Bricolaje —algo inusual para su época— de cine histórico, épico, político, bélico docufictivo de estructura narrativa tendente a la fragmentación, El hombre de Maisinicú (Manuel Pérez, 1973) no era otra película más sobre un pasaje concreto del decurso de una nación. Obra que, desde la instancia de un ser humano, reflejaba la grandeza de una causa colectiva y cuya vigencia ideológica, hemos de creer, permanecerá para siempre por encima de las latitudes generacionales de los distintos receptores, constituiría —también— pieza que, en virtud de su solidez artística, no solo trascendió en su momento; sino además continúa siendo, al día de hoy, de referencia en el panteón audiovisual patrio relativo al tema histórico.
Abría el largometraje a través de secuencia de fortísima carga sensorial que, sin necesidad de explicaciones verbales —luego sobreexplotadas a lo largo del metraje, para indudable resentimiento suyo: algunas lamentables, si se miran desde el prisma de la actualidad—, pone en contexto al espectador e implica hasta a la anuencia volitiva menos domeñable. Estas imágenes, duras, impactantes, provistas de un movimiento cinemático kurawasiano (en alguna medida la conformación fragmentada le debe igual al maestro japonés), daban cuenta de los asesinatos cometidos en las montañas del Escambray contra la población indefensa por parte de los “alzados”.
Tales pandillas, concebidas y financiadas mediante el apoyo directo de los Estados Unidos en su afán de derrocar a la Revolución instaurada en 1959,contra la cual la escaramuza de Playa Girón había sido colosal fiasco y por ende debía proseguirse su “lucha” a ultranza en la cordillera, sembraron de terror a los habitantes y visitantes de estas montañas ubicadas en la zona central de la Isla. Campesinos, maestros voluntarios, simpatizantes del gobierno, gente pobrísima imposibilitada de respaldarlos en el orden material, obreros que viajaban en ómnibus hacia sus puestos laborales… se contaron entre las víctimas de estos sicarios, analfabetos, bestias con forma de hombre quienes amparados en su tarea de “combatir al comunismo” torturaron, tirotearon, ahorcaron o machetearon sin vacilación a gente humilde (más de 600 por espacio de un lustro); mientras por otro lado corroboraban su manifiesta incapacidad en el combate armado contra las Milicias Nacionales Revolucionarias.
Al margen de la existencia de otros (bastante escasos) acercamientos más o menos felices al tema de los alzados contrarrevolucionarios en el Escambray y la épica de la lucha popular en su contra, El hombre de Maisinicú representa el paradigma ineludible al evocar la expresión en el audiovisual cubano de dicho pasaje.
La otra guerra, serie televisiva al aire facturada por RTV Comercial, no cuenta ni con la fuerza dramática, la fotografía y la riqueza visual; ni con la dirección y el nivel actoral (disparejo aquí y resentido quizá por las dificultades en la marca-observación de pautas hacia todo el espectro de un reparto muy coralino); ni con la configuración caracterológica u otras virtudes del largometraje de Manuel Pérez. Pero, así y todo, deviene empeño plausible en el camino de trasuntar a los códigos artísticos ese capítulo inmenso de nuestra historia contemporánea, desde las clave de un no por ortodoxo menos viable modelo representacional.
No solo representa tributo honesto, lúcido y digno dentro de un audiovisual criollo precisado de incrementar la presencia del género histórico; sino también obra artística muy útil de apreciar por los jóvenes espectadores, quienes tienen aquí, de forma entretenida, empática, sin panfletos ni didactismos (baza del material es no sobrepasarse en explicaciones ni subrayados, no obstante tenerlos) a nuestra historia en canal, abierta como tan grande, bella, triste y aleccionadora ha sido.
Es el material de catorce episodios, bajo la dirección de Alberto Luberta Martínez a partir del guion escrito entre él, Eduardo Vázquez Pérez y Yaíma Sotolongo de las Cuevas, una serie correcta, de buen empaque formal y solvente factura, cuya temperatura narrativa, por momentos, enardece, merced a escenas concebidas con franco dominio de los resortes que implican al mantenimiento de la tensión.
Sobresale en tal sentido el registro del bestial asesinato del alfabetizador Conrado Benítez en el mismo episodio piloto: acaso homenaje impensado, o no, al registro análogo relacionado con el fin de Alberto Delgado —administrador de la finca Masinicú, sometido a toda suerte de vejaciones, lacerado y al final colgado de una guásima por la banda de Cheíto León—, expuesto en la antes citada El hombre de Maisinicú. Aquella jauría, bajo órdenes de su “Comandante”, igual que la referida por la óptica de La otra guerra, participó sin excepción en los golpes, bayonetazos y el ahorcamiento del joven agente de la Seguridad del Estado, quien tanto contribuyó a la desarticulación de las bandas contrarrevolucionarias en el Macizo de Guamuhaya. El infortunio postrero del campesino Eleodoro Rodríguez y, sobre todo, del maestro voluntario Conrado Benítez tras la mutilación genital recibida como testimonio del odio (también del temor) más abisal, resultan definidos en La otra guerra a través de la solución argumental y visual indicadas para reproducir el hecho histórico asida a un plano de irrestricta verosimilitud.
