domingo, 23 de febrero de 2020

«Día de lluvia en Nueva York»: Enamorándose bajo paraguas


Luego de sus masturbaciones europeas (esos petarditos risueños nombrados Vicky Cristina Barcelona, de 2008; y A Roma con amor, de 2012), Woody Allen retornaría a su pecera para entregar Blue Jasmine (2013), la última gran película del prolífico autor neoyorkino.


El genial Woody la volvió a clavar en esta obra, tras casi 20 años en picado, si nos olvidamos de la menos alleneana de su casi medio centenar de cintas: la formidable Match Point (2005). El creador de Annie Hall recobraría, por un momento, su forma aquí. En la fluida, hábil, rica, agudísima en su aparente sencillez Blue Jasmine estaba, de nuevo, el extraordinario auscultador social, el regio componedor de personajes tan singulares como verídicos y llenos de contradicciones, el bergmaniano conocedor de la condición humana, el notable dialoguista, el narrador estratega capaz de complementar diez conceptos al empalmar dos imágenes y arrancar lascas de humor a la piedra de la tristeza.

Pero ese director pasó a mejor vida. El viejo Woody, en piloto automático hace muchos años, ha dedicado su franja de ancianidad a componer, calendario tras calendario, evanescentes comedias livianas que son esbozos de cuanto alguna vez fue. Si bien es verificable el axioma del gremio de que el menos relevante trabajo de Allen es mejor que muchos dados por buenos pertenecientes a sus colegas, en realidad trabamos contacto con piezas que no están a la altura de su gestor, de algún modo cautivadoras sí, pero sin fijador, las cuales se saborean con el mismo placer efímero con que raudo se olvidan. Dan cuenta de la reiteración creativa de un realizador en estado de reciclaje y de auto fagocitación.

No obstante sus atractivos, de tal parcela forma parte a la larga Día de lluvia en Nueva York (A Rainy Day in New York, 2019), una película en la cual a los no incondicionales del realizador podría resultarle extraño que sus muy jóvenes personajes centrales obren y, sobre todo, hablen de forma no avenida a sus años o su época; el potencial grado de anacronismo del largometraje y del personaje central en comparación con el momento actual de la pantalla (sí, es Woody y Timothée Chalamet es joven pero sigue siendo su alter ego pese a los 84 de Allen, aunque aun así) y su posible disonancia con el zeitgeitz, al presumiblemente compeler al espectador a apurar sorbos de un mundo que pareciera ya ido y tan naif como solo existiese en el pensamiento de Allen.

Podrían leerse así tales proclividades, y es lícito que cualquiera lo haga, aunque en lo personal prefiriera asumirlas en tanto la enésima muestra de amor de Allen a un cierto tipo de pantalla que no va a morir nunca, y además cual el acto optimista del cineasta de apostar por la certeza de que en los tiempos de la ubicuidad del artefacto digital y del desplazamiento o descarte de la gnosis por la entronización del entretenimiento total, aún puedan existir jóvenes con inquietudes marcadamente intelectuales: que conozcan la filmografía de los autores, aprecien la buena literatura de todas las épocas, se emocionen con el arte musical y disfruten de la pintura u otras expresiones en un museo.

El problema de fondo del filme no radica en la anterior disyuntiva, en definitiva a zanjarse de acuerdo con los criterios y la forma de apreciar las cosas de cada espectador; ni con las interpretaciones, adscriptas a la habitual maestría conductora del hombre al frente; ni mucho menos con la fluidez del planteamiento escénico de siempre, manifiesta otra vez aquí la organicidad sello de la casa. La cuestión no estriba en cómo plantar la cámara, sino en qué captar a través de su lente. Y el asunto es que Día de lluvia en Nueva York resulta argumentalmente deslavazada y dialogísticamente forzada (esas remisiones sin lugar a Ortega y Gasset; la sobrecargada conversación inicial de Elle Fanning con Liev Schreiber), amén de manipulada en su dinámica de causalidades tendentes a un efecto que por vía de la acumulación anunciada de estas se hace menos rotundo (todos los encuentros casuales de Thimothée Chalamet y Selena Gómez son proclamas a trompeta del desenlace).
Igual sucede con el sistema de personajes secundarios. Parecen configurarse a partir de los requerimientos alimentarios de los personajes centrales y no de la trama en sentido general.

Amén de su bendita esperanza, de contrapeso el filme blande las composiciones visuales del director de fotografía italiano Vittorio Storaro a la Gran Manzana, los deliciosos excesos histriónicos de una Elle Fanning intencionalmente desbordada, un secundario de escaso relieve dramático aunque maximizado por un crecido Jude Law, la irrigación de juvenilia de esos primeros planos de Chalamet y la Gómez bajo la lluvia, el frescor romántico de varias escenas entre ambos realmente hermosas, la consolidación del amor de ella hacia él (aunque en referencia extradiegética, el origen se remonta a la infancia de la joven) y el surgimiento de a poco del suyo hacia ella, asomos del ingenio del viejo maestro en ciertos cruces de diálogos.

No es todo cuanto se esperaba, mas le infunde a esta película la fe, el candor y la belleza que tantas veces rechaza mostrar, por temor o complejo, el cine internacional de los grandes autores; también el de los otros.

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