Pornomiseria,
homosexuales y Sida ya resultan barajas quemadas por el cine nacional. Por
ende, de entrada, a quien escribe le hacía tiritar a estas alturas el anuncio
de otra película a incurrir en el mismo mantra; así la filmase y todo Fernando
Pérez, el autor de obras de significación en la historia reciente de la
pantalla fictiva como Clandestinos; José Martí, el ojo del canario o la
injustamente preterida La pared de las
palabras; aunque también de títulos irregulares como la inextricable Madagascar, la sobrevalorada La vida es silbar e inconcretos a la
manera de Madrigal.
Una vez vista Últimos días en La Habana -de exhibición nacional luego de su pase
en los festivales de Cuba, Miami, Berlín, Málaga y estreno mundial comercial en
España-, empero, no es tan pleonástica como temiera; si bien tampoco resulta
una pieza extraordinaria de la filmografía insular.
Dos son los vectores dramáticos que marcan
los intereses de dominio del filme: la amistad y el dolor. En su
asunción/exploración del primero, a fuer de sinceros, el largometraje no aporta
nada nuevo ni mejor a cuanto hayamos visionado en tan caro ítem de la pantalla,
a través de tantos años y tantas industrias nacionales, incluida la nuestra.
Sin llegar a alcanzar la maestría narrativa
ni la contundencia de Barrio Cuba -el
opus del maestro Humberto Solás convertido en el abordaje de mayor rotundez
sobre el dolor en la pantalla cubana de ficción del siglo XXI-, es en el
segundo aspecto donde el último trabajo de Fernando Pérez alcanza sus picos
expresivos, su cenit emocional y el grado prístino de trascendencia.
Curiosamente, y resulta algo a favor del
filme toda vez que subvierte lo dictado por la escolástica acomodaticia -cual
no cabría esperarse opción diferente de director tal-, dicha angustia no queda
focalizada a trazo esencial en el personaje del tragicómico Diego (guiño
intertextual al personaje homónimo de Fresa
y chocolate) moribundo, sino en el de su compañero: Miguel.
Sin dudas, cumple con méritos su función
Jorge Martínez en su Diego, pero el Miguel incorporado de forma magistral por
Patricio Wood -en la que constituye la composición más importante de su carrera
cinematográfica-, es un personaje
riquísimo en su patrón conflictivo, del que a mi modo de ver pende la obra. Sin
necesidad de palabras, el actor modela con suma meticulosidad la cuita del
personaje, al punto de transmutarla en
substancia ínsita capaz de expresar un universo sentimental desde la
cartografía del indicio. Algo nada fácil de lograr, que no solo depende del
empeño y la capacidad del actor; sino además de la dirección del intérprete por
un verdadero guía en ese campo como Fernando. El laconismo de Miguel, por otro
lado, de alguna manera compensa el exceso de diálogos reinante en el metraje,
abrumador hacia la segunda hora; sobre todo por conducto del personaje de la
sobrecargada sobrina de Diego. Tal zona propende aun más a la sensación de
teatro filmado que la cinta desprende por momentos.
Convertido en franco esteta en el trabajo con
las gradalidades del silencio, Wood transforma ese mutismo hermano del desdén
en compañero perfecto de quien no espera nada y al final mucho espera; lo hace
forma y conciencia que emanan de alguien partido en dos, en fase continua de
sobrellevar, no de recomponer, los fragmentos partidos de sí mismo. Los encuadres,
las declaraciones de la cámara y los ojos sin consolación del intérprete
representan la elocuencia no verbalizada del desastre interior de un hombre
quien afronta el pesar gracias a su única esperanza vital, que no es otra que
emigrar hacia los Estados Unidos. Las miradas a las noticias relacionadas con
ese país que transmite la televisión, su recorrido diario al mapa de la nación
norteña y al viejo libro donde intenta sumar palabras a su vocabulario sajón
puntean la dimensión humana alcanzada por la película desde el plano del
detalle. La forma cómo hacia tal propensión Patricio Wood (a quien una lente
divina lo “desnuda” desde su andadura urbana hasta el corazón del apartamento
de Centro Habana) se vuelca todo supone baza primordial del largometraje. Y ya
vale por sí solo su visionaje.