Estas alimañas financiadas por el imperio no tenían diques éticos, contenciones morales, escrúpulos de ningún tipo. Eran bestias, solo eso; y es por ello, no en virtud de infértil paternalismo, que no hemos de recabarle tanto al texto telefictivo ese carácter poliédrico que demanda la configuración de todo buen personaje. En el trabajo de la televisión cubana se hace difícil capturar el posible envés de tales sujetos, puesto que su dimensión monocorde propende a la proyección sistemática hacia un accionar negativo, surgido de la combinación entre maldad e ignorancia. Y como no está el autor de este artículo por el sofisma de lo “políticamente correcto” en el arte audiovisual, no sería su deseo, por ende, el de pedirle a Luberta Martínez algo semejante a lo practicado por Patty Jenkins en Monster (2003) o Nicole Kassell en The Woodsman (2004), en aquellas dos películas de cuerdas inexplicablemente comprensivas con las monstruosidades de sus personajes: una connotada asesina y un pedófilo. Las hienas son hienas, sin aporías.
A señalar en la teleserie cubana el rigor factual y contextual, el apego a la absoluta verdad de guiones donde el sentido de la espectacularidad nunca supera a la vocación de fidedignidad. La mano en la escritura del historiador Eduardo Vázquez Pérez (Duaba, la odisea del honor), dudas no han de caber, incidió de forma determinante en la conformación de un guion en cuya armadura se involucraron otros expertos e instituciones nacionales, para fortuna del relato.
Bajo el obvio entendido de que no se trata de un producto cinematográfico de alto coste fabricado por la industria hegemónica, y de diferir sobremanera el sello RTV Comercial —en presupuesto u otros recursos— de, verbigracia, el HBO de Juego de tronos (donde un episodio puede frisar los diez millones de dólares), la serie no se abstiene de apuntar, a ratos, hacia una ortografía epopéyica, a esa sintaxis épica que combina en luminoso haz de policromía cinemática combates bien filmados, como Dios mandaba antes: sin apenas efectos especiales, sin el habitual apoyo infográfico del género en Norteamérica hoy día, con actores de carne y hueso, paisajes de majestuosidad de un entorno como el Macizo de Guamuhaya y el hálito emotivo que suele acompañar a historias tales desde los tiempos de Cecil B. de Mille.
Escaramuzas o batallas lejos de la tronante artillería elefantiásica del mainstream, las contiendas de La otra guerra no carecen por ello de menos calibre —al contrario, ganan en legitimidad—; y transcurren con orgánica fluencia.
Las series y películas históricas suelen alcanzar, en ocasiones, un rango de evocación que quizá el más concienzudo libro de historia no pueda garantizar. El Escambray a fuego del bandidismo y la respuesta revolucionaria del primer lustro de los sesentas se hace visible, y creíble, en estos fotogramas del material en agenda por Cubavisión: imágenes tan necesarias como (ojalá) favorecedoras de un tema que en Cuba posee inmarcesible venero para gestionar innumerables relatos destinados a cualquier forma audiovisual.
En la pantalla, sea grande o chica, los géneros siempre extravasan su presumible único foco para comentar o alentar percepciones derivadas de este, con diana hacia otras realidades ideológicas, políticas e históricas. Esto juega desde la ciencia ficción hasta el terror zombie. Y ni de lejos deja de cumplirse el axioma en la comarca de marras, donde la mirada a un pretérito heroico supone forma elocutiva hacia un rastreo político del presente, con advertencia incluida. Las señales de La otra guerra son harto diáfanas en tal sentido. Nuestros abuelos y nuestros padres combatieron, en esta como en otras contiendas también pertinentes de conferirle salvoconducto al cine o a la televisión, contra quienes nos querían anular en tanto proyecto de nación y a nosotros en tanto individualidades adscritas a un credo independentista definido desde el mismo 10 de octubre de 1868. No puede haber paz para los malvados, ni ha de entregarse nunca lo obtenido en el combate; se lucha a muerte por preservarlo, como en el Zanjón, como en el Escambray, como en la historia toda de esta Cuba indoblegable, bien escatada, recreada, reinterpretada en su dimensión heroica por la nueva teleserie.
Es un magnífica serie que nos documenta, incluso, a los nacidos después de 1959, sobre hechos que desconocíamos. Por nuestra historia sabemos de todos los crímenes cometidos por los Estados Unidos en el mundo entero a lo largo de toda su existencia. Es bueno que se sigan produciendo series como LCB "La Otra Guerra" como constancia de lo que ha sido siempre el imperio. Felicito a Albertico Luberta, a todo el equipo de filmación y a su elenco artístico por haber sabido teletransportarnos a aquella triste y por suerte desaparecida época
ResponderEliminarTOTALMENTE DE ACUERDO. GRACIAS POR SU COMENTARIO. SALUDOS DEL AUTOR
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