La especie
humana comparte rasgos comunes, de todo tipo, sin importar el lugar donde vivan
las personas. No obstante, el carácter nacional de un pueblo la hace distinta,
dentro de la igualdad, doquiera. Para entender, y plasmar en
líneas/parlamentos/actos, la esencia particular del alma cubana, pocos
emprendimientos creativos tan claros, directos, veristas, sabrosos, cautivadores
como la obra escénica del dramaturgo Héctor Quintero. Juan Carlos Cremata
Malberti, el director de Viva Cuba y otro gran enamorado de su país, lo sabe
perfectamente; y es por eso que se propuso el plausible fin de trasladar al
cine dos obras cumbres del dramaturgo: El premio flaco y Contigo, pan y
cebolla, ambas firmadas en los sesentas tempranos del pasado siglo.
A propósito
del estreno del primero de los filmes, en 2009, escribí que “durante su
trasunto a lenguaje cinematográfico del hito escénico, en esta verdadera
operación de homenaje y tributo, el director mantuvo su esencia de tragicomedia
vernacular, costumbrista y social definidora del lacerante estado de cosas de la Cuba seudorepublicana: la
miseria extrema, el olvido total de los sectores humildes, las mentiras
rampantes de la publicidad, la tiranía de las marcas (¡ay, Rina, Jabón Candado
y todas aquellas murrumacas de los padres tutelares del consumo¡, la casita de
mampostería “regalada” a costa de millones de jabón vendidos y publicidad
asegurada, mientras imperaba el bohío y la tabla de palma atestada de
alacranes), el sinsentido de vidas hundidas en el desprecio ajeno e incluso en
el propio”.
Y en Contigo, pan y cebolla, el largometraje de 2014,
Cremata Malberti (por tercera vez, en codirección con Iraida, su madre)
continúa enarbolando similares pendones: llevar el clásico quinteriano a presente,
a territorio masivo del cine (siempre con infinitas mayores audiencias que el
teatro, con todo el respeto merecido por dicha expresión seminal), desde un
frente de justipreciación y honra. No lo hace a la manera de Baz Lurhman con
Shakespeare en su Romeo y Julieta de 1996. Aquí no hay revisión metodológica de
las formas, ni trasgresión, ni variaciones, ni iconoclasias. Todo va con
arreglo al esquema canónico del exponente dramatúrgico. En realidad, se le
agradece, por cuanto no parecería viable con el mundo de Héctor, so peligro absoluto
de desmerengar su cake irrepetible de cubanía, gracejo, picaresca; de no captar
las tonalidades de esa permanente movilidad suya entre los territorios de la
comedia y el drama.
Cremata lo logra otra vez. Ha “capturado” nuevamente el
numen de la teatrística de Quintero (cual lo hizo en la para mí, no obstante,
superior, El premio flaco); las coordenadas de expresión de sus personajes, el
color ambiental de una época, el sentimiento social del tiempo histórico neocolonial
y los patrones de vida de seres humanos más preocupados por el pensamiento del
vecino sobre ellos que el de ellos sobre sí mismos.
El matrimonio compuesto por Lala Fundora (Alina Rodríguez) y
Anselmo Prieto (Enrique Molina), los hijos de ambos y la hermana del segundo,
defendida por Alicia Bustamante -los cinco personajes que irrigan de humanidad
la desvencijada morada habanera seudorrepublicana-, procuran una vida mejor.
Sobre todo, esa Lala, mater familia en la cual, de una u otra forma, se ven
reflejadas tantas madres cubanas de todos los tiempos. Ella quiere, misión
imposible, que los 110 pesos de su marido se estiren hasta el infinito, que
Anselmito se gradúe en San Alejandro y Lalita termine la mar de estudios
inútiles para la mujer cubana de aquellos tiempos primitivos donde conceptos
como igualdad, derechos y reivindicaciones sociales del sexo femenino eran mera
entelequia. Reina del hogar y de las apariencias, ella no quiere que Fermina la
vecina vea el arroz con huevos fritos y platanito sobre la mesa del hogar; ella
sueña con su refrigerador; ella llora el no-aumento salarial de un esposo,
embarcado año tras año por los polacos contratantes… En Lala reconocemos defectos,
pero también la voz, actos e imágenes de nuestras abuelas, de muchas madres que
lucharon a brazo partido por los suyos casi sin reparar en que el contexto
siempre podría disolver sus expectativas.
Lala tuvo la suerte fílmica de ser incorporada, lo mismo que
en adaptaciones para las tablas, por Alina Rodríguez, la excepcional Carmela de
Conducta, quien aquí vuelve a dar un soberano recital de actuación, para que quien
aun no había llegado a la conclusión se de cuenta definitivamente de que se
trata de una de las grandes actrices de la historia del cine, el teatro y la
televisión cubanas. Molina a su lado significa la empatía total, la alquimia
histriónica perfecta para el maridaje psicológico pretendido. La Justa y el Silvestre Cañizo
de la telenovela Tierra Brava se reencuentran, ahora en las comarcas del cine,
y su enlace resulta próvido, fecundo. Si la escena real inglesa tiene sus
herederos de Lawrence Olivier, nosotros también tenemos genios aquí.
Contigo, pan y cebolla, la película, no devendrá un
acontecimiento fílmico histórico o algo parecido si solo se tuviese en cuenta
su intencional mecanismo académico de narración, fiel y sin desviación del
original escénico; aunque, de valorarse poliédricamente, deviene tan válido
como necesario ejercicio de salvaguarda de nuestros hondos valores artísticos
autóctonos. A esos miles de jóvenes que no asistieron a las salas llenas con la
pieza de Quintero, ni en todos los casos poseen el sedimento cultural general
acerca de nuestro pasado, les sentará de maravillas. A alabar a Cremata
Malberti por versionar al cine, con éxito, a los dos Quinteros más populares y
queridos.
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