Una novia errante,
de la aquí todoterreno Ana Katz (directora, protagonista y coguionista), es
otra de las ya frecuentes miradas del cine argentino a la mujer, realizadas por
representantes del propio sexo femenino. Para fortuna de la nueva obra de la
directora de El juego de la silla (y
sobre todo de nosotros los espectadores), su película ejecuta tal visión, tan exenta del
sentimentalismo cuño de fábrica de cierta zona
de esa pantalla, como de la gravedad a ultranza de otra área de la
parcela más reciente de dicho cuerpo cinematográfico.
Película sobria, delicada, honesta, de gramática naturalista
y desasida de todas esas «grandes» emociones que suelen arrostrar los dramas
del mainstream, Una novia errante
recorre con calidez un pedazo de vida de un ser humano cualquiera, perdido en
la difusa sima sentimental en la cual se desbarranca el alma tras fuertes
decepciones amorosas, y el consiguiente contraste amarguísimo entre lo
imaginado y sucedido durante la trayectoria de esa relación quebrada. El guión de
la obra sabe aportar la necesaria emoción que parte del itinerario vital de
esta persona a partir de esa ruptura, como para observar sus pistas de ahora en
más con la máxima atención.
Ese alguien se nombra Inés (interpretada por la propia
directora) y va de viaje de bodas a un motel de un paraje del interior llamado
Mar de las Pampas con Miguel, su prometido. Pero, ya el trayecto en el ómnibus
indicará que las cosas no andan bien en la comunicación entre ambos. Inés se
queja y su contraparte escucha sin mirarla en el asiento de la ventanilla (la
primera evidencia de su desdén, deja a su pareja al lado del paso de los
pasajeros, no la preserva ni protege; la otra es cuando un chiquillo la molesta
insistentemente con el láser de un juguete, y él ni siquiera presta atención
cuando ella se queja a la madre). Inés habla, aunque su «receptor» no
comprende, perdido como parece estar en la otra dimensión del desinterés o la
abulia. A causa quizá ya de demasiadas peleas, de la acumulación de
diferencias… Estas escenas iniciales,
montadas con exquisito tacto por la
Katz, suministran la información necesaria para colegir lo
que advendrá.
Y lo que está por venir es el que el hombre sigue de largo,
y ella tiene que quedarse sola, errante y sin novio, en Mar de las Pampas, a la
espera sin esperanza de su ilusorio retorno. Inés lucha por una improbable
vuelta a los orígenes, Miguel le dice literalmente que no da más. La joven le
reclama que ese es un concepto que no entiende; y él le riposta que no se trata
de un concepto. Es, meramente, el registro doloroso y cruel, pero inevitable,
del desamor.
A partir de la estancia de la joven en el motel irrumpirá un
elemento dentro del relato que operará cual vector del diálogo mutuo, el cual
resulta la mejor plasmación de la recidiva amatoria de la muchacha: estas
conversaciones telefónicas —siempre iniciadas por ella— con Miguel son como los
polvos de un incendio: lo único que queda entonces antes de perderse entre la
tierra y el viento. El teléfono, por tanto, será el vínculo de comunión con un
pasado que ya no contará en lo adelante, porque Inés está pisando de ahora en
más su futuro. Devenir marcado por una inmensa X a despejar, en cuya ecuación
deberá intervenir todo cuanto lo estime la imaginación del espectador. Porque
las pistas brindadas por la trama no serán más que eso, ante la conclusión
abierta de la cinta.
La Katz
supo trazar la humanidad del personaje central, que uno siente cercano y
quisiera tenderle la mano para socorrer el dolor del desencuentro, el quiebre
de emociones, la incertidumbre, la falta de valor para recomenzar. Personaje
correctamente definido, puesto ante una disyuntiva que involucra no solo
cambios de sentimientos, sino una trastrocación de su propia rutina de vida,
Inés ilustra la membrana finísima que
protege la relación amorosa de siempre, pero sobre todo en los tiempos que
corren.
Relato que no solo destaca por su sinceridad y calidez, sino
además por la fotografía de Lucio Bonelli, la sencillez de la propuesta
narrativa y la actuación de intérpretes —en su mayoría provenientes del teatro
pero que en ningún momento sucumben a los cambios de métodos impuestos por la
cámara—, Una novia errante solo se
lastima a causa de la aparición de varios diálogos sobrescritos y altisonantes,
además de ciertos excesos discursivos
de la protagonista, quien al parecer solo en las postrimerías del filme
aquilatará el peso del silencio y hasta tanto quiere explicar lo aun
inexplicable a través de las palabras.
Pese a tales contrapesos,
Una novia errante constituye digno exponente de un cine argentino a
contramano de modas y tendencias, e inusual abordaje de las relaciones de
pareja. Una íntima crónica del desamor, ungida de pasajes muy bien escritos,
cuya historia no se le desmadeja a Katz ni por un minuto.
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