Clásico ejemplo de película de personajes, Últimos… porta el ADN global del cine
que ahonda en el conflicto de los seres humanos. Lo ejecuta de manera sensible.
Y sin edictos penales ni veredictos éticos. Se limita a mostrar, sin defender o
impugnar. Tanto en el caso de Miguel como en el de Diego.
Si bien, más allá de la propiedad planetaria
que ello le confiere, su foco espacial es La Habana y la exégesis que de la
Cuba actual ofrece el filme es la del reflejo de una colosal grieta ontológica,
social, moral cuyo oteo no permite siquiera partículas disgregadas de
redención, no sea quizá el dulce que le hace la vecina al Diego a punto del no
más y esta unión a prueba de tifones del amigo con el enfermo. Más allá de eso,
a rango social, nada o muy poco. En el universo de sentidos de la película todo
-o buena parte, para no caer en esos absolutismos injustos que a nada conducen,
no sea a la desfiguración-, está definitivamente jodido. Y eso la lastra. Sí,
es arte, sabemos, y este frecuenta los costados menos gratos desde el mismísimo
período mudo; además, los creadores se adentran en turbiones particulares y
simas abisales de la naturaleza humana y los focos sociales. Nadie está
pidiendo aquí equilibrios ni mucho menos realismo socialista, porque no estamos
en la clase de diseño ni en la de literatura soviética, pero cuando dentro de
medio siglo se repase cierto audiviosual cubano -no solo esta película, por
supuesto-, los espectadores del futuro creerán estar apreciando la crónica de
un estertor, la plasmación de un fracaso total, el cuadro de un país yermo e
inerte en la posibilidad de sustentación de un proyecto. Tan gris y plúmbeo
como cualquier república latinoamericana perdida entre la corrupción y el
vasallaje exterior, o acaso peor. Sin matices, ni desvíos temáticos y
espaciales hacia otras áreas.
El cine también tiene el compromiso
histórico, el deber moral, de ofrecer una panavisión, un escrute de las sociedades en tanto cuadro general, no
solo de determinadas zonas miradas y vueltas a capturar en un ritornello inacabable que ya
sinceramente cansa. Cuanto en Suite
Habana era iluminación desde la sutilidad; ahora es machaque, cantinela
desde la obviedad sobreexplicada, puesto que ha habido un océano de
producciones audiovisuales del corto y el largometraje -cubanas, coproducidas o
extranjeras- atentas al bojeo hacia dichas latitudes.
Aun cuando, salvo inductivamente al muchacho
que toma el “almendrón”, el guion no los juzga -opción improbable dado el punto
de partida tomado por el filme de avenirse a la “relativización de valores” en
boga por parte de algunas cosmovisiones-, para un receptor menos “adelantado”
como quien escribe la aproximación
verificada en estos fotogramas a los exponentes de las nuevas generaciones es
desoladora: prostitutos rentados por viejos gays libidinosos a la caza de
jovencitos de preferencia negros quizá por las mismas estereotipadas razones
que hacían famoso al protagonista de El
rey de La Habana (Agustí
Villaronga, 2015); desentendidos del estudio o de cualquiera de las múltiples
posibilidades de superación brindadas por el Estado cubano; muchachos
irrespetuosos y carentes de consideración hacia las personas mayores o los
enfermos.
La posibilidad del ingenuo mañana de
criaturas zoológicas en la azotea, muchos chiquillos y “olvidémonos del planeta
que alguien bueno vendrá a arreglarlo” propuesto por la sobrina de Diego
-rayana en el nihilismo, la pauta de conducta modélica de evasión procurada por
los poderes hegemónicos y el corte absoluto del cordón umbilical con una
realidad precedente a la cual rechaza-, descarta a las jóvenes hornadas de
cualquier virtual compromiso con el proyecto de sus antecesores. Proyecto en el
que dicho personaje solo aprecia negrura, enumera manchas e impugna de tal modo
que ni cien explicaciones sobre la “lucha de contrarios”; ni el Turguéniev de Padres e hijos pudieran explicar.
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