El Caracazo,
filme de Román Chalbaud exhibido en la Cinemateca de Cuba, es un impresionante documento
político sobre los hechos que sacudieron a Venezuela el 27 de febrero de 1989,
los cuales pasaron a la historia bajo esa denominación. Como nos recuerda la
investigadora Eva Golinger en su libro El Código Chávez, un año antes de estos
acontecimientos, Carlos Andrés Pérez había sido elegido sobre la base de una
plataforma que prometía al país la recuperación económica y medidas de corte
nacionalista, como las implementadas por este presidente durante su primer
mandato, durante el cual se nacionalizó la industria petrolera y se creó la
compañía estatal Petróleos de Venezuela, S.A. (PVDSA). Sin embargo, agrega la
escritora, poco después de asumir la presidencia en 1989, Pérez dio marcha
atrás a las promesas de su campaña a instituyó un paquete económico neoliberal
destinado a incrementar los precios de la gasolina en un ciento por ciento
durante el primer semestre de ese año, lo que afectaba además a otros eslabones
sociales y económicos de la nación. De manera abrupta, los precios del
transporte aumentaron y los ciudadanos, encolerizados, reaccionaron
airadamente. El resultado fue “el Caracazo”, el peor incidente de violencia en
la historia venezolana contemporánea, con un saldo de miles de muertos.
Desde que vio
Hotel Rwanda, quien escribe no se había topado con otra película que hablara
tan a las claras de un episodio sangriento del pasado siglo como ésta. Chalbaud
no escamita imágenes pletóricas de significado en tal sentido. Si bien opta por
ficcionar - de una manera un tanto discutible, por la deplorable indefinición
de una apertura que vacila entre el falso documental y el sermón- una
genéricamente nada pura cinta, está trabajando con las herramientas de un documental
que grafica y recoge el paso a paso de aquel escenario social, hasta el
desencadenamiento del estallido popular por el incremento de los precios del
pasaje en la localidad de Guarenas -cercana a Caracas- y la posterior represión del Ejército en la
capital. La respuesta de las fuerzas armadas fue tan violenta, que hasta hoy
nadie sabe a ciencia cierta el número exacto de muertos, porque el gobierno
mandó enterrarlos en fosas comunes, no los registró en las morgues, en fin...
una operación de asesinato colectivo planificada a sangre fría. Hay una escena muy elocuente de la película,
en la cual un sargento ordena a su tropa: “Disparen y luego pregunten”. Así
sucedió todo.
El Caracazo fue
según Chalbaud “la semilla del proceso revolucionario de hoy”. Algo similar pensó
Hugo Chávez, quien personalmente le pidió hacer la película homónima a este
veteranísimo realizador (el más importante de la pantalla nacional, con 17 filmes
a su haber desde que estrenara en 1956 su ópera prima Caín adolescente). El fallecido
presidente venezolano le participó al director espeluznantes pasajes luctuosos
acontecidos durante aquella jornada, que pudo ver desde su posición militar.
Aunque no se nombre, a ningún espectador avezado se le escapará que ese oficial
que abjura del papel desempeñado por el Ejército entonces, con cuyo rostro
cierra el largometraje, se erige en el alter ego fílmico del líder bolivariano.
Chalbaud y el
guionista Rodolfo Santana investigaron a fondo la nefasta página de la historia
patria, e hicieron varias versiones del guión, hasta estar satisfechos con una
séptima, que fue definitivamente la que se concretó en la película. A
encomiarles que, pese a tratarse de un filme por encargo, no se convirtió en lo
que temía: en un panfleto, y antes bien, se distingue por su sentido de
equilibrio y objetividad en la exposición de los hechos. Chalbaud deja hablar a
los propios testigos, y éstos, encarnados por actores profesionales, transmiten
al espectador sus visiones personales a partir de sus diferentes ángulos de
posición en medio del caos del 27 de febrero. Algunos en perspectivas
marginales que los sitúan bien cerca de los de su anterior Pandemonium, cuyo
relato establece vasos comunicantes con El Caracazo, según el propio
realizador.
El Caracazo, por
arriba de todo, es una película necesaria. Como las de Pino Solanas en la Argentina; como el
Fahrenheit 9-11, de Michael Moore. Constituye un filme imprescindible para la
memoria histórica de los pueblos. Ayuda a comprender mejor la historia de
América Latina y lógicamente la de Venezuela: a los extranjeros y a los propios
venezolanos; millones de ellos nacieron luego del estallido social de marras,
otros eran muy niños, la mayoría de los adultos consumió en la prensa de
ultraderecha local una versión apócrifa del asunto. De tal que la obra de
Chalbaud era una asignatura pendiente del cine venezolano.
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