domingo, 11 de enero de 2015

Contigo, pan y cebolla: Cremata vuelve a versionar con éxito a Quintero



La especie humana comparte rasgos comunes, de todo tipo, sin importar el lugar donde vivan las personas. No obstante, el carácter nacional de un pueblo la hace distinta, dentro de la igualdad, doquiera. Para entender, y plasmar en líneas/parlamentos/actos, la esencia particular del alma cubana, pocos emprendimientos creativos tan claros, directos, veristas, sabrosos, cautivadores como la obra escénica del dramaturgo Héctor Quintero. Juan Carlos Cremata Malberti, el director de Viva Cuba y otro gran enamorado de su país, lo sabe perfectamente; y es por eso que se propuso el plausible fin de trasladar al cine dos obras cumbres del dramaturgo: El premio flaco y Contigo, pan y cebolla, ambas firmadas en los sesentas tempranos del pasado siglo.

A propósito del estreno del primero de los filmes, en 2009, escribí que “durante su trasunto a lenguaje cinematográfico del hito escénico, en esta verdadera operación de homenaje y tributo, el director mantuvo su esencia de tragicomedia vernacular, costumbrista y social definidora del lacerante estado de cosas de la Cuba seudorepublicana: la miseria extrema, el olvido total de los sectores humildes, las mentiras rampantes de la publicidad, la tiranía de las marcas (¡ay, Rina, Jabón Candado y todas aquellas murrumacas de los padres tutelares del consumo¡, la casita de mampostería “regalada” a costa de millones de jabón vendidos y publicidad asegurada, mientras imperaba el bohío y la tabla de palma atestada de alacranes), el sinsentido de vidas hundidas en el desprecio ajeno e incluso en el propio”.
Y en Contigo, pan y cebolla, el largometraje de 2014, Cremata Malberti (por tercera vez, en codirección con Iraida, su madre) continúa enarbolando similares pendones: llevar el clásico quinteriano a presente, a territorio masivo del cine (siempre con infinitas mayores audiencias que el teatro, con todo el respeto merecido por dicha expresión seminal), desde un frente de justipreciación y honra. No lo hace a la manera de Baz Lurhman con Shakespeare en su Romeo y Julieta de 1996. Aquí no hay revisión metodológica de las formas, ni trasgresión, ni variaciones, ni iconoclasias. Todo va con arreglo al esquema canónico del exponente dramatúrgico. En realidad, se le agradece, por cuanto no parecería viable con el mundo de Héctor, so peligro absoluto de desmerengar su cake irrepetible de cubanía, gracejo, picaresca; de no captar las tonalidades de esa permanente movilidad suya entre los territorios de la comedia y el drama.
Cremata lo logra otra vez. Ha “capturado” nuevamente el numen de la teatrística de Quintero (cual lo hizo en la para mí, no obstante, superior, El premio flaco); las coordenadas de expresión de sus personajes, el color ambiental de una época, el sentimiento social del tiempo histórico neocolonial y los patrones de vida de seres humanos más preocupados por el pensamiento del vecino sobre ellos que el de ellos sobre sí mismos.
El matrimonio compuesto por Lala Fundora (Alina Rodríguez) y Anselmo Prieto (Enrique Molina), los hijos de ambos y la hermana del segundo, defendida por Alicia Bustamante -los cinco personajes que irrigan de humanidad la desvencijada morada habanera seudorrepublicana-, procuran una vida mejor. Sobre todo, esa Lala, mater familia en la cual, de una u otra forma, se ven reflejadas tantas madres cubanas de todos los tiempos. Ella quiere, misión imposible, que los 110 pesos de su marido se estiren hasta el infinito, que Anselmito se gradúe en San Alejandro y Lalita termine la mar de estudios inútiles para la mujer cubana de aquellos tiempos primitivos donde conceptos como igualdad, derechos y reivindicaciones sociales del sexo femenino eran mera entelequia. Reina del hogar y de las apariencias, ella no quiere que Fermina la vecina vea el arroz con huevos fritos y platanito sobre la mesa del hogar; ella sueña con su refrigerador; ella llora el no-aumento salarial de un esposo, embarcado año tras año por los polacos contratantes… En Lala reconocemos defectos, pero también la voz, actos e imágenes de nuestras abuelas, de muchas madres que lucharon a brazo partido por los suyos casi sin reparar en que el contexto siempre podría disolver sus expectativas.
Lala tuvo la suerte fílmica de ser incorporada, lo mismo que en adaptaciones para las tablas, por Alina Rodríguez, la excepcional Carmela de Conducta, quien aquí vuelve a dar un soberano recital de actuación, para que quien aun no había llegado a la conclusión se de cuenta definitivamente de que se trata de una de las grandes actrices de la historia del cine, el teatro y la televisión cubanas. Molina a su lado significa la empatía total, la alquimia histriónica perfecta para el maridaje psicológico pretendido. La Justa y el Silvestre Cañizo de la telenovela Tierra Brava se reencuentran, ahora en las comarcas del cine, y su enlace resulta próvido, fecundo. Si la escena real inglesa tiene sus herederos de Lawrence Olivier, nosotros también tenemos genios aquí.
Contigo, pan y cebolla, la película, no devendrá un acontecimiento fílmico histórico o algo parecido si solo se tuviese en cuenta su intencional mecanismo académico de narración, fiel y sin desviación del original escénico; aunque, de valorarse poliédricamente, deviene tan válido como necesario ejercicio de salvaguarda de nuestros hondos valores artísticos autóctonos. A esos miles de jóvenes que no asistieron a las salas llenas con la pieza de Quintero, ni en todos los casos poseen el sedimento cultural general acerca de nuestro pasado, les sentará de maravillas. A alabar a Cremata Malberti por versionar al cine, con éxito, a los dos Quinteros más populares y queridos.

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