domingo, 27 de diciembre de 2020

«Otra ronda»: Algo más que cuatro daneses borrachos

 


El alcohol representa elemento dramático de recurrencia en el cine dirigido por Thomas Vinterberg. Está presente en los relatos aportados por el creador desde su opera prima, La celebración (1998), opus fundacional del Dogma 95, aquel movimiento fílmico que alguien calificara sin justicia como «el fruto de una noche de juerga de cuatro daneses borrachos» aunque de cierto reposara verdadero arte cobijado entre los edredones pioneros del referido autor, Lars von Trier, Kristian Levring y Soren Kragh Jacobsen. Seguiría presente mucho después en el drama Submarino (2010) u otros filmes y aflora como leitmotiv de Otra ronda.

 

El título original de esta cinta danesa -seleccionada como Mejor Película Europea de 2020-, es Druk, vocablo empleado en su idioma para designar el acto de beber registrado de forma excesiva. Otra ronda comienza con escenas de ingestiones colectivas de bebidas y finaliza con una coda melódico-coreográfica corte Slumdog Millionaire pero ahora con mucho champán ingerido de forma masiva. Subtextos a atender, tanto en la introducción como en el epílogo los gestores de las dos borracheras multitudinarias son representantes de las nuevas generaciones, quienes solo reproducen tradiciones de ese país que vinculan al alcohol con toda suerte de liturgias y celebraciones. En la del cierre están involucrados tres de los cuatro personajes principales del largometraje: profesores de mediana edad que imparten clase en un instituto a esos muchachones de la parranda final y adoptan, de entrada como parte de un experimento y ya luego cual parte de su día a día, la ingestión de alcohol durante el horario de trabajo.

 

A través de su primera hora Otra ronda no pone sobre la mesa sus intenciones, antes bien acerca a los personajes (Mads Mikkelsen, Thomas Bo Larssen, Lars Ranthe y Magnus Milland, todos habituales en el cine del director de La caza), nos argumenta la decisión de ellos de comenzar a beber e incluso sugeriría acomodarse bien con la idea de aquellos de fomentar los hábitos de consumo dentro del propio centro escolar, de modo pragmático. A lo largo de esta área no hay admonición ni posicionamiento, dado esto sobre todo en el hecho de que los cuatro profesores continúan realizando de forma normal sus tareas docentes cotidianas y en algunos casos hasta aparentemente mejor debido al impulso desinhibidor del trago.

 

La trama comienza a evidenciar los efectos progresivos de la droga permanente en sus personajes ya para la segunda hora, cuando varios edificios individuales se derrumban como consecuencia de tomar y proseguir tomando más alcohol, eso que Séneca llamó «la demencia voluntaria», aunque Mikkelsen contraponga los ejemplos de gloriosos bebedores como Hemingway, Churchill… Vinterberg expone, pero no apostrofa ni sermonea. Con parsimonia y sin acentuaciones, apegado al sosiego narrativo, permite que el espectador constate, desde afuera, cuanto desde adentro los personajes no comprenden: su proceso gradual de degradación y enajenación, el carácter incontrolable de la adicción.

 

 

Otra ronda es una de las películas sobre la drogadicción menos grandilocuentes de la historia del cine. En la tragicomedia de Vinterberg no habita gente tan contumazmente viciosa como los personajes centrales de Adiós a Las Vegas (Mike Figgis, 1995) o Miedo y asco en Las Vegas (Terry Gilliam, 1998), aquel filme donde nos fugábamos con la pareja de Johnny Deep y Benicio del Toro, transportándonos a un mundo frenético en el cual veíamos al mundo de patas arriba, vomitábamos en su dormitorio, confundíamos al cantinero con una serpiente, caminábamos por las paredes mejor que Gene Kelly, abominábamos nuestro ser con el miedo y el asco de la culpa, tal cual lo haría Ray Milland en su opaca habitación de dipsómano de Días sin huella (The Lost Weekend, Billy Wilder, 1945).

 

Más que seguir solamente las huellas de cuatro daneses borrachos -estos sí lo son de veras-, Otra ronda parece, no si un poco de megalomanía, intentar cartografiar un mapa social mucho más extendido; no otro que el de la propia Dinamarca, ese país donde todos «beben como maníacos», cual le espeta la esposa del protagónico Mikkelsen al minuto 79.

 

El alcohol, rito de colectividad, según el filme aparentaría ser respuesta y motivo para todo allí, bajo el santiguo mismo de una sociedad que ha normalizado el vicio sobre la base de múltiples justificantes. Nuestros cuatro personajes principales tienen problemas existenciales, como todos los seres humanos en este mundo, pero dichas dificultades son infinitamente menores que las de ciudadanos de naciones desfavorecidas. La compulsión a la embriaguez hoy, pues, partiría en la nación nórdica más de inveteradas convenciones sociales o de puro hedonismo endorfínico que de urgencias individuales de seres humanos sumidos en la pena. A pesar de sus crisis de mediana edad, miedo al fracaso, el agobio de niños pequeños en casa o ciertos contratiempos matrimoniales, ninguno de los cuatro personajes centrales de Otra ronda poseen una razón vital vinculada a esa instancia como para desarrollar tamaña compulsión etílica que les cercene el futuro y en el caso de uno de los profesores le conduzca a la muerte. En cierto modo lo hacen casi por juego, indica el filme, pero todo jugador lleva su fracaso sellado en la frente.

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