La primera grandísima hora de Moonlight (recompensado con el Oscar a la Mejor Película del Año, el Globo de Oro e innumerables premios más; aunque en justicia es inferior a Manchester frente al mar, su máximo rival en la competencia por la estatuilla) representa un estudio acerca del estado de demolición anímica al cual puede conducir el miedo al acorralado, sin parangón este dentro del cine norteamericano debido a su solidez y singularidad.
Chirón,
niño/adolescente de una comunidad marginal afroamericana de ese Miami pobre oculto por la pantalla comercial,
instituido el pequeño en personaje central de la película en tres actos escrita
y dirigida por Barry Jenkins, es vejado una y otra vez por congéneres que no
reconocen en él el prototipo “aconsejable” para habitar entornos donde la
rudeza en el comportamiento, el desborde explícito de “masculinidad” a cada
minuto son pautas dictadas por las leyes no escritas pero inviolables de esa
calle matricida que parece reclamar cual baño asfáltico predilecto el
sufrimiento de los suyos.
En un
cine como el estadounidense donde el acoso escolar resulta, por regla,
observado de forma tan decorativa como insolente en la ajenidad de una óptica
exógena nunca proclive a desplazar el foco hacia lo interno del ser lastimado y
su ecuador sentimental y moral, la irrupción de una película que se le mete
como un chip en el pecho al personaje incordiado para desnudar ante el
espectador lo más profundo del pavor pagado a la zafiedad por su condición de
diferente supone todo un acontecimiento narrativo, artístico.
La
primera hora de Moonlight, insólita
en lo agudo de su mirada y la naturaleza tan solidaria como verista de su
exploración del niño maltratado por sus compañeros, la madre y el mundo circundante
(a excepción del curioso vendedor de drogas que lo acoge junto a su pareja), se
convierte en un pedazo entrañable de cine mayor devenido en indagación,
análisis y exposición del hecho tenebroso de la reducción humana como
consecuencia no tanto de la cobardía como de la parálisis generada por un
estado constante de amenaza.
Bajo la
luz de las composiciones fotográficas -cuya elocuencia e imbricación al sentido
del filme asombran en razón de su genuinidad- y narrada entre un estilo
mixturado de la escuela Sundance, tintes “wongkarwainescos” y la narrativa de
los maestros del cine social europeo con hasta algo del mumblecore nativo, tal
zona inicial de Moonlight porta
genoma ecumenista y encontrará vigencia a través de los tiempos. Lo hará porque
cuanto escruta no solo es aplicable o verificable en seres individuales sino
también en colectividades, etnias, naciones sometidas al hostigamiento
constante del fuerte; solo por ser distintas en culturas, métodos o economía.
Dicho segmento, haya sido queriéndolo o no, no solo habla del dolor de Chirón;
sino además del de millones de personas humilladas por la simple razón de ser
diferentes. Remite al ángulo moral más miserable de una especie que suele
aplastar al débil y esquinar a los raros de la manada, casi en tanto reflejo
condicionado. Provoca pena por nosotros mismos y a lo mejor apunta, mediante la
yuxtaposición de sus duros fotogramas, a
la clave hasta hoy jamás hallada de por qué los humanos nunca hemos podido permanecer
ni permaneceremos en paz.
Si la segunda
hora hubiese pactado acomodo dramático sobre la misma tesitura, habríamos
podido asistir al convite inefable de visibilizar la primera obra maestra de la
pantalla estadounidense alrededor del tema. Pero no, a Jenkins no se le ocurre
que un niño negro del gueto, sin sueños ni cariño, sin padre y con una madre
drogadicta a quien no le importa mucho,
puede ser así (tímido, cobarde, lacónico, introvertido) cual resultado de su
azar o de porque sí. Y, entonces, allá va el director de Medicina para los melancólicos
a justificar su actitud en la condición gay del chiquillo ¿o viceversa¿ A
través de la escogencia de tal opción queda la sospecha amarga de barruntar que
probablemente el realizador esté vinculando la resolución sexual del personaje
a una carencia o incapacidad: algo cuando menos peligroso, habida cuenta de su
oscuridad ideológica.
Chirón
se reconoce gay trepando la adolescencia, por conducto de una escena
pretendidamente poética que, luego de violentar un guion ya de hecho
accidentado en las postrimerías, vehiculan a ese inconcebible tercer acto del
filme en el cual nuestro protagonista -ventiañero ya, mafioso y tan rudo como
el Omar de The Wire, aunque aquel no
ocultaba su homosexualidad-, le recuerda a Kevin, su amor oculto y curiosamente
uno de sus golpeadores ocasionales diez años atrás, que el infantil roce sexual
de entonces entre ambos es la única relación que ha tenido en la vida.
A fuer
de sincero, ni me trago ni me humedecen las papilas estas escenas ante las
cuales se ha derretido las tres cuartas partes de los críticos del mundo, como
tampoco comparto el fervor receptivo en derredor al presunto notable atisbo al
hecho de la máscara en tanto resorte de supervivencia expuesto aquí.
No por
homofobia no es capaz de convencerme la epilogar segunda hora de Moonlight, sino por amor al cine y
comprobar cómo ha sido traicionada por su propio padre un largometraje que no
debió haber sido movido a tal carril de intenciones. Podrá espetárseme que me
estoy imaginando a la película que me
hubiera gustado escribir u otra diferente a la muy de tintes autobiográficos de
Jenkins (ignoro, y solo acusa importancia dado el tema, si también lo es en el
punto de la identidad sexual del avezado cineasta miamense negro de 38 años).
Puede ser. Aun así me lo sigue pareciendo
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