En
Déjame entrar (2008), su más
sobresaliente obra fílmica hasta el momento, el realizador sueco Tomas
Alfredson compuso pura poesía vampírica en una historia de sangre, dolor,
abuso, amor, refugio e integración de las alteridades, contextualizada en el
frío y la nieve. Tanto la dramaturgia como la puesta en escena se confabulaban
en dicha maravillosa película -a la cual el autor de este comentario dedicó un artículo
en la revista Cine Cubano-, para gestionar un alcance artístico inigualado en
el subgénero, acaso comparable en rotundez a la muy subvalorada e
imprescindible Solo los amantes
sobreviven (2013), del estadounidense Jim Jarmusch.
El
director de la también sólida El topo
(2011), aunque definitivamente menor a Déjame…,
vuelve a las gélidas comarcas blancas de Escandinavia para su El muñeco de nieve (The Snowman, 2017), traslación a la pantalla de la séptima entrega de
la muy vendida saga literaria del detective Harry Hole escrita por el noruego
Jo Nesbo, película ya sin disimulos al servicio pleno del mainstream hollywoodense que Alfredson resuelve con la rutina
aplicada del encargo alimenticio.
Se
trata el asumido por el cineasta escandinavo de un viejo proyecto de Hollywood,
que rodó de gaveta en gaveta y que en su momento de mayor fervor pudo tener,
incluso, como su director al maestro Martin Scorsese. Por supuesto, tras leer
bien el guion, el director de Uno de los
nuestros apartó de sí este cáliz (al final, coprodujo la cinta, casi que
por compasión creo) y entonces la pelota cayó en manos del eficaz artesano
Baltasar Kormakur, conocido en Cuba por su aquí estrenada Medidas extremas (2016). Ante la nueva finta del mencionado creador
islandés, el libreto iría a parar ahora a manos del director noruego Mortem
Tyldum, encargado en 2011 de liderar Headhunters,
el trasunto al cine de la primera novela negra del prolífico escritor noruego,
ya con once novelas de la serie hasta la fecha. Aunque desconozco las razones,
si bien las infiero, Tyldum también rechazó la encomienda de adaptar nuevamente
a Nesbo.
Y
así llegó Alfredson a la escena para fabricar, no sé cómo dado su pedigrí, una
producción descafeinada y monótona, que ni la magnífica fotografía de Dion
Beebe ni el binomio interpretativo central del alemán Michael Fassbender y la
británica Rebecca Ferguson (pareja sexy, magnética y dúctil donde las haya, si
las unieran a ese propósito, el cual no es de cierto el verificado ahora)
pueden remendar.
El
propio Nesbo, quien es considerado un autor de novela negra nórdica de cierta
calidad -algo invalorable por quien escribe, en tanto nada de este señor ha
leído-, echó pestes contra la película; y los críticos de cine noruegos, por su
parte, consignaron, entre otras descalificaciones, que era una plasmación burda
de la cultura local.
Bueno,
¿y qué creían los críticos noruegos que podría salir de una producción
comercial norteamericana de propósito globalizador, adocenamiento argumental e
imbricación de un equipo técnico/actoral multinacional reunido sin criterio
apreciable¿ Solo esto. No ha lugar para sus quejas, pese a su razón.
El
primer problema de Alfredson en El
muñeco de nieve estriba en la confusión de los tempos, la pérdida de la
brújula en el sentido del ritmo, de manera que su producción bascula entre el
innecesario retardo factual y lobreguez narrativa de la primera hora y el
aceleramiento improcedente del segundo cuerpo del relato fílmico.
Otro
valladar consiste en la necesidad extrema del guion pedido a Hossein Amini y
Peter Straughan de explicarlo todo. Cada cosa viene tan masticadita en El muñeco de nieve que se adivina no
solo la próxima, sino la segunda y tercera secuencia siguientes. En el cine,
como en la vida, mucho sucede a modo de respuesta y quizá sea esta la del
director a quienes le censuraron el carácter “enrevesado” de El topo. Su posible efecto de
compensación lastra en demasía a la trama.
Por
otra parte, ignoro cómo lucirá en la saga literaria de Nesbo, pero aquí en la
película el detective Harry Hole (Fassbender) representa la enésima concreción
del último grado del palimpsesto, puesto que sus coordenadas taxonómicas
-alcoholismo, pérdidas familiares, inadaptabilidad- ya resultan borreguilmente
repetitivas tras su iteración inmisericorde desde la época de Raymond Chandler
hasta la actualidad. La novela negra de nuestros días, mucho más que por sus
personajes detectivescos protagónicos -espejos contemporizados de otros muchos
rostros hermanos previos-, destaca en virtud de sus indagaciones sociales, por encapsular
el nervio epocal y las condicionantes generales de un contexto histórico. Y de
eso, al menos en el filme ahora estrenado en Cuba, no existe nada lejanamente
parecido.
El
largometraje solo se limita a manifestar el problema ontológico de Harry en
clave soft (resumido en alcohol y frustración)
y su desarrollo del caso criminal del asesino en serie que deja como testigo de
sus muertes a un muñeco de nieve. Caso el cual, más allá de la nieve y del
paisaje, podría ambientarse en donde les diera la gana a los ejecutivos de la
productora, en tanto la trama ni se plantea ni se ocupa de conectar la
investigación criminal con el estado mental y social de una región: a
diferencia de mucho cine escandinavo del momento que sí lo hace; hasta de forma
paradigmática en ocasiones.
(Publicado originalmente en el portal de la UNEAC).
Interesante trabajo, lo comparto en facebook
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