Que del previo consorcio
entre el realizador Joel Schumacher y el productor Jerry Bruckheimer saliera un
thriller tan debilucho como 9 días;
que en la larguísima filmografía del primero aparezcan numerosas películas del
montón; o que el segundo -el productor más poderoso de Hollywood- sea
responsable de engendros bélico-patrioteros corte Pearl Harbor, Top Gun o La caída del Halcón Negro, la posterior asociación
de ambos hacía desconfiar a cualquier espectador provisto de cierta cultura
cinematográfica de la salud de Verónica
Guerin. Sin embargo, aunque a todas luces no sea una obra cuyo eco perdure,
al menos tampoco entra dentro de lo peor del trabajo de su director.
La Guerin fue una connotada reportera del periódico irlandés Sunday Independent, cuya campaña
personal contra los capos de la droga en los años 90 removió la conciencia
nacional. Sobre todo, después de su muerte a manos de los sicarios enviados
justamente por los jefes de los carteles en Dublín. Con el asesinato de la periodista
bajo los disparos a quemarropa de dos matones motorizados que la ultiman dentro
de su auto, comienza Schumacher una película interesada en evadir los
estándares de la biografía tradicional, centrándose solamente en los dos años
inmediatamente precedentes a tal hecho sangriento.
El filme, verdadero flash-back de principio a cierre, narra
los sucesos acontecidos a partir de 1994, cuando Verónica comenzó a atacar al
fenómeno y sus causantes. Como Bogart en Deadline-USA,
James Stewart en Call Northside 777 o
Redford y Hoffman en Todos los hombres
del presidente, la camaleónica actriz australiana Cate Blanchett incorpora
a otro de esos osados periodistas cuyas investigaciones hicieron época a causa
de una u otra razón. El filme insiste en la valentía de Verónica, rayana casi
en la temeridad. Sin embargo, lo que gasta en subrayar tal arista -resulta
increíble casi tamaño arrojo en esa visita de la columnista a la casa del capo
John Gilligan, interpretado por cierto con maestría por el irlandés Gerard Mc
Sorley -, lo pierde en sondear los entresijos humanos de esta mujer. La Guerin retratada por el
guión de Carol Doyle y Mary Agnes Dunoghue es monolítica, solo la obsede el
fantasma del trabajo. E incluso, su relación laboral resulta proyectada de
manera algo irreal e irresponsable: la periodista escribe lo que se le ocurre,
a veces sin verificar siquiera, y allá vá y lo suelta sin ningún tipo de
barrera editorial o algo parecido. Por mucha competencia que haya, por muy
liberal que sea cualquier tipo de periódico capitalista, uno que ha estudiado
algo de esta carrera no tiene que terminar la Universidad para saber que esto es inexactamente
peliculero.
La Guerin de Schumacher no tiene un momento de privacidad,
amor filial, no hay quien le pille la sombra de un conflicto. Demasiado mártir,
mucho menos humana. El filme da idea tanto del trabajo como de la relación con
la mafia irlandesa del personaje, de manera respetuosa y con menos tics
hollywoodenses de lo sospechado, pero la dimensión humana del personaje queda
escabullida entre el ritmo que Schumacher no quiere permitirse perder y la
preeminencia del retrato de la infatigable labor de Verónica. Pudiera espetarse
que precisamente ese es el punto, pero es que no existe forma alguna de
comprender por qué esta mujer actúa así sin atisbar siquiera sus pistas
emocionales, las bases psicológicas que la conminan a ello. Tampoco resulta muy
realista en una película que persigue serlo la descripción del mundo de la
droga y sus zares, sobre todo si existe un precedente tan detalladamente serio
del tema de la delincuencia irlandesa como El
general (John Boorman, 1998). Veo a Verónica Guerin más como somero
material de referencia de un tema y una figura, que como una película cuya
elocuencia lo dijera todo, o casi. Para buscar a uno y otra, será necesario
posteriores y más profundas consultas.
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