Si,
nada exento de razón, en algún momento, George A. Romero, el padre
cinematográfico del subgénero, afirmó que “todo zombi es político”, varios exponentes
focalizados dentro del paisaje fílmico y la teleficción mundiales del siglo XXI
son, además y esencialmente, representaciones artísticas del caos social y la
degradación general aparejados al cisma económico iniciado en 2008.
La
ontología del asunto podría, no sin licitud, apuntar a leerlos cual plasmaciones
cinemáticas de un orden de pensamiento y una estructura
sentimental-emotiva-volitiva en fase de reconfiguración osmótica con arreglo a
un entorno ambiental sujeto a la más lancinante descomposición e incertidumbre,
en la mayoría de los planos.
Las
potencialidades simbólicas de la criatura garantizarían asimilarla, asimismo, en
tanto elemento indicativo de la uniformización de la masa por conducto del discurso
mediático corporativo imperante; y de la ausencia, a escalas notables de
volumen e incidencia global, de una inteligencia crítica capaz de llegar a un
receptor vasto, para de alguna forma neutralizar o cuando menos paliar la
obnubilación o la tendencias borreguiles fijadas como pautas en el corpus teórico-conductual de demasiados sujetos
pavlovizados. Entes desprovistos de mecanismos de defensa, cuasi exánimes, por
la costumbre, ante el encanto siniestro de una canción apocalíptica entonada
desde el micrófono ensordecedor y avasallante de los grandes poderes.
En
su aportador texto Filosofía zombi (Anagrama,
2011), el ensayista Jorge Fernández Gonzalo decodifica la visión actual del muerto
viviente “como metáfora desde donde entender el entorno mediatizado que nos
rodea: desequilibrios financieros, pasiones reducidas al pastiche de su expresión
hiperreal, modelos de pensamiento afianzados por el poder y consolidados en la
puesta en práctica de la maquinaria capitalista”.
Con
independencia de que, a pesar de todo lo anterior suscrito, buena parte del
cine de zombi ejecutado hoy día no supere el adocenamiento argumental, la más
cerval ramplonería narrativa y una voracidad comercial que comulga muchísimo
menos con la distribución de subtextos que con la emisión a chorro de géyseres
de sangre más montañas de vísceras y no otra cosa, algunas muestras de la
pantalla internacional sí proponen una alternativa hermenéutica coligada con
tales enunciados.
Así, la polisemia del subgénero descarga cargas de
profundidad exegéticas en un arco temporal a distenderse desde 28 días después (Danny Boyle, 2002), El amanecer de los muertos (Zack
Snyder, 2004) y la tríada romeriana La tierra
de los muertos vivientes/El diario
de los muertos/La resistencia de los
muertos (2005, 2007 y 2009, respectivamente), hasta Juan de
los muertos (Alejandro Brugués, 2011), Melanie: The Girl With All the Gifts (Colm McCarthy, 2016)
y Tren a Busán (Yeon Sang-ho, 2016).
Esta
última -de reciente estreno en Cuba-, constituye una rica relectura del cine surcoreano
al fenómeno zombi, afincada a la atalaya interpretativa del concepto de civilización
devorada por sí misma, a resultas de la competitividad exacerbada del
capitalismo corporativo desarrollado y el afán irredimible de acceder a
portales de confort vendidos como posibilidad colectiva válida, aunque la
praxis social de la propia socialmente estratificada Corea del Sur desmienta
semejantes entelequias y las sitúe en su justo lugar de espejismos.
Sobre
las vías férreas empotradas de Seúl a Busán, circulará un tren donde ello se
confirmará, no al grado sumo de Snowpiercer
(Bong Joon-ho, 2013) pero sí de forma harto ilustrativa. Cuando se desata
la pandemia zombi dentro del artefacto rodante, la élite intenta erigirse en
diosa rectora del destino de los pasajeros; no obstante el principio de
sacrificio y sentido de la cooperación de los menos favorecidos prevalezca a la
hora del necesario trabajo en equipo encaminado a sofrenar, momentáneamente, el
ataque de los muertos vivientes.
