viernes, 14 de diciembre de 2018

A veinte años de «El show de Truman» y su profecía del reinado de estupidez e invasión íntima de la telerrealidad



Una película como El show de Truman (The Truman Show, 1998) representaría, en la segunda mitad del siglo XX fílmico estadounidense, la más sui géneris metaforización de la esencia manipuladora y desnaturalizante del negocio de la televisión en las sociedades avanzadas de consumo.


Lo que Elia Kazan perfilara en Un rostro en la muchedumbre (1957) y definieran cuatro décadas adelante Costa-Gavras en El cuarto poder (1997) o Barry Levinson en La cortina de humo (1997), cada uno a su manera pero todos hermanados por su vocación realista, queda ventilado en El show de Truman desde un plano, si no fantástico, sí mucho más fabular y estilizado. Que no en balde está detrás la mano de ese esteta del neo vanguardismo que fuera el neozelandés Andrew Niccol, quien escribió una película tan certera e inquietante como su anterior Gattaca, aunque de mucho mayor calado y madurez artística.

“El fin justifica los medios” viene a ser la máxima que el filme desea desalivar con el mismo asco con el cual la serpiente regurgita la pieza inmasticable. La vieja sentencia, de siempre amiga del capital, es el amparo “ético” de esos dioses de estudio, que desde la sala de edición controlan la vida de Truman Burbanks a partir del instante mismo de su nacimiento. Un show interminable donde aparentemente existe solo un engañado, cuya existencia es seguida en vivo y directo las 24 horas por todos en todo el mundo.

Cuanto cuenta es conseguir rating, mantener la punta en las encuestas. No importa cómo; ni siquiera qué se dice o transmite. La obnubilación del receptor, consecuencia del bombardeo constante de lo mismo, no permite delimitar la linde entre lo permisible y lo abusivo, entre lo televisivo y lo estrictamente personal. Por el contrario, la audiencia condicionada rumia y procura su pasto tradicional: en la privacidad masacrada de nuestro Truman había un poco de todo, desde el escándalo O.J. Simpson hasta el escándalo sexual o Zipergate de Bill Clinton.

Permanecer arriba tiene para las cadenas televisivas un precio con nombre en el billete: sensacionalismo. Y el show del invadido Truman, tan estúpido como epatante, atrae a muchos feligreses de su diaria odisea o puesta en pantalla. ¿Qué ocurrirá cuando ese hombre, despejado el engaño, deba decidir entre continuar en su ilusorio mundo de sueños o saltar a la cruel realidad¿ Esa resulta la gran interrogante -todo un símbolo- lanzada por el guionista Niccol y el realizador australiano Peter Weir. La pregunta debe decodificarse al estilo de las parábolas bíblicas: por la vía de los signos. Truman es el sujeto de la narración, pero a la vez una representación del sujeto mayoritario que deberá optar entre proseguir en el abotargamiento sensorial y encefálico producido por la mentira inacabable vomitada por el televisor, o salirse del juego. Algo difícil lo último, cuando se pre condicionan los gustos, en función de acoplarlos a las señas de identidad de la imagen. Por ende, la mayoría no saldrá jamás, no posee las herramientas para hacerlo. La secuencia epilogar de los vigilantes que buscan apresurados un nuevo show al terminar el de Truman, fulgurante en su agudeza, lo indica.

La vida “intelectual” de decenas de millones de televidentes da vueltas dentro del inmenso set de Seaheaven ideados por esos Christof tipificados en el filme en el personaje de Ed Harris -suerte de deidades malévolas de la comunicación-, para que transcurra el juego de Truman y quienes lo visionan. Un sitio donde existe un control absoluto y al cual resulta imposible abandonar porque lo impide un nuevo ángel exterminador: la insania mental, el propio asentimiento del consumidor de la mercancía televisual, cuyo cerebro está formateado y programado con base al esquema marcado por la convención.

Peter Weir no solo nos regalaría una triste, irónica, conmovedora, hermosa película de planteamientos hábil y originalmente puestos sobre la mesa, sino que además fraguaría una obra cinematográfica que desde el punto de vista formal suma enteros artísticos merced a su estupendo manejo de cámaras (hay aquí un hermanamiento total del hecho fotográfico a la singularidad del relato; las tomas más inimaginables para la época hacen cómplice al espectador de la violación de la intimidad del personaje central y la engañifa en curso) y una banda sonora de lujo que incorpora algún tema original de Bruckard Dalwitz y la mano maestra de Wojciech Kilar, al frente de la Filarmónica Nacional de Polonia.

Weir, además, tal cual hiciera con el finado Robin Williams en El club de los poetas muertos, saca osadamente del terreno del humor a Jim Carrey y lo conduce a una formidable actuación dramática en el rol de Truman, en la cual el canadiense halla la estatura de artista y se mofa de todos aquellos que vieron en sí a un simple payaso. Weir logró esto muchísimo antes que el francés Michael Gondry en el cine primero y ahora en la televisión, mediante la recién terminada serie de Showtime denominada Kidding.

Pero ese no fue justamente su mayor adelanto. El poder de anticipación del filme radica en su fidelísima premonición (tanto que provoca miedo) de lo que iba a convertirse el medio en los actuales tiempos de la telerrealidad y los rasgos extremos dimanados de tal formato en casi todas partes del mundo: humillación a los seres humanos, promoción rampante de antivalores, invasión absoluta de la privacidad y sobresaturación de estupidez. La misma profetizada por la inolvidable Idiocracia (Mike Jugde, 2006): la película que predijo este jodido universo imbécil del reguetón, Donald Trump y las fotitos del día a día en Facebook, et al.

El show de Truman, vista hoy a la altura de los veinte años de su estreno, mantiene extraordinaria vigencia y nos hace esbozar una sonrisa amarga. Ora nos envuelve en su patetismo, ora desconcierta por su temprana advertencia del poder ostensible que algún día alcanzaría el reality, con su consustanciales efectos nocivos.

Niccol y Weir se encargaron de apuntar, mediante peculiar poesía fílmica, que el planeta se convertiría en un rebaño dócil dirigido por los dueños-dioses de los medios de comunicación y las fuerzas e intereses dominantes que los respaldan y dictan su agenda.


(Este texto fue publicado originalmente en el portal de la UNEAC).

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