lunes, 10 de diciembre de 2018

A veinte años de «Rounders» y el olvidado cine de John Dahl



Cuanto le confiere aliento humano, dimensión ontológica a una película como Rounders (John Dahl, 1998) es su reflexión en torno al signo ineluctable del destino del jugador, ser cuya única “redención” podrá encontrarse junto a la mesa sobre la cual baraje suerte, dinero y -dicen todos ellos- talento.


En este drama de jugadores, Dahl prestó atenta mirada a las preocupaciones del otro, que el gran cine comercial norteamericano, uniformado como ninguno del planeta, declina. En este caso al espíritu de hombres (auto) ofrendados a algo que desde fuera pudiéramos llamar diversión, obsesión, acto enajenante o enfermizo; pero que en el interior de tales personas se identifica como pasión, pulsión, incluso razón de vivir.

Dahl, clarividente señor ondulante entre el indie y el mejor cine de estudios, hace una vivisección a un modo de vida. Nunca desde posiciones admonitorias, sino fraguando un documento ilustrador, siempre objetivo, pertrechado de la clásica y creo que inevitable visión dostoievskana del fenómeno, aunque con una manera mucho más desenfadada de entenderlo/expresarlo.

El personaje central de Rounders, interpretado por Matt Damon, no abandona su bote ante los oleajes intempestivos del azar (literalmente el elemento definidor del juego), antes bien haya su marea y marca proa hacia la playa de sus sueños: la añorada Las Vegas, la misma que o bien puede aniquilarlo o bien puede llevarlo a ponerle el anillo de matrimonio a la gloria. Y él apuesta y está convencido de lo segundo.

Camino a ese su objetivo, comprende que debe romper vínculos con el compulsivo amigo que constantemente lo mete en aprietos. En tal personaje, compuesto con honda autenticidad por Edward Norton, el guion escrito por Brian Levien y Brian Koppelman acentúa el concepto de Dostoievski en su novela El jugador (1867) sobre la autodestructividad inherente de dichos sujetos. Si bien el largometraje, acorde con su acercamiento desdramatizadamente poli óptico al asunto, no se casa con la exposición de un único derrotero y tras el mutis de Norton seguimos los pasos de Damon hasta ese gran juego final de póker cuyos resultados motivarán el peculiar giro dramático experimentado al cierre por la narración.

Ya a dicha altura, el personaje, de una forma harto peliculera que riñe con todo la filosofía conceptual del metraje previo, destroza a su oponente, en rutinaria extrapolación del planteamiento coreográfico del cine de boxeo al escenario de una mesa de póker. Al adversario en dicha liza lo encarna un descarriado John Malkovich, masacrador de la escena con su insufrible acento ruso (veinte años antes de su temporada en la serie Billions, donde lo sigue repitiendo) y ese tambaleo en la cuerda de “quiero aparentar tanta naturalidad que apenas actúo” o “actúo tanto que mi falsa naturalidad se delata”.

Pese al desaguisado conclusivo, Dahl elaboró una solvente película, en la línea de recordados largometrajes de jugadores corte The Hustler o El color del dinero. En lo personal, se trató de un alejamiento argumental y genérico de todo lo antes hecho por este realizador estadounidense. Y remarcaría sus dotes para proporcionarles espacio en pantalla a personajes inquietantes, a la manera de los aparecidos en sus filmes Red Rock West (1993) e Inolvidable (1996); así como para narrar fluidamente, tal cual hiciera en La última seducción (1994).

Lamentablemente, no obstante la eficacia de su obra y sus notables conocimientos fílmicos, este vivificador del neo-noir nunca plantó un bombazo taquillero que lo remitiera a la primera liga comercial de la industria estadounidense. Más desafortunado aun es que su nombre hoy día casi ni se relacione con el cine y solo sea vinculado por las nuevas hornadas mundiales de espectadores a la televisión, territorio donde a lo largo del siglo en curso ha dirigido episodios para Californication y Homeland (Showtime), True Blood (HBO), Breaking Bad (AMC) y House of Cards (Netflix), entre otras series.

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