La
anterior no constituye una de las críticas habituales del blog. Por esta vez,
echamos a un lado la razón para dejar que hable la emoción ante el acta de
despedida de un audiovisual amado por el columnista. Han terminado, casi al
unísono, dos de las decenas de series que me han mantenido fiel a su emisión
semanal a través de los años: Juego de
tronos y La teoría del Big Bang.
El adiós es para siempre y ello entraña cierta cuota de pesar; sobre todo en el
caso de la segunda. Aunque en realidad, ya hubo un punto en que me daba igual
qué ocurriría con Daenerys, los muertos, Juan Nieve, los dragones, Aria y los
Lannister. Y concluí la hiperpublicitada superproducción televisiva de HBO (comentada
par de veces aquí) más por puro oficio que por deseos irrefrenables de verla.
No
fue el caso, nunca, con The Big Bang
Theory, cual consideré en una de las reseñas dedicadas al título en este
espacio: “punto superior de la telecomedia y expresión incomparable del talento
para la sitcom de su showrunner, el inefable Chuck Lorre”.
La Teoría del Big Bang mostró
su piloto el mismo día del nacimiento de mi hijo mayor, el 24 de septiembre,
pero del año 2007, y finalizó el 16 de mayo de 2019. Durante doce largos años
aguardé, cada semana, el capítulo de turno. Extrañé su presencia durante los períodos
de interrupción entre una y otra temporada, las paradas de fin de año o los
aguantes de CBS por cualquier otra razón.
Sheldon,
Leonard, Penny y el resto de la comunidad de “rarillos” se convirtieron en
personajes entrañables con quienes siempre sonreímos o reímos a mandíbula
batiente, pero con quienes también aprendimos, nos condolimos y comprendimos
mejor la naturaleza de la diferencia. Diferencia que puede doler o de hecho
duele, pero que también puede ser perfectamente manejable sobre la base de la
autoaceptación y la búsqueda del propio camino de los seres humanos.
Si
algo ilumina en la serie, como un faro en noche de niebla para los “otros” de
este mundo, es el concepto de que existe la posibilidad de vivir y ser feliz desde
una posición equidistante de los intereses, hábitos, convenciones y hasta
prototipos físicos de los demás. Que hay lugar para todos, un nicho para cada
gusto y una pareja para cada quien.
Lo
mejor del “Big Bang” es que expresa tal idea desde la comunión con la verdad y
el corazón. No desde los presupuestos engañosos del “feel good movie” y lo
políticamente correcto que envenena a tanto audiovisual norteamericano, al
punto que mientras uno más los visiona mejor comprende cómo alguien semejante a
Donald Trump resulta votado por millones de personas. Justo por eso, porque,
pese a todo su incomparable arsenal de defectos, resulta lo antónimo de esa
posición.
Desde
la más profunda sinceridad, hubiera estado doce años más disfrutando de la
teleserie, esperando los tres toques de Sheldon, gozando la relación de Leonard
con la madre, mirando el entornado de ojos y el mohín labial burlesco de Penny,
las indecisiones de Raj, el matrimonio de Howard y la Bernadette semiprolongación
de su madre, ese ascensor estropeado hasta el capítulo doble 23-24 de la
doceava temporada que hacía subir la escalera a los personajes y propiciar
diálogos y gags en el ascenso, los cameos a personalidades de la ciencias y las
artes en los Estados Unidos.
Ni
Jim Parsons (Sheldon Cooper), ni Johnny Galecki (Leonard), ni Kaley Cuoco (Penny),
ni Kunal Nayyar (Raj), ni Mayim Bialik (Amy Farrah Fowler) poseen un registro
interpretativo amplio, demostrado en determinados casos fuera de esta
telecomedia. No es el caso de Simon Helberg (Howard), quien estuvo muy bien
junto a Meryl Streep en el filme Florence
Foster Jenkins. Jim Parsons, el actor principal del “Big Bang” ha lucido
escasos recursos en sus robóticas apariciones en el cine; verbigracia A Kid Like Jake. Sin embargo, por esa
rara alquimia de determinadas obras, trabajando en conjunto y acorde con las
demandas de la serie, funcionaban como una maquinaria perfecta en la sitcom.
Compusieron
criaturas queribles, las cuales ni remotamente se esfumarán de nuestros
recuerdos y del imaginario común de una hornada de espectadores que la siguió
de principio a cierre. El adiós a Sheldon y sus amigos supone una plaza vacía
difícil de superar por las cadenas abiertas norteamericanas. Sí, nos queda la
precuela El joven Sheldon; pero no es
ni nunca será igual.
Tengo calidades similares a Sheldon Cooper. De hecho, la historia de su juventud es como la juventud de mi madre (criada en un pueblo ultra-cristiano y derechista, pero rechazaba todo).
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