lunes, 27 de febrero de 2017

Moonlight


La primera grandísima hora de Moonlight (recompensado con el Oscar a la Mejor Película del Año, el Globo de Oro e innumerables premios más; aunque en justicia es inferior a Manchester frente al mar, su máximo rival en la competencia por la estatuilla) representa un estudio acerca del estado de demolición anímica al cual puede conducir el miedo al acorralado, sin parangón este dentro del cine norteamericano debido a su solidez y singularidad.
Chirón, niño/adolescente de una comunidad marginal afroamericana de ese  Miami pobre oculto por la pantalla comercial, instituido el pequeño en personaje central de la película en tres actos escrita y dirigida por Barry Jenkins, es vejado una y otra vez por congéneres que no reconocen en él el prototipo “aconsejable” para habitar entornos donde la rudeza en el comportamiento, el desborde explícito de “masculinidad” a cada minuto son pautas dictadas por las leyes no escritas pero inviolables de esa calle matricida que parece reclamar cual baño asfáltico predilecto el sufrimiento de los suyos.
En un cine como el estadounidense donde el acoso escolar resulta, por regla, observado de forma tan decorativa como insolente en la ajenidad de una óptica exógena nunca proclive a desplazar el foco hacia lo interno del ser lastimado y su ecuador sentimental y moral, la irrupción de una película que se le mete como un chip en el pecho al personaje incordiado para desnudar ante el espectador lo más profundo del pavor pagado a la zafiedad por su condición de diferente supone todo un acontecimiento narrativo, artístico.
La primera hora de Moonlight, insólita en lo agudo de su mirada y la naturaleza tan solidaria como verista de su exploración del niño maltratado por sus compañeros, la madre y el mundo circundante (a excepción del curioso vendedor de drogas que lo acoge junto a su pareja), se convierte en un pedazo entrañable de cine mayor devenido en indagación, análisis y exposición del hecho tenebroso de la reducción humana como consecuencia no tanto de la cobardía como de la parálisis generada por un estado constante de amenaza.
Bajo la luz de las composiciones fotográficas -cuya elocuencia e imbricación al sentido del filme asombran en razón de su genuinidad- y narrada entre un estilo mixturado de la escuela Sundance, tintes “wongkarwainescos” y la narrativa de los maestros del cine social europeo con hasta algo del mumblecore nativo, tal zona inicial de Moonlight porta genoma ecumenista y encontrará vigencia a través de los tiempos. Lo hará porque cuanto escruta no solo es aplicable o verificable en seres individuales sino también en colectividades, etnias, naciones sometidas al hostigamiento constante del fuerte; solo por ser distintas en culturas, métodos o economía. Dicho segmento, haya sido queriéndolo o no, no solo habla del dolor de Chirón; sino además del de millones de personas humilladas por la simple razón de ser diferentes. Remite al ángulo moral más miserable de una especie que suele aplastar al débil y esquinar a los raros de la manada, casi en tanto reflejo condicionado. Provoca pena por nosotros mismos y a lo mejor apunta, mediante la yuxtaposición de sus  duros fotogramas, a la clave hasta hoy jamás hallada de por qué los humanos nunca hemos podido permanecer ni permaneceremos en paz.
Si la segunda hora hubiese pactado acomodo dramático sobre la misma tesitura, habríamos podido asistir al convite inefable de visibilizar la primera obra maestra de la pantalla estadounidense alrededor del tema. Pero no, a Jenkins no se le ocurre que un niño negro del gueto, sin sueños ni cariño, sin padre y con una madre drogadicta  a quien no le importa mucho, puede ser así (tímido, cobarde, lacónico, introvertido) cual resultado de su azar o de porque sí. Y, entonces, allá va el director de Medicina para los melancólicos a justificar su actitud en la condición gay del chiquillo ¿o viceversa¿ A través de la escogencia de tal opción queda la sospecha amarga de barruntar que probablemente el realizador esté vinculando la resolución sexual del personaje a una carencia o incapacidad: algo cuando menos peligroso, habida cuenta de su oscuridad ideológica.
Chirón se reconoce gay trepando la adolescencia, por conducto de una escena pretendidamente poética que, luego de violentar un guion ya de hecho accidentado en las postrimerías, vehiculan a ese inconcebible tercer acto del filme en el cual nuestro protagonista -ventiañero ya, mafioso y tan rudo como el Omar de The Wire, aunque aquel no ocultaba su homosexualidad-, le recuerda a Kevin, su amor oculto y curiosamente uno de sus golpeadores ocasionales diez años atrás, que el infantil roce sexual de entonces entre ambos es la única relación que ha tenido en la vida. 
A fuer de sincero, ni me trago ni me humedecen las papilas estas escenas ante las cuales se ha derretido las tres cuartas partes de los críticos del mundo, como tampoco comparto el fervor receptivo en derredor al presunto notable atisbo al hecho de la máscara en tanto resorte de supervivencia expuesto aquí.
No por homofobia no es capaz de convencerme la epilogar segunda hora de Moonlight, sino por amor al cine y comprobar cómo ha sido traicionada por su propio padre un largometraje que no debió haber sido movido a tal carril de intenciones. Podrá espetárseme que me estoy imaginando a la película que  me hubiera gustado escribir u otra diferente a la muy de tintes autobiográficos de Jenkins (ignoro, y solo acusa importancia dado el tema, si también lo es en el punto de la identidad sexual del avezado cineasta miamense negro de 38 años). Puede ser. Aun así me lo sigue pareciendo

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