domingo, 1 de abril de 2012

La invención de Hugo

Al olor de sus ´70, Martin Scorsese, último maestro vivo del cine norteamericano, rubrica en La invención de Hugo (Hugo, 2011) el filme más nostálgico, autobiográfico, familiar, irrigado por la fantasía y reafirmante tanto de su inmenso amor hacia el cine como de sus notables conocimientos históricos en torno a dicho arte. El único rodado por él hasta el momento en 3 D. Con verdadero sentido en su caso, no por mera moda, sino en función de expandir la profundidad de campo; conferir plasticidad a geniales travellings aquí articulados o a determinadas tomas aéreas.  
Este último trabajo suyo cumple varios fines, pero de modo personal lo veo como la lección regalada por el gran autor a esos directores, novatos o no tan, quienes tienen la impudicia de sostener en entrevistas que no han visto más de “las películas necesarias”. ¿Cuáles son? Averigüen.
Si aprendieran de Martin, sus reflexiones, documentales, incesante visionaje e investigación, sobre su labor de preservación del archivo audiovisual a través de su World Cinema Foundation, afán pedagógico y coleccionista…, no perpetrarían entonces las chapuzas que uno tiene luego el disgusto de comentar en los periódicos.
Desprovisto del componente melifluo de Giuseppe Tornatore en Cinema Paradiso, el creador de Taxi Driver compone un relato cuasi testamentario en derredor de la capacidad de soñar generada por la séptima entre la única de las artes capaz de aprehender en sí a todas las demás juntas. Nadie que no haya sentido escalofríos en el último rincón de su cuerpo al descubrir el celuloide, ni recuerde el invaluable instante de su primera irrupción dentro de la sala mágica podrá aquilatar en su justa dimensión una experiencia artística como esta. La invención de Hugo es una oda al poder taumatúrgico e incomparable de la pantalla, un llamado a preservar sus exponentes cimeros (harto locuaz el símil de las películas quemadas de Méliès para convertirlas en material químico de zapatos), a conocer sus períodos memorables. A grabar para la eternidad fotogramas icónicos: quizá aquel cohete clavado en el ojo de la Luna; o a lo mejor el primer tren asustador de los Lumière arribando a la estación de La Ciotat o el buen hombre-mosca Harold Lloyd colgando de un reloj a las afueras de un edificio: evocaciones legendarias reconvertidas por Martin a provecho del relato. Asaz pertinente tal exhortación scorsesiana, al surcar franco período de olvido cultural e histórico de la Humanidad.
Todo en el largometraje es pleitesía a una forma de expresión cimera, desde sus mismísimos orígenes. Valiéndose del pretexto argumental de esta  relación entre el niño Hugo Cabret y el realizador de Viaje a la Luna, regístrase sentida evocación de un período fundacional del cine, mediante escenas-réplicas u homenajes explícitos a Méliès, sí; pero además a los Lumière, Griffith, Lang, Keaton, Chaplin, Clement, Renoir… Hasta el propio pie inspirador, el libro en el cual se basa (La invención de Hugo Cabret), tiene el elemento más que paratextual, metacinematográfico, de haber sido escrito por un descendiente de David O. Selznick, el famoso productor hollywoodino de Lo que el viento se llevó. E incluso existe un personaje de La invención…, el historiador fílmico encargado de rescatar del olvido a Méliès, que en cierto modo funciona como alter ego del propio Martin, quien hizo lo mismo en los `80 con Michael Powell, el célebre pero en un momento ignorado realizador inglés de Las zapatillas rojas y Narciso negro. Thelma Schoonmaker, editora vitalicia de Martin y viuda de Powell, fue la primera en asimilar dicha identidad, según reconoció el mismo autor de Casino en entrevista.
Colegirán por lo leído hasta aquí que el estreno nacional de la semana constituye una película ultracinéfila, la cual podría generar pérdida de empatía entre personas sin brújulas direccionales alrededor de cuanto evocan sus imágenes. En verdad no le faltaría cierto sustento a la observación, sin embargo lo emotivo y sencillo del guión compuesto por John Logan neutralizan bastante lo anterior, para conseguir a la larga una cinta de singular fuerza dialogística con el espectador de cualquier edad, si este estuviese dispuesto a rendirse a la maravilla onírica, al poder fabular de sus redobles dickensianos en algún momento remitentes al mejor Zemeckis y hasta cierto Fincher benjaminbuttiano. Beneficiada por el diseño de producción del habitué Dante Ferretti, lo mismo en el caso del soundtrack de Howard Shore junto a la fotografía de Robert Richardson o los efectos visuales; habitada por dos actores-niños sencillamente adorables (Asa Butterfield y Chloë Grace Moretz), un Ben Kingsley en el rol de Méliès en su mejor forma, la fuerza cómica -contenida- del maldito Sacha Baron Cohen en el rol del guarda de estación...
Pese a todo, no supera La invención de Hugo la trinidad mayor scorsesiana (esto es Toro salvaje-Uno de los nuestros-Pandillas de Nueva York), si bien representa otra notable obra suya que debió contar con mejor palmarés durante los recientes Oscar, donde obtuviera solo cinco estatuillas -apartados técnicos-, de sus once nominaciones. A Martin nunca le ha ido muy bien con el Tío, si olvidamos el concedido a Los infiltrados, casi por efecto de consolación.

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