“La
candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una
imperiosa agonía que no se rebajó ni un solo instante ni al sentimentalismo ni
al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían
renovado no sé qué avisos de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues
comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese
cambio era el primero de una serie infinita”. Así comienza Jorge Luis Borges El Aleph (1949).
Está
hablando de la persona en el contexto terráqueo y en el decurso del tiempo, su
correlación insignificante con un orden mayor que repara en el todo, no en el
quién; no obstante ese todo se comprenda desde la multiplicación constante de
los quien. Su Beatriz murió, pero ni quienes ponían anuncios en la plaza bonaerense
ni el incesante mundo recesaron su obra.
C'est
la vie.
Caemos en el gran retablo del mundo in media res, y así, del mismo modo, nos
despedimos. Se trata de una locución latina cuya traducción resulta
“en medio de la cosa”. Asociada a la creación, es la técnica literaria -también
recurso audiovisual- en la cual la narración comienza en mitad de los hechos;
es decir, en plena acción, al medio de la historia. Algo asaz parecido, casi exacto,
nos sucede a los humanos. Sajamos la gran trama vital sin previo llamado; nos
adentramos en ella a la manera de intrusos, y sin conocimiento del pasado de la
familia desconocida que allanamos hasta convertirnos en parte de sí -tras el
logo, el roce y los días-, surcamos un segmento ínfimo de su eternidad y luego
la abandonamos. Igual, sin saber nada del después.
No he
leído a nadie que haya manifestado en palabras lo anterior de forma tan precisa
como el cineasta español Luis Buñuel, en el último párrafo de su libro Mi último suspiro (1980): “Una cosa
lamento: no saber lo que va a pasar. Abandonar el mundo en pleno movimiento,
como a la mitad de un folletín. Creo que esta curiosidad por lo de después de
la muerte no existía antaño, o existía menos, en un mundo que apenas cambiaba.
Una confesión: a pesar de mi odio a la información, me gustaría poder
levantarme de entre los muertos cada diez años, acercarme hasta un quiosco de
periódicos y comprar unos cuantos. No pediría nada más. Con mis periódicos bajo
el brazo, pálido, pegándome a las paredes, regresaría al cementerio y leería
los desastres del mundo antes de volverme a dormir, satisfecho, al abrigo
tranquilizador de la tumba”.
Su
amigo, el guionista francés Jean-Claude Carrière, quien le ayudó a redactar dicho
volumen, lo complació, o quizá soñó hacerlo. En su libro Buñuel despierta (2016) cuenta cómo una tarde compró una decena de
periódicos en diferentes idiomas y se adentró en el cementerio de Montparnasse,
donde reposan los restos del aragonés. Al caer la noche, penetró al panteón del
amigo. Tras una hora de esfuerzos, pudo
descubrir el cadáver. Entonces, lo llamó a media voz:
“—Luis…Nada
tembló en su rostro. Esperé unos segundos y dije otra vez, algo más
fuerte:—Luis… Soy yo…Repetí esas mismas palabras varias veces: Soy yo… Soy
yo….A la tercera o cuarta vez, vi temblar el borde inferior de sus párpados.
Rápidamente añadí: —¿Me oyes? Te he traído los periódicos…
Entonces sus
ojos se abrieron, muy lentamente, como con prudencia. Repetí:
—Sí, los
periódicos…Al principio, no movió la cabeza, y sus labios permanecieron
cerrados. No me miraba. Imposible decir si había empezado a respirar, si su
pecho se levantaba. Yo no veía que se moviese nada y tampoco oía ninguna
respiración; apenas un suspiro, quizás, aunque no podía asegurarlo. Apagué mi
linterna, aparté un poco la vela a fin de que el resplandor no resultara
demasiado intenso para sus ojos, que tal vez temían abrirse. Y, como no quería
sorprenderlo o asustarlo, le dije unas palabras más para tranquilizarlo.
Estaba, o al menos así lo creía yo, retornándolo a la vida.
“Sin ritual,
sin pacto, sin autorización especial. Me sentía menos conmovido de lo que me
había imaginado. Un momento después vi que sus labios cerrados se despegaban el
uno del otro y dejaban pasar, aunque muy débilmente, lo que ahora parecía un
aliento. Oí, como si los sonidos subiesen desde el fondo de un pozo seco:
—¿Qué?… ¿Qué?…Hablaba en español, lo que me pareció normal. Pero como cuando
estábamos juntos casi siempre hablábamos en francés, continué en este idioma:
—Soy yo… He venido a verte… Sí… Y he traído los periódicos…Después de un
silencio, su voz preguntó, en francés:—¿Periódicos?—Sí, revistas sobre todo. De
aquí y extranjeras. Para saber lo que pasa en el mundo. Tú decías que eso te
resultaría interesante, ¿te acuerdas? Que te gustaría leerlos de vez en cuando.
Por el folletín. Los periódicos.—¿Folletín?—Sí. Para enterarte de la
continuación del folletín”.
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