El
protagonista del filme, un solvente gestor de fondos adicto al trabajo y huérfano
de vínculos emocionales con su familia a causa del mismo exceso de actividad, es
uno de los seres humanos que en medio de esta apoteosis de sangre y adrenalina
precisará luchar por la supervivencia. En la descripción de cómo él y el resto
de los pasajeros no infectados pretenden obtener esa supervivencia, el también
guionista Yeon Sang-ho traza ricos apuntes sobre el miedo, la violencia y la
irracionalidad del ser humano, atizados al calor de una situación extrema parecida
al infierno sin salida de quienes compraron boleto en el expreso transcoreano
del relato cinematográfico.
Yeon Sang-ho horada en la tradición de la vertiente fílmica, para extraerle señas de identidad devenidas estereotipos en razón de la fuerza del uso, que él resignifica a través de inopinados puntos de giro, curiosas soluciones visuales, la subversión lúdica de la narrativa situacional clásica y el uso a conveniencia de un singular humor negro aun en los momentos aconsejablemente menos oportunos para destilarlo.
Ahora
bien, el cuarto trabajo del director (el primero en imagen real, los otros tres
previos pertenecen al territorio de la animación) no descuella solo por la re- modulación
de estilemas o su sedimento ideológico; sino fundamentalmente merced a la
precisión de la puesta en escena y la incorporación de secuencias de acción dotadas
de una organicidad interna de veras modélica.
En
dichas set-pieces rutilan tanto el
acople, el sentido planificador y el aprovechamiento espacial en un marco
cerrado, como la concepción plástica. Caen en cascada sobre la urdimbre
narrativa y su goce fruitivo conduce a añorar la irrupción de otra. Es ese
paroxismo sensorial con el cual saben trabajar tan bien diferentes realizadores
surcoreanos de la centuria, quienes, en la comarca del cine de género, logran devolvernos
ese frenesí infantil hacia la pantalla: aquello que Roland Barthes denominaba
el “punctum” y con lo cual tanto Yeon Sang-ho como otros colegas suyos de esa
pantalla son capaces de reconectarnos.
Tren a Busán, con
estreno en el Festival de Cannes, galardonada en el de Sitges mediante el
Premio al Mejor Director y uno de los hitos de público del más reciente lustro
en Corea del Sur, cuenta con una precuela animada: Seoul Station, la cual aconsejaría apreciar en tanda doble con este
filme si se desea corroborar la habilidad natural del director para hilvanar
historias de generosa pluralidad de sentidos y elaborar atmósferas de tensión;
así como su intención remarcada de impugnar las desigualdades de la sociedad
surcoreana. Si bien, Seoul Station
constituye el reverso tonal de Tren a
Busán, en virtud del sesgo umbrío verificado en sus trazos y la
consiguiente evanescencia del componente lúdico de la propuesta en imagen real.
(Texto
publicado originalmente en el portal de la UNEAC)
¿Para qué pudiera servir –me pregunto– un artículo acerca de la cinematografía zombi (por cierto, te quedó pétreo, casi “rúfico”; tuve que releerlo despacio y a punto estuve de asilarme en un diccionario) para alguien que de mala gana vio “Soy leyenda” (ya había leído la novela) y “Juan de los muertos” (por disciplina, porque no se pierde una película del patio) y, en general, detesta el subgénero (sin contar que le mencionan “película/serie sudcoreana” y ya hace una mueca)?
ResponderEliminarYa sé: para que se mande a correr y descargue “Filosofía zombi”, de Fernández Gonzalo. Si de un ensayo se trata, ¡bienvenidos sean hasta los muertos vivientes!
[Confesión: también leí “Melanie”, de Mike Carey. Es lo que llamo “lectura de espera”: alguien demora en llegar y abro al azar aquello donde primero se pose el cursor del mouse. Un tanto diferente, me pareció…]
Gracias por espolearme y ¡feliz año 60 de la Revolución!
Quienes formamos parte, Ariel,de las huestes utópicas y creemos en un todavía, escribimos hasta de zombis, hermano, ja ja ja. Feliz Año Nuevo para tí y gracias por tu fidelidad.
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