Luego de sus masturbaciones
europeas (esos petarditos risueños nombrados Vicky Cristina Barcelona, de 2008; y A Roma con amor, de 2012), Woody Allen retornaría a su pecera para
entregar Blue Jasmine (2013), la
última gran película del prolífico autor neoyorkino.
El genial Woody la volvió a
clavar en esta obra, tras casi 20 años en picado, si nos olvidamos de la menos
alleneana de su casi medio centenar de cintas: la formidable Match Point (2005). El creador de Annie Hall recobraría, por un momento,
su forma aquí. En la fluida, hábil, rica, agudísima en su aparente sencillez Blue Jasmine estaba, de nuevo, el
extraordinario auscultador social, el regio componedor de personajes tan
singulares como verídicos y llenos de contradicciones, el bergmaniano conocedor
de la condición humana, el notable dialoguista, el narrador estratega capaz de
complementar diez conceptos al empalmar dos imágenes y arrancar lascas de humor
a la piedra de la tristeza.
Pero ese director pasó a mejor
vida. El viejo Woody, en piloto automático hace muchos años, ha dedicado su
franja de ancianidad a componer, calendario tras calendario, evanescentes comedias
livianas que son esbozos de cuanto alguna vez fue. Si bien es verificable el
axioma del gremio de que el menos relevante trabajo de Allen es mejor que
muchos dados por buenos pertenecientes a sus colegas, en realidad trabamos
contacto con piezas que no están a la altura de su gestor, de algún modo
cautivadoras sí, pero sin fijador, las cuales se saborean con el mismo placer
efímero con que raudo se olvidan. Dan cuenta de la reiteración creativa de un
realizador en estado de reciclaje y de auto fagocitación.
No obstante sus atractivos, de
tal parcela forma parte a la larga Día de
lluvia en Nueva York (A Rainy Day in
New York, 2019), una película en la cual a los no incondicionales del
realizador podría resultarle extraño que sus muy jóvenes personajes centrales
obren y, sobre todo, hablen de forma no avenida a sus años o su época; el potencial
grado de anacronismo del largometraje y del personaje central en comparación
con el momento actual de la pantalla (sí, es Woody y Timothée Chalamet es joven
pero sigue siendo su alter ego pese a los 84 de Allen, aunque aun así) y su posible
disonancia con el zeitgeitz, al presumiblemente
compeler al espectador a apurar sorbos de un mundo que pareciera ya ido y tan
naif como solo existiese en el pensamiento de Allen.
Podrían leerse así tales
proclividades, y es lícito que cualquiera lo haga, aunque en lo personal
prefiriera asumirlas en tanto la enésima muestra de amor de Allen a un cierto
tipo de pantalla que no va a morir nunca, y además cual el acto optimista del
cineasta de apostar por la certeza de que en los tiempos de la ubicuidad del
artefacto digital y del desplazamiento o descarte de la gnosis por la
entronización del entretenimiento total, aún puedan existir jóvenes con inquietudes
marcadamente intelectuales: que conozcan la filmografía de los autores,
aprecien la buena literatura de todas las épocas, se emocionen con el arte
musical y disfruten de la pintura u otras expresiones en un museo.
El problema de fondo del filme no
radica en la anterior disyuntiva, en definitiva a zanjarse de acuerdo con los
criterios y la forma de apreciar las cosas de cada espectador; ni con las
interpretaciones, adscriptas a la habitual maestría conductora del hombre al
frente; ni mucho menos con la fluidez del planteamiento escénico de siempre, manifiesta
otra vez aquí la organicidad sello de la casa. La cuestión no estriba en cómo plantar
la cámara, sino en qué captar a través de su lente. Y el asunto es que Día de lluvia en Nueva York resulta
argumentalmente deslavazada y dialogísticamente forzada (esas remisiones sin
lugar a Ortega y Gasset; la sobrecargada conversación inicial de Elle Fanning
con Liev Schreiber), amén de manipulada en su dinámica de causalidades
tendentes a un efecto que por vía de la acumulación anunciada de estas se hace
menos rotundo (todos los encuentros casuales de Thimothée Chalamet y Selena
Gómez son proclamas a trompeta del desenlace).
Igual sucede con el sistema de
personajes secundarios. Parecen configurarse a partir de los requerimientos alimentarios
de los personajes centrales y no de la trama en sentido general.
Amén de su bendita esperanza, de
contrapeso el filme blande las composiciones visuales del director de
fotografía italiano Vittorio Storaro a la Gran Manzana, los deliciosos excesos
histriónicos de una Elle Fanning intencionalmente desbordada, un secundario de
escaso relieve dramático aunque maximizado por un crecido Jude Law, la
irrigación de juvenilia de esos primeros planos de Chalamet y la Gómez bajo la
lluvia, el frescor romántico de varias escenas entre ambos realmente hermosas, la
consolidación del amor de ella hacia él (aunque en referencia extradiegética, el
origen se remonta a la infancia de la joven) y el surgimiento de a poco del
suyo hacia ella, asomos del ingenio del viejo maestro en ciertos cruces de
diálogos.
No es todo cuanto se esperaba,
mas le infunde a esta película la fe, el candor y la belleza que tantas veces
rechaza mostrar, por temor o complejo, el cine internacional de los grandes
autores; también el de los otros.
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