Más que
por haberse convertido en fenómeno taquillero del cine surcoreano (entre las
pantallas más dinámicas del planeta hace rato), con cerca de quince millones de
entradas vendidas; por arrasar en la entrega de los Premios al Cine de ese país
durante 2006; o haber sido bautizada por un crítico de la tan leída como
respetada por muchos entre quienes no me incluyo Variety como «la mejor película de monstruos de la historia»
—aseveración pantagruélica que no tiene caso discutir por su absolutismo—, El huésped deviene ingente esfuerzo del
realizador Bong Joon-ho por recuperar el hálito de la serie B del cine de
terror y ciencia ficción de los años 50 y su poderosa carga de alegorías
políticas.
La
película de Bong —aunque no con la fama
de un Park Chan-wook o un Kim Ki-duk, pero entre lo más selecto de su país hace
rato, y tampoco ningún desconocido a la altura histórica del filme, pues el
creador de Los perros que ladran nunca
muerden ya había obtenido para entonces la Concha de Plata y el Premio de
la Crítica en San Sebastián 2003 por su aclamada Memorias de un asesino— constituye una sorprendente variación del
género de terror en su decidida disposición a sortear el decálogo establecido
para armar la secuencia en dicha variante fílmica: ni se apropia de la habitual
edición trepidante de las cintas donde un monstruo persigue o es perseguido, ni
le interesan los planos cortos que faciliten la aparición momentánea de la
criatura, ni parece importarle un bledo mostrarnos al bicho en plena claridad
(la secuencia inicial es un festín cinematográfico de luminosa policromía) y
sea bien visto por el espectador de cola a boca. Por caso contrario, sí suele
poner reparos a que la toma posterior se adivine, como sucede en los filmes de
terror hollywoodenses. En el mundo narrativo Bong, casi nada sucede con arreglo
a lo predecible.
No
existe otro modo de ver a su filme sobre el monstruo de gigantescos tentáculos
que asedia a Seúl sino como una combinación lúdica, desparpajante y hasta
desmadrada a veces de suspenso, humor negro, comedia del absurdo, drama
familiar y sátira política (inscrita sin embargo dentro de la tradición del
cine fantástico en la vertiente kaiju,
comenzada casi sesenta años atrás), más proclive a reformular códigos que a
deglutirlos a la usanza predigerida.
El huésped, la cual se burla de muchas cosas y entre
éstas hasta de la presunta bonanza económico—social de los «tigres asiáticos»,
encuentra su punto de cocción dramática desde que la criatura huye a las
alcantarillas del río Han con la niña de la familia Park en su garganta
mastodóntica de molusco, dinosaurio y otras perlas.
Los Park
nada tienen que ver con los padres protectores de Stuart Little; guardan más parecido con los de La pequeña señorita Sol: son disfuncionales, raritos a matar; de
manera que la pérdida de la chiquilla opera como vector de unidad que los convocará
a la cacería ¿y captura¿ de un monstruo sin ganas de dejar a muchos vivos en el
intento.
La
película es refocilante por el modo cómo transita de un instante de pesar
familiar a un toque de vertiginosa desdramatización que puede venir por el giro
más impensado, e incluso valerse hasta de claves de la comedia muda americana.
Pero en lo que más se emparenta con el kaiju
fundacional y el sentido alegórico de sus predecesoras de los 50 es en la
ubicación argumental de la razón del surgimiento de la criatura.
Si hace
más de medio siglo los lagartos gigantes como Godzilla o las tarántulas
asesinas y todo tipo de bichos extraordinarios generados por radiaciones
nucleares u otras causa análogas representaban un grito de alerta en la
pantalla sobre los peligros de la Guerra Fría y el posible resultado del encono
entre las superpotencias norteamericana y soviética, El huésped está hablando en signos fílmicos de la intromisión
estadounidense en la península coreana y los daños al medio ambiente que allí y
en cualquier sitio del planeta la política de las administraciones yankis y su
sistema corporativo puede acarrear.
No en
balde su guion parte de un hecho real acaecido en una base militar en Seúl,
cuando uno de los miembros del personal norteamericano obligó a un trabajador a
arrojar desechos bélicos marcadamente tóxicos en las aguas del río Han, hoy un
verdadero lecho negro de contaminación que fluye en el entramado capitalino
coreano.
El huésped alude a esto, empero, sin cargar las
tintas; y sin olvidar por un instante -pese a toda su carga añadida de valores-
su claro propósito de convertirse en un producto de entretenimiento, el cual
fue capaz incluso de competir de igual a igual en la taquilla con los tanques
norteños, al punto de que Hollywood la puso en la lista negra de sus remakes.
Bong
Joon-ho seguiría su línea crítica con la posterior y extraordinaria Snowpiercer (quizá la más marxista de
las películas de la década en el mundo) y la mucho más irregular pero igual de
fruitiva Okja (2017).
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