martes, 18 de julio de 2017

Últimos días en La Habana



Pornomiseria, homosexuales y Sida ya resultan barajas quemadas por el cine nacional. Por ende, de entrada, a quien escribe le hacía tiritar a estas alturas el anuncio de otra película a incurrir en el mismo mantra; así la filmase y todo Fernando Pérez, el autor de obras de significación en la historia reciente de la pantalla fictiva como Clandestinos; José Martí, el ojo del canario o la injustamente preterida La pared de las palabras; aunque también de títulos irregulares como la inextricable Madagascar, la sobrevalorada La vida es silbar e inconcretos a la manera de Madrigal.


  Una vez vista Últimos días en La Habana -de exhibición nacional luego de su pase en los festivales de Cuba, Miami, Berlín, Málaga y estreno mundial comercial en España-, empero, no es tan pleonástica como temiera; si bien tampoco resulta una pieza extraordinaria de la filmografía insular.

  Dos son los vectores dramáticos que marcan los intereses de dominio del filme: la amistad y el dolor. En su asunción/exploración del primero, a fuer de sinceros, el largometraje no aporta nada nuevo ni mejor a cuanto hayamos visionado en tan caro ítem de la pantalla, a través de tantos años y tantas industrias nacionales, incluida la nuestra.

  Sin llegar a alcanzar la maestría narrativa ni la contundencia de Barrio Cuba -el opus del maestro Humberto Solás convertido en el abordaje de mayor rotundez sobre el dolor en la pantalla cubana de ficción del siglo XXI-, es en el segundo aspecto donde el último trabajo de Fernando Pérez alcanza sus picos expresivos, su cenit emocional y el grado prístino de trascendencia.

  Curiosamente, y resulta algo a favor del filme toda vez que subvierte lo dictado por la escolástica acomodaticia -cual no cabría esperarse opción diferente de director tal-, dicha angustia no queda focalizada a trazo esencial en el personaje del tragicómico Diego (guiño intertextual al personaje homónimo de Fresa y chocolate) moribundo, sino en el de su compañero: Miguel.

  Sin dudas, cumple con méritos su función Jorge Martínez en su Diego, pero el Miguel incorporado de forma magistral por Patricio Wood -en la que constituye la composición más importante de su carrera cinematográfica-,  es un personaje riquísimo en su patrón conflictivo, del que a mi modo de ver pende la obra. Sin necesidad de palabras, el actor modela con suma meticulosidad la cuita del personaje, al punto de transmutarla  en substancia ínsita capaz de expresar un universo sentimental desde la cartografía del indicio. Algo nada fácil de lograr, que no solo depende del empeño y la capacidad del actor; sino además de la dirección del intérprete por un verdadero guía en ese campo como Fernando. El laconismo de Miguel, por otro lado, de alguna manera compensa el exceso de diálogos reinante en el metraje, abrumador hacia la segunda hora; sobre todo por conducto del personaje de la sobrecargada sobrina de Diego. Tal zona propende aun más a la sensación de teatro filmado que la cinta desprende por momentos.
  Convertido en franco esteta en el trabajo con las gradalidades del silencio, Wood transforma ese mutismo hermano del desdén en compañero perfecto de quien no espera nada y al final mucho espera; lo hace forma y conciencia que emanan de alguien partido en dos, en fase continua de sobrellevar, no de recomponer, los fragmentos partidos de sí mismo. Los encuadres, las declaraciones de la cámara y los ojos sin consolación del intérprete representan la elocuencia no verbalizada del desastre interior de un hombre quien afronta el pesar gracias a su única esperanza vital, que no es otra que emigrar hacia los Estados Unidos. Las miradas a las noticias relacionadas con ese país que transmite la televisión, su recorrido diario al mapa de la nación norteña y al viejo libro donde intenta sumar palabras a su vocabulario sajón puntean la dimensión humana alcanzada por la película desde el plano del detalle. La forma cómo hacia tal propensión Patricio Wood (a quien una lente divina lo “desnuda” desde su andadura urbana hasta el corazón del apartamento de Centro Habana) se vuelca todo supone baza primordial del largometraje. Y ya vale por sí solo su visionaje.

