Con
larga incidencia en la temática política a través de su historia, la
cinematografía italiana ha sido escalpelo con el cual el arte despegó la capa
putrefacta de corrupciones y contradicciones de la sociedad, lo cual llevó a su
máxima expresión durante el denominado Cine Político de los sesenta y setenta,
fundamentalmente de la mano de directores como Francesco Rosi y Elio Petri.
Paolo
Sorrentino, uno de los realizadores notorios de la pantalla peninsular en la
actualidad, se inscribiría a esa tradición mediante El Divo (2008), su acercamiento no por satírico-farsesco menos
realista al durante por siete períodos primer ministro y por cinco presidente
de la República, Giulio Andreotti, la personalidad política más importante de
la segunda mitad del siglo XX en Italia. La conformación del personaje, a rango
de guion y de interpretación, representa baza esencial de El Divo. El Andreotti del filme, a la larga una persona solitaria,
triste y dependiente de la aprobación externa para su bienestar emocional pese al
extraordinario poder que tuvo, es, también, alguien extremadamente ambiguo,
cínico, impredecible, inteligente, refinado, culto, dueño de notable
complejidad psicológica.
Sorrentino
armaba en esta imperdible película una tragicomedia deliciosa, marcada por la
fluidez del relato, la unificación tonal de principio a fin, y la capacidad
para valerse de diversos resortes descondensatorios con el propósito de
aligerar la carga de los sucesos contados. Nada que ver, por ejemplo, con las
biografías presidenciales del director norteamericano Oliver Stone a J.F.K,
Nixon o Bush, que no fueron malas, pero gravitan en otra dimensión de hacer y
entender el cine.
De
tal, cabía esperarse mucho, muchísimo más de Silvio y los otros (2018), el posterior retrato político de Sorrentino
a otra personalidad decisora del tablero peninsular, lo cual no ocurre, empero.
Silvio y los otros representa
el típico caso de la película lastimada por la exuberancia de sí misma, así
como por la falta de foco. Me explico: es la clase de largometrajes cuyos
edificios escriturales, dramatúrgicos y representativos parten de una idea de
ingenio e interés (marcados incluso en el caso que nos concierne), pero la
carnalidad retórica con la cual se cubre ese planteamiento-base resulta tan
proclive a transmutar carga narrativa en hojarasca y en lastre dramático que, a
la postre, el continente llega a cargarse el contenido.
Es
cuanto entre otras cosas, desafortunadamente, ocurre aquí con este director, entre
los más significativos de su pantalla ahora mismo mas quien opta por
cuestionables decisiones. La primera, no circunscribir la línea de gravitación
de la película al ex presidente italiano. En un material artístico, cual
disciplina fuere, sobre un hombre de semejante potencial dramático no resulta
necesaria la incorporación de ningún aderezo extra, fútil por añadidura como es
el del empresario Sergio Morra (Ricardo Scamarcio) y su afán por conectarse con
los círculos de poder: una cargante e injustificada hora dedicada a este
personaje que aporta poco al relato y a su leit
motiv.
Mayor
sorpresa aún: cuando ya, al fin, el director cae de pleno en el universo
Berlusconi, descarría de la visión al personaje al conferirle preeminencia a la
farsa bufa y, sobre todo, a acentuar la descripción visual del “mundo” de
Silvio, y de los otros, ya los de estos remarcadas desde el mismo arranque. Así,
la película circunvala hasta el hastío en escenas y secuencias larguísimas, que
más que información dramática lo que tienden es a un subrayado irritante. Sí,
de acuerdo, además de exhibir el músculo de su “genio barroco”,
Sorrentino
nos está queriendo decir mediante tal avalancha incontenible de fotogramas que
la vida de su pléyade de parásitos peces-pegas (los otros del título) y la de
Il Cavalieri, especialmente esta etapa de poder y senilidad abordada por el
relato, estuvo marcada por el exceso total, y de tal manera considera que debe
bombardear al espectador con esos orgiásticos baños colectivos en piscina (hay
uno que en realidad es un desaforado video clip) y bacanales repletas de
jovencitas, sin medida de tiempo. Está bien, se comprende la intención, también
el estilo; pero el cineasta se prodiga tanto en tales “complementos” y en sus habituales
tributos fellinianos -mal gestionados en la ocasión-, que abruma.
Mientras
regala los minutos del metraje en semejantes tentaciones, pierde –salvo en varias
secuencias, como la imaginaria venta telefónica hecha por el magnate a un
cliente o las conversaciones con el nieto, la esposa y una joven que lo rechaza
sexualmente: todas estupendas- la magnífica posibilidad de examinar la compleja
psicología de un ser humano peculiarísimo, solipsista, megalómano, venal, el
cual incorpora -quién si no-, su actor fetiche Toni Servillo. Grotesco,
caretudo, mofesco, con perenne sonrisa de Joker; así se lo pide Sorrentino.
Para
más inri, mientras por una parte el director de La gran belleza y Juventud
conduce en la zona postrera a niveles de ridiculización a la figura de El
Caimán, por la otra experimenta una suerte de fascinación por el sujeto blanco
de análisis; y acá su película, que ya venía mareada desde la introducción,
vuelve a desbalancearse. Por consecuencia, a la larga nunca llega a deslindarse
del todo si Sorrentino considera a Berlusconi la plaga que fue o un perdonable
ángel bromista que voló sobre el cielo de los italianos: esos ciudadanos de a
pie que no existen en los 154 minutos del largometraje.
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