domingo, 24 de marzo de 2019

Límpido poema existencial de Carlos Sorín


En Umberto D (1952), filme eterno de Vittorio de Sica, el anciano que le da nombre a la película se aferra en su soledad y desamparo a un perrito llamado Flike. El único intercomunicador con el dolor del pobre hombre, excluido por una Italia a reventar entonces de desempleo e ínfulas grandecapitalistas. Julio García Espinosa, evocando a aquella gema neorrealista, se apareció cuando más nos mordía el Período Especial en Cuba con Reina y Rey (1994), obra llena de numen aunque subvalorada y poco conocida: otra especial relación de fraternidad entre una señora y su mascota. Carlos Sorín, en Historias mínimas (2002) regala preeminencia a uno de los tres destinos humanos interrelacionados en el relato fílmico, al de Don Justo, viejo que emprende viaje a lo largo de 300 kilómetros de la Patagonia en busca de su Malacara: el can que abandonó al amo tres años atrás, al dejar este sin socorro en la carretera a un peatón atropellado. Flike, junto a una hilera de circunstancias, hace que Umberto Doménico desista del suicidio. Rey impide que Reina, como su ilusión, quede desintegrada en moléculas de vergüenza ante el sabotaje del destino. Y Malacara libra a su dueño de irse directo al infierno por el crimen, porque el hombre purgó en vida, durante 36 meses de hiriente soledad, la consecuencia de su acto de insensatez. Tres perros, tres ancianos, tres contextos de crisis, tres grandes películas.


Sorín sabe, como los daneses antiguos, que el camino hacia el fondo del corazón humano es más largo que el del fin del mundo. En esta obra de altmanianas raíces formales en la arquitectura narrativa de vidas cruzadas, azares interconfluyentes, itinerarios encontrados, labra, letra a letra, un precioso poema existencial sobre las pertinencias guardadas con número de clave por el corazón, la fugacidad de la alegría, la precariedad de los deseos, la evanescencia de las certezas, la ironía de las falsas ilusiones, la fragilidad sobre la que camina de puntillas la grandeza de la vida. Esto, por la sombra y la voz de tres seres humanos en apariencia simples, como la película, mas autoconminados a acciones que, si no desentonan con su inferida sencillez, es debido precisamente a la complejidad de su simpleza. Mediante la consecución de sus anhelos pretenderán estos personajes completar el puzzle inacabado de sí mismos.

Los objetivos perseguidos por el anciano, el representante de comercio y la participante en el concurso de televisión -por cierto, Sorín vitriólico con la televisión basura- procuran llenar los estados carenciales de personas faltas de terminación espiritual, en busca de sueños y reconciliación. Como también parece que iba la bióloga que le da aventón a Don Justo, aunque este prometedor personaje, por lo que en sí se atisba, solo funciona como apoyo momentáneo y Sorín lo difumina en segundos, desaprovechando cuanto podría haber constituido otra rica veta dramática.

Están los tres seres que sigue la trama tocados de gracia por la pluma de Pablo Solarz, la mano del realizador y la apabullante convicción de las composiciones de los intérpretes, quienes generan corrientes de empatía no más comenzamos a seguirles el rastro a través de esta road-movie por los gigantescos y solitarios parajes patagónicos, recurrentes en los marcos espaciales del director de La película del rey (León de Plata en Venecia ´86). Gente asumida, como en los cines del finado Kiarostami o de Loach, por actores no profesionales -solo lo es Javier Lombardo, en el rol del comerciante- que contra lo creído, sin sobre o sub actuación, lograr sembrar en la pantalla y catapultarlos de esta, de tan inspirados, a personajes en cuyas pieles parecen haber estado siempre. Un puñado fabuloso de intérpretes naturales comandado por un celestial Antonio Benedictis en el papel del viejo Don Justo (en la realidad, mecánico matricero de ochenta años a la sazón, sin experiencia actoral alguna) quien carga sobre sus hombros y echa a andar esta historia agridulce, escrita con limpieza y filmada con total indiferencia hacia toda forma de retórica o ampulosidad verbal o visual.

Valedero cruce entre pies de apoyo de la estética neorrealista y el concepto casi minimalista del cine iraní en cuanto a la proyección de la intensidad dramática en un sentido interior (o sea, desde dentro de los personajes y no a partir de la acción que los circunda), la economía de medios de la producción, la obliteración de lo magno-conmocional en beneficio de lo sencillo-cotidiano y la fuga de sentidos contraria a la enfatización del realismo más machacador. Película generosa, paradójicamente cálida en su tristeza inmanente, Historias mínimas opera de manera balsámica para removernos de la retina y de los oídos, gracias a su nívea presencia y su sutil musitar, el infernal ruido, la paja oprobiosa del mainstream omnipresente.

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