A
diferencia de cierto cine gay de personajes masculinos que emulan a las liebres
en su urgencia animal de fornicar a toda hora, en cualquier espacio, con
cualquiera que sea, a través de peripecias de muchos fluidos corporales y
escaso amor, estas tres historias de romance lésbico resaltan por todo lo
contrario, al celebrar la unión de pareja desde el entendido de una comunión
absoluta física y mental que prescinde de terceras partes, el hallazgo en la
persona querida del goce supremo en lo físico y lo espiritual, la aceptación de
la otra con toda su carga de diferencias, su respeto en tanto ser humano. Lo
cual no entraña el desborde de erotismo y pasión inherentes a todo enlace que
posea carne y deseo también, manifiestos en las tramas de estas tres piezas
fílmicas orladas de intensos pasajes sexuales.
Las
dos primeras son la española Elisa y
Marcela (Isabel Coixet, 2019) y la francesa Retrato de una mujer en llamas (Céline Sciamma, 2019); la otra es
la inglesa El secreto de las abejas
(Annabel Jankel, 2018). Todas han sido dirigidas por mujeres y quizá en eso
radique la profundidad en la conformación de los seis personajes centrales y en
su riqueza humana; fundamentalmente la complicidad en el acercamiento a sus
universos sentimentales y morales.
Coescrita
y dirigida por la catalana Coixet, Elisa
y Marcela se apuntala en instancias verídicas acaecidas en la España
primisecular, el primer matrimonio homosexual de la historia de ese país,
contraído para 1901 por dos muchachas gallegas, si bien bajo la premisa de una
mentira: una de ellas se disfrazó de hombre. Aunque sigue siendo válido a día
de hoy, pues nunca pudieron deshacerlo, en ausencia o huida de las cónyuges.
Las
maestras Elisa (Natalia de Molina, en otra de las notables composiciones de una
carrera en ascenso) y Marcela (Greta Fernández, la actriz revelación del
momento en la Península) luchan a brazo partido por mantener su relación en un
escenario asaz patriarcal, de omnipotencia eclesiástica, el cual todavía se
halla muy lejos de encontrarse preparado en los órdenes psicológico y cultural
para metabolizar tal enlace. Incomprendidas, rechazadas y ridiculizadas, las
dos jóvenes deben desandar tres países de dos continentes, en pos de proseguir
unidas.
El
esplendor visual de una fotografía en blanco y negro, magna en varias tomas de
interiores, contribuye al realce del filme.
De
Retrato de una mujer en llamas,
sensorial como las tres anteriores obras de su realizadora, prenda la
gradualidad modélica mediante la cual la Sciamma trabaja la atracción romántica
de sus protagonistas. Verifícase en la primera hora del filme, calma en su
progresión y pletórica de detalles, referencias y sutilidades (¡esas miradas
furtivas o frontales de Héloïse, la dama a ser pintada, hacia Marianne, la
pintora¡) la exquisita colocación de los pilares sobre los cuales reposará un
conflicto que se abrirá en flor durante la zona media.
Contra
las dos pugnan, también, los tiempos. Estamos en 1770 y la bella joven burguesa
Héloïse debe ser pintada, para enviarle el lienzo al rico milanés que habrá de
desposarla. Marianne representa, no hay de otra dado el momento y las
convenciones, un episodio que -pese a probablemente constituir lo más
importante de su vida y no olvidarse jamás por ella-, ha de clausurarse dentro
de sí una vez la dama viaje a Italia con su esposo.
Noémi
Merlant (Marianne) y Adèle Haenel (Héloïse) componen dos caracterizaciones
memorables, decisivas en el sentido de capturar el intento de sus personajes de
sofrenar una pulsión instantánea y la vehemencia con la cual la aceptan y se
entregan al hecho amoroso tras comprobar lo fútil del empeño. La estilización
de Retrato de una mujer en llamas se
debe en gran parte a la observación de los cuerpos y los primeros planos, pura
poesía visual fílmica que dialoga y transmuta con el espacio pictórico del
relato. Los agradecimientos al buzón de Claire Mathom, la directora de
fotografía.
Pese
a lastrarla decisiones dramáticas y visuales melosas en la resolución, así como
apelaciones a un realismo mágico fuera de lugar y menos matices, es igualmente El secreto de las abejas otra tierna
historia femenil. Son los años 50 del siglo XX en una Escocia rural que no
perdona a la “lesbiana” Doctora Jean (Anna Paquin, en un trabajo de
introversión no acostumbrado en la actriz en las últimas fechas) y mucho menos
su unión clandestina con la joven obrera Lydia (Holliday Grainger). La relación
entre ambas, no obstante su deseo de anonimato, saldrá a flote al aire de un cerril
ambiente de intolerancia.
A
la mirada de la directora Jankel a dicho amor la signa la ternura. Aunque la
observación del espacio íntimo de las dos mujeres nunca llega a alcanzar el
grado de sofisticación visual de los filmes de la Coixet y la Sciamma, también
resultan muy hermosas tales escenas. Quizá resulten menos estilizadas, pero
tampoco todas tienen por qué asumirse de tal modo.