Cuanto
cuenta Pedro Almodóvar en su drama maternofilial Julieta (2016) es la tan sencilla cuan complicadísima historia -a
veces depende de genéticas, químicas del cerebro o de las circunstancias medias
de las trayectorias vitales; como también del receso de diálogos u otras formas
comunicativas- de las relaciones filiales y, específicamente, las tejidas entre
madres e hijas. Con todo cuanto propenden, algunas de estas, a la (in)
superación de valladares emocionales paradójicamente cimentados a partir de
universos cuyas extremas proximidades -tal que funcionarían como espejos- propician
la huída de los retoños de las propias órbitas de sus progenitoras. Acaso por
hastío, por la sospecha de repetir lo que no quieren ser, por saberse desnudas
ante la mirada escrutadora de quien lo sabe todo, por miedo o -también- por
demasiado amor.
Luego de la simplona Los amantes pasajeros (2014) el realizador de Tacones lejanos (1991), Todo
sobre mi madre (1999) y Hable con
ella (2002) retorna a su escenario dilecto, a su privilegiada esfera de
conocimientos: la mente de la mujer. La nueva película -de estreno en Cuba
ahora- del cineasta manchego es, por arriba de toda consideración, un drama
psicológico que no conviene tomarse a la ligera ni “desbaratar” con cuatro
adjetivos. Impugnado, según unas pocas ópticas, de tremebundo, sádico o demás
descalificaciones por el estilo, en realidad viene a ser su largometraje número
20 una de las obras a tener en cuenta dentro de tan amplia carrera, en razón de
su incisiva indagación en el alma femenina y los resortes condicionantes de
acciones que aunque puedan resultar incomprensibles al resto de los mortales
poseen un asiento moral refrendador de los solo en apariencia inopinados giros conductuales.
El conflicto del filme reafirma el axioma del
maestro ruso Andrei Tarkovsky: "El cine nació para reflejar una parte concreta de la vida, una
dimensión del mundo aún no comprendida, que ninguna de las otras artes había
podido expresar". Lo sigue haciendo,
siglo y tanto después de nacer.
Julieta
representa una película clásica en el mejor sentido cinematográfico, pues narra
al tiempo que describe, en quehacer conjunto donde no afloran costuras y todo
está articulado en función de dicha sinergia. Como en sus grandes obras,
Almodóvar mira hondo en el pozo de la pantalla y no solo a su modelos Douglas
Sirk/George Cukor; sino además a King Vidor, Michael Curtiz, Ingmar Bergman,
Kenji Mizoguchi y al por sí admirado y a él más contemporáneo Todd Haynes (Lejos del cielo, Mildred Pierce, Carol). E
igual, en la más pura reedición de los procedimientos previos a Carne trémula (1997) o La piel que habito (2011), otea en esas
letras a cuyo juicio mejor representada se encuentra la condición femenina
-dramáticamente se entiende-, para abrevar ahora en tres relatos de la
escritora canadiense Premio Nobel Alice Munro (Silencio, Destino y Pronto, del libro Escapada, de 2004) que contribuyen a sustanciar el guion de un
largometraje contado con pulcritud, elocuencia, organicidad, agudeza y solidez
cinematográfica.
Podría “chocarles” Julieta a los fans de su cine de la “movida”, del Pedro colorín,
posmoderno y manierista, el de los tics “drags queens” y los trazos gruesos
vendidos cuales “marcas de agua” o sello de la casa, pese a devenir cargantes
en no pocas ocasiones. Podría, porque -nada que ver ya por suerte con los
tiempos de las infumables Kika
(1993), La flor de mi secreto (1995)
o La mala educación (2004)-, en eso
sí es la menos almodovariana de sus películas (hasta en el aspecto visual de un
lenguaje ajeno a florituras y rendido al pragmatismo técnico); caso contrario:
la más ascética, centrada y sobria de sus obras. Algo así, salvando las
distancias, como serían Una historia sencilla (1999) dentro de
la ejecutoria de David Lynch o La
habitación del hijo (2001) en la de Nanni Moretti.
Pedro expide acá el acta notarial y el certificado
de defunción de la imposible instancia reconciliadora entre una madre y su hija
-Enma Suárez y Adriana Ugarte, en estupendas composiciones donde suelen
alternar el mismo personaje, casi a la manera de Ángela Molina y Carol Bouquet
en la buñueliana Ese oscuro objeto del
deseo (1977)-, aplastadas ambas por el azar, la fuga de los afectos y la
losa inamovible del alejamiento, el dolor, la culpa, el paso del tiempo y el
halo trágico que las circunvala. No es un vino dulce Julieta. Ha de escanciarse esta copa a prueba de convidados con un
paladar curtido en esos conflictos de helénico sino tan caros a la gran
literatura y el gran cine. ¡Salud¡
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