídas por los pelos, valdría no obstante
destacarle a los cómodos establecedores de parentescos, sí, que el
norteamericano -a través de menos magia y arquetipos, más realismo, crudeza,
explicitez, diversión, densidad, diversidad de universos morales prohijados por
la misma inescrutable naturaleza humana, indagación en los perfiles volitivos,
sordidez y sexo-, en verdad ha sabido redimensionar el género épico, la
fantasía heroica, a unos tiempos corrientes donde muchas fronteras fueron dinamitadas
a favor de un Más Incontenible, reclamante de tensar los arcos de la
representación a los límites de lo indelimitable.
El ora
esplendoroso, ora irregular Martin -no todo lo emanado de su bamboleante pluma
irradia igual- trasluce lo anterior en varias sagas novelescas, de una de las
cuales (Canción de hielo y fuego) la
cadena HBO tomó buena nota para -con la colaboración del propio escritor-
estrenar en 2011 la primera temporada de Juego
de tronos, atrapante dispositivo de ficción cuya más reciente temporada comenzó
el pasado domingo.
Pese a que
este cronista le pareció que en sentido general la segunda no satisfizo las
expectativas generadas por la primera, e incluso padeció de capítulos
reiterativos poblados de increíbles zonas muertas, de cuanto se trata aquí es
de valorar la del comienzo. Y dicho arranque de la obra representó uno de los verdaderos
sucesos de la teleficción mundial de las últimas décadas. No hay desperdicio en
tal decena de episodios: más que televisión, vimos cine del bueno en estado de
gracia.
A su
fabulosa ambientación, diseño de producción de Genma Jackson u organicidad
total, en fin, de la puesta en pantalla precisa ponderársele la cadencia
dramática, tonalidad, ritmo, caracterizaciones…, pero, sobre todo, la posesión
de una entidad cuasi inclasificable en palabras, capaz de jerarquizar cualquier
producción audiovisual, al tiempo que la singulariza: su ángel.
Juego de tronos, primera temporada (aunque estemos al día con
la serie, nos referimos solo a los inicios, porque la televisión nacional nada
más ha transmitido los veinte primero episodios) porta un ángel que sobrevuela, vigila, bendice
cada uno de los diez capítulos, desde el piloto y su inolvidable set-piece inaugural en la nieve, hasta
aquel en el cual al Stark (Sean Benn) que parecía protagonista le arrancan
tranquilamente la cabeza. De predecible nadie podría acusar a este trabajo
ungido tanto por la imaginación como por la sagacidad de los guionistas -David
Benioff a la cabeza- de no dejar sucumbir la narración entre los fórceps de la
épica. Al margen de sus obvias, necesarias escenas de este tipo dado el género
del exponente, o la coralidad, gana preeminencia la batalla interior del ser
humano dentro de un escenario de pasiones, mentiras, subterfugios e intrigas
donde los personajes están configurados para convertirse en baza mayúscula del
relato (dramáticamente deliciosa la familia Lannister en su totalidad, con
destaque el enano Tyrion, compuesto por Peter Dinklage: el tipo más inteligente,
cínico e hilarante de estos Siete Reinos habitados por hermanos incestuosos, malvados
reyezuelos mimados, retorcidos tipejos, humanidades poliédricas, miradas
orbiculares, envidias, celos, rivalidades; también por extrañas criaturas de
los hielos, guardianes de noches o muros, dragones y una madre humana de estas
figuras fantásticas: esa rubia Daenerys Targaryen quien también prendó a los ya
miles de cubanos devotos, conocedores de una serie cuyas últimas temporadas la
televisión nacional deberá transmitir, aunque sea ya con un largo desfase.
De tal que
hemos de dar por la mejor guía de invitación a degustar la serie las palabras
del crítico español Ismael Marinero en Miradas
de Cine, no. 120, marzo de 2012,
cuando afirma: “(…) teniendo en cuenta la dificultad de condensar en
diez capítulos de 55 minutos las ochocientas y pico páginas de la edición en
rústica del libro original, el resultado es brillante. La serie no debe
entenderse como un sustituto o resumen del texto, sobre todo para no privarse
del genuino disfrute de devorar sus páginas, sino como una fiel traslación de
un universo propio capaz de desbordar los límites de la pantalla televisiva.
Para adentrarse en ella hay que vencer prejuicios de todo tipo y entiendo que
pueda causar rechazo a priori, pero si los primeros compases de este violento
ajedrez humano cautivan, el resto arrebata. Es una cuestión de abrir o no la
puerta al placer de vivir, durante una temporada, en los luminosos interiores
de Desembarco del Rey, los bosques nevados de Invernalia y las áridas tierras
de Vaes Dothrak. Si el espectador decide dejarse llevar, podrá perderse para
siempre en algún confín de los Siete Reinos (…)”.
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