  Clásico ejemplo de película de personajes, Últimos… porta el ADN global del cine que ahonda en el conflicto de los seres humanos. Lo ejecuta de manera sensible. Y sin edictos penales ni veredictos éticos. Se limita a mostrar, sin defender o impugnar. Tanto en el caso de Miguel como en el de Diego.
 
 Si bien, más allá de la propiedad planetaria que ello le confiere, su foco espacial es La Habana y la exégesis que de la Cuba actual ofrece el filme es la del reflejo de una colosal grieta ontológica, social, moral cuyo oteo no permite siquiera partículas disgregadas de redención, no sea quizá el dulce que le hace la vecina al Diego a punto del no más y esta unión a prueba de tifones del amigo con el enfermo. Más allá de eso, a rango social, nada o muy poco. En el universo de sentidos de la película todo -o buena parte, para no caer en esos absolutismos injustos que a nada conducen, no sea a la desfiguración-, está definitivamente jodido. Y eso la lastra. Sí, es arte, sabemos, y este frecuenta los costados menos gratos desde el mismísimo período mudo; además, los creadores se adentran en turbiones particulares y simas abisales de la naturaleza humana y los focos sociales. Nadie está pidiendo aquí equilibrios ni mucho menos realismo socialista, porque no estamos en la clase de diseño ni en la de literatura soviética, pero cuando dentro de medio siglo se repase cierto audiviosual cubano -no solo esta película, por supuesto-, los espectadores del futuro creerán estar apreciando la crónica de un estertor, la plasmación de un fracaso total, el cuadro de un país yermo e inerte en la posibilidad de sustentación de un proyecto. Tan gris y plúmbeo como cualquier república latinoamericana perdida entre la corrupción y el vasallaje exterior, o acaso peor. Sin matices, ni desvíos temáticos y espaciales hacia otras áreas.

  El cine también tiene el compromiso histórico, el deber moral, de ofrecer una panavisión, un escrute  de las sociedades en tanto cuadro general, no solo de determinadas zonas miradas y vueltas a capturar en un ritornello inacabable que ya sinceramente cansa. Cuanto en Suite Habana era iluminación desde la sutilidad; ahora es machaque, cantinela desde la obviedad sobreexplicada, puesto que ha habido un océano de producciones audiovisuales del corto y el largometraje -cubanas, coproducidas o extranjeras- atentas al bojeo hacia dichas latitudes.

  Aun cuando, salvo inductivamente al muchacho que toma el “almendrón”, el guion no los juzga -opción improbable dado el punto de partida tomado por el filme de avenirse a la “relativización de valores” en boga por parte de algunas cosmovisiones-, para un receptor menos “adelantado” como quien escribe la  aproximación verificada en estos fotogramas a los exponentes de las nuevas generaciones es desoladora: prostitutos rentados por viejos gays libidinosos a la caza de jovencitos de preferencia negros quizá por las mismas estereotipadas razones que hacían famoso al protagonista de El rey de La Habana (Agustí Villaronga, 2015); desentendidos del estudio o de cualquiera de las múltiples posibilidades de superación brindadas por el Estado cubano; muchachos irrespetuosos y carentes de consideración hacia las personas mayores o los enfermos.

  La posibilidad del ingenuo mañana de criaturas zoológicas en la azotea, muchos chiquillos y “olvidémonos del planeta que alguien bueno vendrá a arreglarlo” propuesto por la sobrina de Diego -rayana en el nihilismo, la pauta de conducta modélica de evasión procurada por los poderes hegemónicos y el corte absoluto del cordón umbilical con una realidad precedente a la cual rechaza-, descarta a las jóvenes hornadas de cualquier virtual compromiso con el proyecto de sus antecesores. Proyecto en el que dicho personaje solo aprecia negrura, enumera manchas e impugna de tal modo que ni cien explicaciones sobre la “lucha de contrarios”; ni el Turguéniev de Padres e hijos pudieran explicar.

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