martes, 4 de marzo de 2014

El (verdadero) Caracazo, registrado por Chalbaud


El Caracazo, filme de Román Chalbaud exhibido en la Cinemateca de Cuba, es un impresionante documento político sobre los hechos que sacudieron a Venezuela el 27 de febrero de 1989, los cuales pasaron a la historia bajo esa denominación. Como nos recuerda la investigadora Eva Golinger en su libro El Código Chávez, un año antes de estos acontecimientos, Carlos Andrés Pérez había sido elegido sobre la base de una plataforma que prometía al país la recuperación económica y medidas de corte nacionalista, como las implementadas por este presidente durante su primer mandato, durante el cual se nacionalizó la industria petrolera y se creó la compañía estatal Petróleos de Venezuela, S.A. (PVDSA). Sin embargo, agrega la escritora, poco después de asumir la presidencia en 1989, Pérez dio marcha atrás a las promesas de su campaña a instituyó un paquete económico neoliberal destinado a incrementar los precios de la gasolina en un ciento por ciento durante el primer semestre de ese año, lo que afectaba además a otros eslabones sociales y económicos de la nación. De manera abrupta, los precios del transporte aumentaron y los ciudadanos, encolerizados, reaccionaron airadamente. El resultado fue “el Caracazo”, el peor incidente de violencia en la historia venezolana contemporánea, con un saldo de miles de muertos.

Desde que vio Hotel Rwanda, quien escribe no se había topado con otra película que hablara tan a las claras de un episodio sangriento del pasado siglo como ésta. Chalbaud no escamita imágenes pletóricas de significado en tal sentido. Si bien opta por ficcionar - de una manera un tanto discutible, por la deplorable indefinición de una apertura que vacila entre el falso documental y el sermón- una genéricamente nada pura cinta, está trabajando con las herramientas de un documental que grafica y recoge el paso a paso de aquel escenario social, hasta el desencadenamiento del estallido popular por el incremento de los precios del pasaje en la localidad de Guarenas -cercana a Caracas-  y la posterior represión del Ejército en la capital. La respuesta de las fuerzas armadas fue tan violenta, que hasta hoy nadie sabe a ciencia cierta el número exacto de muertos, porque el gobierno mandó enterrarlos en fosas comunes, no los registró en las morgues, en fin... una operación de asesinato colectivo planificada a sangre fría.  Hay una escena muy elocuente de la película, en la cual un sargento ordena a su tropa: “Disparen y luego pregunten”. Así sucedió todo.
El Caracazo fue según Chalbaud “la semilla del proceso revolucionario de hoy”. Algo similar pensó Hugo Chávez, quien personalmente le pidió hacer la película homónima a este veteranísimo realizador (el más importante de la pantalla nacional, con 17 filmes a su haber desde que estrenara en 1956 su ópera prima Caín adolescente). El fallecido presidente venezolano le participó al director espeluznantes pasajes luctuosos acontecidos durante aquella jornada, que pudo ver desde su posición militar. Aunque no se nombre, a ningún espectador avezado se le escapará que ese oficial que abjura del papel desempeñado por el Ejército entonces, con cuyo rostro cierra el largometraje, se erige en el alter ego fílmico del líder bolivariano.
Chalbaud y el guionista Rodolfo Santana investigaron a fondo la nefasta página de la historia patria, e hicieron varias versiones del guión, hasta estar satisfechos con una séptima, que fue definitivamente la que se concretó en la película. A encomiarles que, pese a tratarse de un filme por encargo, no se convirtió en lo que temía: en un panfleto, y antes bien, se distingue por su sentido de equilibrio y objetividad en la exposición de los hechos. Chalbaud deja hablar a los propios testigos, y éstos, encarnados por actores profesionales, transmiten al espectador sus visiones personales a partir de sus diferentes ángulos de posición en medio del caos del 27 de febrero. Algunos en perspectivas marginales que los sitúan bien cerca de los de su anterior Pandemonium, cuyo relato establece vasos comunicantes con El Caracazo, según el propio realizador.
El Caracazo, por arriba de todo, es una película necesaria. Como las de Pino Solanas en la Argentina; como el Fahrenheit 9-11, de Michael Moore. Constituye un filme imprescindible para la memoria histórica de los pueblos. Ayuda a comprender mejor la historia de América Latina y lógicamente la de Venezuela: a los extranjeros y a los propios venezolanos; millones de ellos nacieron luego del estallido social de marras, otros eran muy niños, la mayoría de los adultos consumió en la prensa de ultraderecha local una versión apócrifa del asunto. De tal que la obra de Chalbaud era una asignatura pendiente del cine venezolano.

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